—¿Qué hacen con la roca que extraen en las excavaciones? —le preguntó a Hilali, porque una de las ventajas de cavar una cúpula bajo el casquete polar era que el hielo extraído simplemente sublimaba, había dicho Hiroko.
—Se ha utilizado para empedrar la carretera cerca del fondo del agujero de transición —le explicó Hilali, complacido por la curiosidad de Nirgal, como los demás. En general, los habitantes de Vishniac parecían felices, una muchedumbre ruidosa que siempre celebraba la llegada de Coyote. Una excusa tan buena como otra, concluyó Nirgal.
Hilali recibió una llamada de Coyote y llevó a Nirgal a un laboratorio, donde le tomaron una muestra de piel del dedo. Entonces regresaron a la caverna sin prisas y se unieron a la gente que hacía cola frente a las ventanas de la cocina, al fondo.
Después de una comida especiada de alubias y patatas empezó la fiesta. Una nutrida e indisciplinada banda de percusión empezó a tocar melodías en staccato y la gente bailó durante horas, deteniéndose de cuando en cuando para beber un licor atroz que llamaban kavajava o para participar en algún juego. Después de probar el kavajava y de tragar la tableta de omegendorfo que le había dado Coyote, Nirgal tocó un rato con la banda y luego se sentó sobre un pequeño montículo herboso en el centro de la cámara sintiéndose demasiado borracho para seguir de pie. Coyote había bebido sin parar pero no tenía ese problema: bailaba salvajemente, con grandes saltos y riendo.
—¡Nunca sabrás lo maravillosa que es tu propia gravedad, muchacho!
—le gritó a Nirgal—. ¡Nunca lo sabrás!
La gente se acercaba y se presentaba. Algunos pedían a Nirgal que les hiciese una demostración de su tacto caliente; un grupo de chicas de su edad insistieron en que les calentara las mejillas, que previamente habían enfriado con el hielo de sus bebidas, y cuando él las calentó ellas rieron y abrieron mucho los ojos y lo invitaron a darles calor en otras partes del cuerpo. En lugar de eso, Nirgal salió a bailar, sintiéndose mareado y torpe, y corrió en pequeños círculos para descargar un poco de energía. Cuando regresó al montículo, Coyote llegó abriéndose paso entre la multitud y se sentó pesadamente a su lado.
—Es tan fantástico bailar con esta g, nunca me canso de hacerlo. Coyote, las trenzas grises cayéndole sobre la cara, le echó una mirada desenfocada a Nirgal y éste advirtió de nuevo que la cara del hombre parecía de algún modo quebrada, quizá a la altura de la mandíbula, y que una mitad era más ancha que la otra. Algo por el estilo. Se le hizo un nudo en la garganta.
Coyote lo agarró por el hombro y lo sacudió con fuerza.
—¡Por lo visto yo soy tu padre, chico! —exclamó.
—¡Bromeas! —dijo Nirgal.
Un estremecimiento eléctrico le recorrió la espalda y le sonrojó la cara. Se miraron y Nirgal se maravilló de cómo el mundo blanco podía sacudir el mundo verde tan completamente, como el rayo latiendo a través de la carne. Al fin se abrazaron.
—¡No estoy bromeando! —dijo Coyote. Volvieron a mirarse.
—No me extraña que seas tan listo —continuó Coyote, y rió con ganas—. ¡Ja, ja, ¡a! ¡Ka bum! ¡Espero que te parezca bien!
—Pues claro que sí —dijo Nirgal, sonriendo con cierto malestar. No conocía bien a Coyote, y el concepto de padre era para él aún más vago que el de madre. Nirgal no sabía cómo se sentía. Herencia genética, sí, ¿pero qué significaba eso? Todos habían sacado sus genes de algún sitio, y los de los ectógenos eran transgénicos al fin y al cabo, o eso decían.
Pero Coyote, que en ese momento maldecía de cien maneras distintas a Hiroko, parecía contento.
