Sax recorrió con el dedo el puente de su nueva nariz y bebió vino, que al deprimir el sistema nervioso parasimpático lo tornaba menos inhibido y más locuaz. Charlaba con bastante éxito, pensó, pero varias veces le alarmó la manera en que Phyllis, sentada frente a él en la mesa, lo arrastraba a la conversación, y cómo lo miraba… ¡y él le devolvía la mirada! Existían protocolos para eso también, pero él nunca los había comprendido. Recordó entonces cómo Jessica se había apoyado contra él en el Lowen, y bebió otro medio vaso y sonrió, e hizo una señal con la cabeza, pensando con cierto malestar en la atracción sexual y sus causas. Alguien le hizo a Phyllis la inevitable pregunta sobre la escapada de Clarke, y ella se embarcó en la narración echando frecuentes miradas a Sax, como si quisiera hacerle saber que estaba contando la historia sobre todo para él. Sax escuchó con educación, resistiendo una cierta tendencia a ponerse bizco, lo cual hubiese revelado su consternación.
—Todo ocurrió sin previo aviso —dijo Phyllis al que preguntaba—. Estábamos orbitando alrededor de Marte en el ascensor, indignados por lo que estaba ocurriendo en la superficie y tratando de encontrar la manera de acabar con los disturbios, y de pronto sentimos una sacudida, como si hubiese un terremoto, y ya estábamos en camino hacia la salida del sistema solar.
Sonrió e hizo una pausa para que las risas siguieron, y Sax comprendió que ya había contado la historia muchas veces de esa misma manera.
—¡Debían de estar aterrados! —dijo alguien.
—Bien —continuó Phyllis—, es extraño, pero en una situación de emergencia en realidad no hay tiempo para nada de eso. En cuanto comprendimos lo que había ocurrido, supimos que cada segundo que pasaba representaba cientos de kilómetros y reducía nuestras posibilidades de supervivencia. Entonces nos reunimos en la sala de mando, contamos las cabezas e hicimos inventario del material del que disponíamos. Todos estábamos frenéticos, pero no cundió el pánico, ¿comprenden? En fin, resultó que en los hangares había el número habitual de cargueros Tierra-Marte, y los cálculos de la IA indicaban que necesitaríamos el impulso de casi todos ellos para volver al plano de la eclíptica a tiempo para interceptar el sistema joviano. Derivábamos hacia Júpiter, lo que fue una bendición. Fue entonces cuando las cosas se desmadraron. Teníamos que sacar los cargueros de los hangares, ponerlos en vuelo junto a Clarke y luego conectarlos unos con otros y cargarlos con todo el aire, combustible y las provisiones que cupieran. Y treinta horas después del lanzamiento partimos en esas cuatro latas juntas. Ahora que miro atrás me parece increíble. Esas treinta horas…
Meneó la cabeza y Sax creyó advertir que un recuerdo real invadía de repente el relato de Phyllis y la hacía estremecerse ligeramente. Treinta horas era una evacuación en verdad rápida, y sin duda el tiempo había pasado como en sueños, en una ráfaga de acción frenética, en un estado mental tan diferente del ordinario que podía confundirse con la trascendencia.
—Después fue sólo cuestión de apretujarse en un par de salas (éramos doscientos ochenta y seis) y salir en EVA para separar las partes no esenciales de los cargueros. Y de rezar para que hubiese suficiente combustible para ponernos en trayectoria hacia Júpiter. Faltaban más de dos meses para que supiésemos con seguridad si interceptaríamos el sistema joviano, y diez semanas para que lo interceptásemos de hecho. Utilizamos a Júpiter como ancla gravitatoria y giramos alrededor de él para ponernos en camino hacia la Tierra, porque en ese momento Júpiter estaba más cerca que Marte. Y giramos con tanta fuerza que necesitamos la atmósfera terrestre y la gravedad de la Luna para frenarnos: estábamos casi sin combustible en el mismo momento en que éramos los humanos más veloces de la historia. Ochenta mil kilómetros por hora, creo, cuando golpeamos la estratosfera. Una velocidad muy conveniente, porque nos estábamos quedando sin aire ni comida. Pasamos bastante hambre en la parte final del viaje. Pero lo conseguimos. Y vimos Júpiter así de cerca, —dijo poniendo el pulgar y el índice a una distancia de dos centímetros.
