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A medida que transcurrían los días, fue cada vez más evidente que ése era el único punto del borrador de la declaración que se estaba debatiendo, mientras que los demás apenas si necesitaban algunos retoques. Muchos se sintieron gratamente sorprendidos al descubrir esto, y más de una vez Nirgal dijo con irritación:

—¿Por qué se sorprenden tanto? Nosotros no inventamos esos puntos, nos limitamos a poner por escrito lo que la gente decía.

Y entonces la gente asentía, interesada, y regresaba a las reuniones, y trabajaba sobre los puntos. Nadia tuvo la sensación de que la firma del acuerdo brotaba por todas partes, surgía del caos gracias a la afirmación de Art y Nirgal de que existía. Varias de las sesiones terminaron en una especie de éxtasis a causa del kavajava y el consenso político; los diferentes aspectos de un estado tomaban al fin una forma que la mayoría de los partidos aceptaban.

Pero la discusión sobre los métodos se acaloró. Avanzaban y retrocedían, Nadia contra Coyote, Kasei, los rojos, los militantes de Marteprimero y muchos de los bogdanovistas.

—¡No pueden conseguir lo que quieren mediante el asesinato!

—¡Ellos no renunciarán al planeta!

—¡El poder político empieza al final de una pistola!

Una noche, después de una de estas refriegas, un numeroso grupo de combatientes flotaba en las aguas poco profundas del estanque de Phaistos, tratando de relajarse. Sax se sentó en un banco dentro del agua y meneó la cabeza.

—El clásico problema del castigo… no, de la violencia —dijo—. Radicales, liberales. Grupos que nunca consiguieron ponerse de acuerdo en nada. Antes.

Art hundió la cabeza en el agua y la sacó resoplando. Cansado, frustrado, espetó:

—¿Qué me dicen de la gestión integral de plagas? ¿Y de la idea del retiro obligatorio?

—Desempleo forzoso —corrigió Nadia.

—Decapitación —dijo Maya.

—¡Lo que sea! —exclamó Art salpicándolas—. Revolución de terciopelo. Revolución de seda.

—Aerogel —dijo Sax—. Ligero, fuerte. Invisible.

—¡Vale la pena intentarlo! —dijo Art. Ann meneó la cabeza.

—No funcionará.

—Es mejor que otro sesenta y uno —dijo Nadia.

—Mejor si coincidimos en una obra. En un plan.

—Pero no podemos —dijo Nadia.

—El frente es amplio —insistió Art—. Salgamos afuera y hagamos aquello con lo que nos sintamos cómodos.

Sax, Nadia y Maya asintieron a la vez con un movimiento de cabeza. Ann soltó una inesperada carcajada. Y allí se quedaron, sentados en el estanque, riéndose tontamente, sin saber de qué.

La reunión de clausura se celebró a última hora de la tarde en el parque de Zakros, donde se había iniciado. Reinaba en el ambiente un extraño desasosiego; muchos aceptaban sólo a regañadientes la Declaración de Dorsa Brevia, que ahora era bastante más larga que el borrador original redactado por Art y Nirgal. Priska la leyó en voz alta; los diversos grupos aclamaban unos puntos más que otros, y cuando terminó la lectura, el aplauso fue breve y mecánico. Aquello no podía satisfacer a nadie. Art y Nirgal parecían exhaustos.

Cuando los aplausos se apagaron todos se quedaron sentados, sin saber que hacer. La falta de acuerdo en los métodos parecía pesar sobre ellos. ¿Y ahora que? ¿Tenían que regresar a sus hogares? ¿Tenían un hogar al que regresar? El silencio y la inmovilidad se prolongaron, incómodos y vagamente dolorosos (¡como necesitaban a John!), y Nadia se sintió aliviada cuando se oyeron unas exclamaciones que parecieron romper un sortilegio maléfico. Se volvió hacia donde muchos miraban.

Allí en lo alto de una escalera, en la parte alta de la negra pared del túnel, había una mujer. Resplandecía bajo el sol de la tarde que bajaba por una de las claraboyas: el pelo cano, descalza, sin joyas, completamente desnuda bajo la capa de pintura verde que le cubría el cuerpo. Y lo que era corriente por la noche en el estanque, a la luz brillante del día fue provocativo y peligroso, una conmoción para los sentidos, un desafío a lo que se suponía que tenía que ser un congreso político.