—¡Esa zorra, esa tirana! ¡Matriarcado y un cuerno! ¡Está loca! Me sorprenden las cosas que llega a hacer. Aunque hay una cierta justicia en eso, desde luego que la hay. Porque en el amanecer de los tiempos Hiroko y yo fuimos novios, en nuestra juventud allá en Inglaterra. Ésa es la razón por la que estoy en Marte. Toda mi vida he sido un polizón en el armario de Hiroko. —Rió y le palmeó el hombro a Nirgal.— Bueno, muchacho, con el tiempo averiguarás qué tal te sienta la noticia.
Salió a bailar otra vez, y dejó a Nirgal sumido en sus pensamientos. Al mirar los giros de Coyote, Nirgal sacudió la cabeza. No sabía qué pensar; además, en esos momentos pensar le resultaba increíblemente difícil. Sería mejor que bailara o buscase los baños.
Pero allí no tenían baños públicos. Dio varias vueltas alrededor de la pista de baile, haciendo de la carrera un baile, y regresó al montículo. Pronto se le unieron Coyote y un grupo de bogdanovistas.
—Es como ser el padre del Dalai Lama, ¿eh? ¿No te dan un título por eso? —dijo uno.
—¡Vete al cuerno! Como estaba diciendo, Ann asegura que dejaron de excavar los agujeros de transición de la línea de los setenta y cinco grados porque allí la litosfera es más delgada. —Coyote meneó la cabeza con aire profético.— Me propongo ir a uno de esos agujeros fuera de servicio, poner a trabajar a los robots y ver si excavan tan hondo como para activar un volcán.
Todos rieron, salvo una mujer, que sacudió la cabeza con desaprobación.
—Si lo haces, vendrán aquí a ver lo que pasa. Si estás decidido, sería mejor que fueses hacia el norte y atacases uno de los agujeros de la latitud sesenta, que también están abandonados.
—Pero Ann dice que la litosfera es más gruesa allí.
—Pues claro, pero los agujeros son más profundos también.
Coyote no contestó y la conversación derivó hacia cuestiones más serias, sobre todo las inevitables escaseces o los progresos de la reconstrucción allá en el norte. Sin embargo, al final de esa semana, cuando dejaron Vishniac por un túnel distinto y más largo, enfilaron hacía el norte.
—Todos mis planes tirados por la borda. Es la historia de mi vida, chico.
En la quinta noche de viaje por las accidentadas tierras altas del sur, Coyote aminoró la marcha y rodeó un antiguo cráter cuyo borde estaba casi al nivel de la llanura circundante. Desde una brecha en el borde se alcanzaba a ver un gigantesco agujero circular negro en el suelo arenoso del cráter. Ése debía de ser el aspecto de un agujero de transición visto desde la superficie. Un penacho escarchado flotaba a unos centenares de metros sobre el agujero, como salido del sombrero de un mago. El borde del agujero estaba biselado por una franja de hormigón en forma de embudo que descendía hacia el fondo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Era difícil precisar el tamaño real de ese remate, que no parecía sino un estrecha cinta. El filo exterior del bisel estaba protegido por una alta alambrada. Coyote miró pensativamente a través del parabrisas, hizo retroceder el vehículo y lo aparcó al abrigo del desfiladero. Luego se puso un traje.
—Volveré pronto —dijo, y saltó a la antecámara.
La noche fue larga y angustiosa para Nirgal. Apenas durmió, y ya empezaba a preocuparse cuando Coyote apareció al fin en la antecámara exterior del rover-roca, alrededor de las siete de la mañana. Era evidente que estaba de un humor de perros. Coyote se pasó todo aquel día enfrascado en una conferencia con su IA, soltando exabruptos, ajeno a su joven y hambriento compañero. Nirgal tomó la iniciativa y calentó comida para los dos, y después descabezó un sueño intranquilo. Despertó cuando el vehículo echó a andar con una sacudida.
—Voy a intentar atravesar el portón —dijo Coyote—. Ésa es toda la seguridad que tiene el agujero. Una noche más y lo conseguiremos.
Rodeó el cráter y aparcó del otro lado, y al anochecer volvió a partir a pie.
Estuvo ausente toda la noche, y de nuevo Nirgal no pudo dormir, preguntándose que haría si Coyote no volvía.