La gente rió, y el destello de triunfo en los ojos de Phyllis no tenía nada que ver con Júpiter. Pero tenía la boca apretada; sin duda algo al final del cuento había ensombrecido el triunfo.
—Y usted era el líder, ¿no es así? —preguntó alguien.
Phyllis levantó una mano, como queriendo decir que aunque lo deseara, no podía negarlo.
—Fue un esfuerzo colectivo —dijo—. Pero a veces alguien tiene que decidir cuándo se ha llegado a un punto muerto, cuándo es necesario acelerar las cosas. Y yo era la directora de Clarke antes de la catástrofe.
Mostró una sonrisa rápida y abierta, segura de que el público había disfrutado de su relación de los hechos. Sax sonrió con los demás e hizo un gesto con la cabeza cuando ella lo miró. Phyllis era una mujer atractiva, pero no muy brillante, pensó. O quizá sólo era que a él le desagradaba. Porque en algunos aspectos ella era muy inteligente: una buena bióloga, y con toda seguridad tenía un CI alto. Pero había distintas clases de inteligencia, y no todas podían descubrirse con un test analítico. Sax lo había observado en sus años de estudiante: había personas que puntuaban alto en cualquier test de inteligencia y eran brillantes en su trabajo; sin embargo, podían entrar en una habitación y en el espacio de una hora casi todos los ocupantes de la habitación se reían de ellos o incluso los despreciaban. Lo que no revelaba demasiada inteligencia. En cambio, Sax pensaba que la más tonta de las animadoras de la secundaria, pongamos por caso, que se las arreglaba para ser cordial con todo el mundo y era universalmente popular, utilizaba una inteligencia tanto o más poderosa que la de cualquier matemático brillante de maneras torpes. El cálculo de la interacción humana era tan sutil y variable como cualquier física, algo como el naciente campo de la matemática llamado caos recombinante en cascada, sólo que más simple. Por tanto, había al menos dos clases de inteligencia, y seguramente muchas más: espacial, estética, moral o ética, interaccional, analítica, sintética… Y había quienes eran inteligentes de maneras diferentes, y esas personas eran excepcionales, destacaban.
Sin embargo, Phyllis, que saboreaba ahora la atención de su auditorio, la mayoría mucho más jóvenes que ella y, al menos en apariencia, llenos de admiración por su historia, no tenía esa inteligencia polifacética. Por el contrario, parecía bastante torpe en lo concerniente a juzgar lo que la gente pensaba de ella. Sax sabía que él compartía esa deficiencia, y la observaba con su mejor sonrisa de Lindholm, pero en realidad pensaba que actuaba con vanidad y aun con arrogancia. Y la arrogancia siempre era estúpida. O bien enmascaraba algo de inseguridad, aunque era difícil adivinar qué inseguridad podía anidar en una persona tan exitosa y atractiva. Y Phyllis era atractiva.
Después de la cena volvieron a la sala de observación y allí, bajo la bóveda centelleante de estrellas, el grupo de Biotique puso música. Era lo que llamaban nuevo calipso, que hacía furor en Burroughs esos días, y algunos sacaron instrumentos para acompañarla, mientras otros bailaban en el centro de la sala. La música tenía un ritmo de unos cien latidos por minuto, calculó Sax, un compás fisiológico perfecto para estimular el corazón ligeramente; el secreto de toda la música de baile, supuso.
Y entonces descubrió que Phyllis estaba junto a él; lo agarró de la mano y lo arrastró a la pista. Sax apenas consiguió reprimir el impulso de apartar la mano de un tirón, y estaba seguro de que su respuesta a la sonriente invitación de ella parecía forzada en el mejor de los casos. No había bailado nunca en su vida, hasta donde él recordaba. Pero ésa era la vida de Sax Russell. Seguro que Stephen Lindholm había bailado mucho. Así que Sax empezó a saltar suavemente al compás del bombo de acero, meneando los brazos sin pauta fija, sonriéndole a Phyllis en una desesperada simulación de placer.