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O al menos se lo pareció al principio. Discutió con él durante diez o quince minutos, explicándole que la manifestación que acababan de presenciar en el parque reflejaba lo que estaba sucediendo por todo Marte, que el planeta entero se había vuelto contra ellos, que eran libres de ir al puerto espacial y marcharse.

—No tenemos intención de marcharnos —dijo Hastings.

Las fuerzas de la UNTA a su mando controlaban la planta física, le dijo, y por tanto la ciudad era suya. Los rojos podían apoderarse del dique si querían, pero no podían volarlo porque había doscientas mil personas en la ciudad, que eran en efecto rehenes. Se esperaba la llegada de refuerzos en el próximo transbordador continuo, que llevaría a cabo la inserción en órbita en las siguientes veinticuatro horas. Así que los discursitos no significaban nada. Eran un farol.

Dijo todo esto con una calma absoluta, y si no hubiese estado tan furioso, Nadia habría dicho que estaba satisfecho de sí mismo. Era más que probable que hubiera recibido órdenes de la Tierra de resistir en Burroughs y esperar los refuerzos. Con toda seguridad la división de la UNTA en Sheffield había recibido el mismo mensaje. Y con Burroughs y Sheffield en sus manos y los refuerzos a punto de llegar no era extraño que creyeran llevar las de ganar. Incluso podía decirse que su opinión estaba justificada.

—Cuando la gente recupere el sentido común —dijo Hastings con severidad—, lo tendremos todo controlado. Lo único que de verdad importa ahora es la inundación antártica. Es esencial que ayudemos a la Tierra en esta hora de necesidad.

Nadia se rindió. Hastings era un cabezota, y además tenía un punto a su favor. Varios puntos, en realidad. Así que terminó la conversación con toda la educación que pudo diciéndole que volvería a contactar con él más tarde, tratando de imitar el estilo diplomático de Art. Se reunió con los demás.

A medida que transcurría la noche siguieron recibiendo informes de Burroughs y de todas partes. Sucedían demasiadas cosas como para que Nadia se sintiera cómoda yéndose a dormir, y Sax, Steve, Marian y los otros bogdanovistas parecían pensar lo mismo. Así que se sentaron encorvados en las sillas con los ojos cada vez más irritados y doloridos por el continuo parpadeo de las imágenes. Algunos rojos estaban desmarcándose de la coalición principal de la resistencia y seguían su propia agenda, una escalada de sabotajes y asaltos por todo el planeta, tomando pequeñas estaciones por la fuerza y la mitad de las veces metiendo a sus ocupantes en coches y volando las estaciones. Otro «ejército rojo» había atacado con éxito la planta física de Cairo, matando a la mayoría de los guardias de seguridad y obligando al resto a rendirse.

La victoria los había enardecido, pero los resultados no eran tan buenos en todas partes. Por las llamadas de algunos sobrevivientes diseminados se habían enterado de que un ataque rojo había destruido la planta física de Laswitz y abierto grandes brechas en la tienda, y aquellos que no habían conseguido refugiarse en edificios seguros o coches habían muerto.

—¿Qué demonios están haciendo? —gritó Nadia. Pero nadie respondió. Esos grupos no contestaban a las llamadas. Ni tampoco Ann.

—Si al menos discutieran sus planes con los demás —dijo Nadia, atemorizada—. No podemos permitir que la situación entre en la espiral del caos, es demasiado peligroso…

Sax fruncía los labios, inquieto. Fueron a la sala común a desayunar algo y luego a descansar un poco. Nadia tuvo que obligarse a comer. Había pasado una semana exacta desde la llamada de Sax y no recordaba nada de lo que había comido durante ese tiempo. Advirtió con sorpresa que estaba muerta de hambre. Empezó a devorar huevos revueltos.

Cuando casi habían acabado de comer Sax se inclinó hacia ella y dijo:

—Mencionaste algo de discutir los planes.

—¿Y bien? —dijo Nadia con el tenedor suspendido en el aire.

—Bien, ese transbordador en camino cargado de policías…

—¿Qué ocurre con él? —Después de sobrevolar Kasei Vallis ella no confiaba en que Sax fuese razonable; el tenedor empezó a temblarle en la mano.

