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La consola de muñeca emitió un pitido, y él pasó la voz al intercomunicador del casco para poder seguir sacando las pequeñas nueces del bolsillo lateral y enterrándolas en la arena, con cuidando de no dañar las raíces de ninguno de los carrizos u otras especies que moteaban la superficie como peludas piedras oscuras.

Era Peter y sonaba excitado.

—Sax, Deimos se está acercando a ellos y la IA parece haber advertido que no se encuentra en el punto habitual de la órbita. Dicen que ha estado reflexionando. Los cohetes de posición de ese sector se han puesto en marcha, así que estamos seguros de que el sistema responderá.

—¿Pueden calcular la oscilación?

—Sí, pero la IA sigue mostrándose recalcitrante. Es una estúpida cabezota, los programas de seguridad son casi inaccesibles. Sólo podemos aventurar, por cálculos independientes, que evitará la colisión por muy poco.

Sax se enderezó e hizo sus propios cálculos en la consola de muñeca.

Habían empezado con un período orbital de Deimos de aproximadamente 109.077 segundos. El impulsor ya llevaba tiempo funcionando, Sax no sabía cuánto, tal vez alrededor de un millón de segundos, acelerando significativamente a la pequeña luna, pero también ampliando el radio de la órbita. Siguió tecleando en aquel silencio absoluto. Normalmente, cuando Deimos pasaba junto al cable del ascensor, éste se encontraba en su punto máximo de oscilación en ese sector, alejado unos cincuenta kilómetros o más, una distancia que implicaba una perturbación gravitacional tan insignificante que ni siquiera era necesario incluirla en los cálculos de ajuste de los cohetes de posición. Esta vez, la aceleración y el desplazamiento hacía el exterior de Deimos invalidaría los cálculos; el cable se desplazaría hacia el plano orbital de Deimos demasiado pronto. Así que había que retrasar la oscilación de Clarke y ajustarla en toda la longitud del cable. Un asunto complicado. No sorprendía, pues, que la IA no pudiera mostrar lo que estaba haciendo con demasiado detalle. Estaba demasiado ocupada conectándose a las otras IA para tener la capacidad de cálculo necesaria para la operación. Los protagonistas —Marte, el cable, Clarke, Deimos— constituían un atractivo panorama.

—Muy bien, ahí va, al encuentro de ellos —dijo Peter.

—¿Están tus amigos en la órbita? —preguntó Sax, sorprendido.

—Están unos doscientos kilómetros por debajo, pero la cabina del ascensor en la que viajan está subiendo. Me han conectado a sus cámaras, y… ¡eh!, ahí viene… ¡Sí! ¡Oh! ¡Ka bum, Sax, ha pasado a tres kilómetros! ¡Pasó como un relámpago delante de la cámara!

—La distancia poco importa.

—¿Qué quieres decir?

—Al menos en el vacío. —Pero esta vez hablaban de algo más que de una roca que pasaba.— ¿Qué hay de la cola de deyecciones del impulsor?

—Lo preguntare… Han pasado, dicen.

—Bien. —Sax cortó la comunicación. Buena previsión por parte de la IA. Unas pocas pasadas más y Deimos estaría por encima de Clarke, y el cable ya no tendría que volver a esquivarla. Mientras tanto, si la IA de navegación se percataba del peligro, como evidentemente ocurría ahora, estarían a salvo.

Sax estaba dividido en ese asunto. Desmond había dicho que le encantaría ver caer el cable otra vez. Pero eran pocos los que coincidían con él. Sax había decidido oponerse a cualquier acción unilateral en ese asunto, puesto que no estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos con respecto a ese vínculo con la Tierra. Sería mejor limitar las acciones unilaterales a aquello sobre lo que no tenía dudas. Se inclinó y plantó otra semilla.

NOVENA PARTE

El impulso del momento

Habitar una nueva tierra es siempre un reto. Tan pronto como se hubo cubierto Nirgal Vallis con material de tienda, Séparation de L'Atmosphere instaló algunos de sus aereadores de mesocosmos más grandes y pronto la tienda estuvo llena de una mezcla de oxígeno, nitrógeno y argón extraída y filtrada del aire ambiente, ahora a 240 milibares. Y los colonos de Cairo y Senzeni Na, y de los dos mundos, empezaron a instalarse allí.

Al principio vivieron en caravanas móviles, junto a los pequeños invernaderos portátiles, y mientras trabajaban los suelos del cañón con bacterias y arados, desarrollaron en los invernaderos los primeros cultivos, y los árboles y el bambú que necesitarían para construir sus casas, y las plantas de desierto que arraigarían fuera de las granjas. Las arcillas esmécticas del fondo del cañón eran una base excelente para conseguir un suelo, aunque tuvieron que añadir biota, nitrógeno, potasio… Había fósforo en abundancia, y más sales de las que necesitaban, como siempre.

Pasaban el tiempo preparando el suelo, enhilando en los invernaderos y plantando halófilas resistentes. Comerciaban a lo ancho y largo del cañón, y los pequeños mercados aldeanos brotaron casi el mismo momento en que se instalaron allí, así como una carretera que recorría el valle por el centro, paralela al arroyo. No había ningún acuífero en la cabecera de Nirgal Vallis, y por eso un acueducto que venía de Marineris suministraba agua suficiente para alimentar un pequeño arroyo. Las aguas se recogían en la Puerta Uzboi y eran canalizadas hacia la cabecera.

Cada patrimonio familiar tenia cerca de media hectárea, donde trataban de cultivar la mayoría de sus alimentos. Casi todos dividieron sus tierras en seis pequeños campos, alternando las cosechas y el pasto cada estación. Todos tenían sus propias teorías sobre cultivo y recuperación del suelo. Muchos producían pequeñas cosechas para intercambiarlas en el mercado, frutos secos, fruta o árboles madereros. Algunos criaban gallinas, ovejas, cabras, cerdos, vacas. Las vacas eran por lo general miniaturas, no mayores que cerdos.

Intentaron concentrar las granjas en la zona cercana al cañón, y conservar las tierras más alejadas en su estado salvaje. Introdujeron una comunidad de animales del desierto del sudoeste norteamericano, y lagartos, tortugas y liebres empezaron a merodear por las cercanías, y los coyotes, gatos monteses y halcones empezaron a hacer estragos entre las gallinas y las ovejas. Tuvieron una plaga de alimañas y luego otra de sapos. Lentamente, las poblaciones se estabilizaban, alcanzaban el número adecuado, aunque reproducían frecuentes fluctuaciones. Las plantas empezaron a propagarse por su cuenta. Parecía que la vida había pertenecido siempre a esa tierra. Los muros de roca permanecieron intactos, misteriosos y escarpados sobre el nuevo mundo ribereño.

Los sábados por la mañana había mercado, y la gente acudía a las aldeas en camionetas abarrotadas. Una mañana, a principios del invierno de 2142, se reunieron en Playa Blanco bajo un cielo cubierto de nubes oscuras para vender verduras frescas, productos lácteos y huevos.