Era Hiroko. Empezó a bajar con paso mesurado y majestuoso. Ariadna, Charlotte y varias mujeres minoicas la esperaban al pie de la escalera con los seguidores más próximos a Hiroko de la colonia oculta, entre los que estaban Iwao, Rya, Evgenia y Michel. Mientras Hiroko descendía, empezaron a cantar. Cuando llegó abajo, la cubrieron con collares de flores rojas. Un rito de fertilidad, pensó Nadia, que venía directamente de algún rincón paleolítico de sus mentes a entremezclarse con la areofanía de Hiroko.

Cuando Hiroko se alejó del pie de la escalera, se le unió una pequeña hilera de seguidores cantando los nombres de Marte: «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram…». Una mezcla de sílabas arcaicas en la que algunos intercalaban: «Ka… ka… ka…».

Hiroko avanzó por el sendero entre los árboles y luego sobre el césped hasta la muchedumbre congregada en el parque. Se paseó entre ellos con una expresión solemne, distante en el rostro verde. Muchos se levantaron a su paso. Jackie Boone salió de la multitud, y su abuela verde la tomó de la mano. Las dos abrieron la marcha, la vieja matriarca alta, orgullosa, anciana, nudosa como un árbol y tan verde como sus hojas; y Jackie aún más alta, joven y grácil como una bailarina, y el pelo negro hasta la mitad de la espalda. Un murmullo se extendió por la multitud, un suspiro. Llegaron las dos mujeres y el grupo que las acompañaba al sendero central que corría junto al canal, todos se pusieron de pie y la siguieron. Los sufíes, trenzándose con los demás. «Ana el-Haqq, ana Al— Qahira, ana el Haqq, ana Al-Qahira…» Y un millar de personas avanzaron por el sendero del canal detrás de las dos mujeres y su séquito, los sufíes cantando, otros recitando fragmentos de la aerófana, el resto en silencio.

Nadia avanzó de la mano de Art y Nirgal, sintiéndose dichosa. Eran animales, después de todo, sin importar el lugar que escogiesen para vivir. Sentía una especie de reverencia, una emoción raras veces experimentada: reverencia por el carácter divino de la vida, que adoptaba formas tan hermosas.

En el estanque Jackie se despojo del mono color orín, y ella e Hiroko se metieron en el agua hasta los tobillos, una frente a otra y con las manos entrelazadas por encima de las cabezas. Las mujeres minoicas se unieron a ese arco, viejas y jóvenes, verdes y rosadas.

Los miembros de la colonia oculta fueron los primeros en pasar bajo él, entre ellos Maya, de la mano de Michel. Y luego todos desfilaron bajo el arco de la madre; la enésima repetición de un ritual de un millón de años de antigüedad, algo que llevaban codificado en los genes y habían practicado toda la vida. Los sufíes bailaron bajo las manos entrelazadas llevando aún sus blancas ropas ondulantes, y otros se lanzaron vestidos al agua pasando bajo las mujeres desnudas. Sheik y Nazik delante, cantando: «Ana Al-Qahira, ana el-Haqq, ana Al-Qahira, ana el-Haqq», como los hidúes en el Ganges o los baptistas en el Jordán. Al final muchos se quitaron las ropas, pero todos entraron en el agua. Y todos miraron alrededor tras ese instintivo y sin embargo consciente renacimiento. Nadia advirtió una vez más qué hermosos eran los humanos. La desnudez era peligrosa para el orden social, pensó, porque revelaba la realidad. Allí estaban, expuestos a la mirada del otro con todas sus imperfecciones y características sexuales, y con las señales de la mortalidad, pero sobre todo, a la luz rojiza del crepúsculo, con esa asombrosa belleza que apenas podía comprenderse o explicarse. La piel en el crepúsculo era muy roja, pero no los suficiente para algunos rojos, al parecer, pues con una esponja teñían de rojo a una mujer se su grupo, a modo de contrafigura de Hiroko. ¡Un baño político!, gruño Nadia. La suma de colores empezaba a enturbiar el agua.