—Bien, tengo un plan —dijo Sax—. En realidad lo elaboró mi grupo de Da Vinci.

Nadia trató de estabilizar el tenedor.

—Cuéntame.

El resto del día pasó como una bruma para Nadia. Abandonó cualquier intento de dormir y trató de comunicarse con grupos rojos, trabajó con Art redactando mensajes para la Tierra y les explicó a Maya y Nirgal y al grupo de Burroughs la última idea de Sax. Parecía que el ritmo de los acontecimientos, ya muy acelerado, se había desbocado y nadie podía gobernarlo. No había tiempo para comer, dormir o ir al baño, pero todas esas cosas tenían que hacerse, y por eso Nadia bajó tambaleándose al vestuario de mujeres y se dio una larga ducha; después engulló un almuerzo espartano de pan y queso, se tendió en un sofá y durmió un poco. Pero fue ese duermevela inquieto durante el cual su cerebro funcionaba a cámara lenta y los sucesos del día aparecían borrosos, deshilvanados y deformados e incorporaban las voces de la habitación. Nirgal y Jackie no se llevaban bien; ¿significaría eso un problema?

Se levantó tan cansada como antes. En la habitación seguían hablando de Nirgal y Jackie. Nadia fue al retrete y luego en busca de un café.

Zeyk, Nazik y un gran contingente árabe habían llegado a Du Martheray mientras ella dormía, y Zeyk asomó la cabeza por la puerta de la cocina:

—Sax dice que el transbordador está a punto de llegar.

Du Martheray estaba sólo seis grados por encima del ecuador y por eso tendrían una buena vista de ese aerofrenado, que ocurriría justo después de la puesta de sol. Las condiciones meteorológicas colaboraron, el cielo era diáfano. El sol bajó, el cielo se oscureció en el este y en el oeste el arco de colores sobre Syrtis mostró los tonos del espectro: amarillo, naranja, una estrecha franja de verde pálido, azul verdoso e índigo. Luego el sol desapareció detrás de las colinas negras y los colores del cielo se volvieron más intensos y luego transparentes, como si la bóveda celeste fuese cien veces mayor.

Y en medio de todos esos colores, entre las dos estrellas vespertinas, una estrella blanca apareció y surcó el cielo, dejando una corta estela recta. Ésa era la espectacular entrada en escena de los transbordadores continuos cuando ardían en la atmósfera superior, tan visible de día como de noche. Sólo tardaban un minuto en cruzar el cielo de un horizonte a otro, como estrellas fugaces lentas y brillantes.

Pero esta vez, cuando aún estaba muy alta en el oeste, fue debilitándose hasta convertirse en un punto pálido. Y luego desapareció.

La sala de observación de Du Martheray estaba atestada y muchos lanzaron exclamaciones ante aquel espectáculo sin precedentes, a pesar de estar sobre aviso. Cuando hubo desaparecido por completo Zeyk le pidió a Sax que explicara cómo lo habían hecho. La ventana de inserción orbital para el aerofrenado de los transbordadores era estrecha, dijo Sax, del mismo modo que lo había sido para el Ares. Había muy poco margen para el error. Así que los técnicos de Sax en Da Vinci habían cargado un cohete con pedazos de metal —como si fuera un barril de chatarra, dijo él—, y lo habían lanzado hacía unas horas. La carga había estallado en el camino de la MOI del transbordador pocos minutos antes de la llegada de éste, esparciendo la chatarra en una ancha banda horizontal, aunque de poca altura. Las inserciones orbitales estaban totalmente controladas por ordenador, y por eso cuando el radar del transbordador había identificado el reguero de partículas, la IA de navegación no había tenido muchas opciones. Pasar por debajo habría expuesto la nave a una atmósfera más densa, que la habría consumido; y pasar a través de ellas implicaba el riesgo de agujerear el escudo de calor y arder. Shikata ga nai. En vista de los riesgos, la IA tuvo que renunciar al aerofrenado volando por encima de la chatarra y así rebotar fuera de la atmósfera, lo que significaba que el transbordador ahora avanzaba hacia el exterior del sistema solar casi a su velocidad máxima, 40.000 kilómetros por hora.