Bien entrada la noche, los más jóvenes de Biotique todavía bailaban, y Sax bajó en el ascensor para ir a buscar algunos tubos de helado de leche a las cocinas. Cuando volvió a entrar en el ascensor, Phyllis estaba dentro, de regreso del piso de las habitaciones.
—Espera, deja que te ayude con eso —dijo ella, y tomó dos de las cuatro bolsas de plástico que colgaban de los dedos de Sax.
Cuando las tuvo se inclinó hacia adelante (era unos centímetros más alta que él) y lo besó en la boca. Él le devolvió el beso, pero la conmoción fue tal que en realidad no empezó a sentirla hasta que ella se separó; entonces el recuerdo de la lengua de Phyllis entre sus labios fue como otro beso. Intentó parecer menos atónito, pero por la forma en que ella rió comprendió que había fracasado.
—Vaya, veo que no eres tan castigador como pareces —dijo ella, lo que, dada la situación, le hizo sentirse aún más alarmado. Intentó recuperarse, pero entonces el ascensor redujo su velocidad y las puertas se abrieron con un siseo.
Durante los postres y el resto de la fiesta Phyllis no volvió a acercarse a él. Al empezar el lapso marciano, Sax se encaminó a los ascensores para ir a su habitación. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Phyllis entró escurriéndose entre ellas, y al ponerse en movimiento el ascensor ella lo besó de nuevo. Sax la rodeó con los brazos y la besó a su vez, tratando de imaginar qué haría Lindholm en su situación, y si habría alguna forma de salir de aquel brete sin buscarse problemas. El ascensor se detuvo y Phyllis se apartó con una mirada soñadora y desenfocada y dijo:
—Acompáñame hasta la habitación.
Tambaleándose un poco. Sax la tomó por el brazo, como si fuese un delicado equipo de laboratorio, y la siguió hasta una habitación minúscula, como el resto de los dormitorios. En la puerta se besaron otra vez, a pesar de la aguda sensación de Sax de que ésa era su última oportunidad de escapar, airosamente o no. Pero se encontró besándola apasionadamente, y cuando ella se apartó para murmurar, «Será mejor que entres», la siguió sin protestar. Su pene se había quedado atascado en su ciego avance hacia las estrellas, todos los cromosomas zumbando audiblemente, pobres infelices, ante esa oportunidad de inmortalidad. Hacía mucho tiempo que no había hecho el amor con nadie, excepto con Hiroko, y esos encuentros, aunque amigables y placenteros, no eran apasionados, sino más bien una extensión de los baños. Mientras que con Phyllis estaba excitado, los dos tironeándose con torpeza de las ropas mientras caían sobre la cama besándose, y esa excitación estaba pasando a Sax a través de una especie de conducción inmediata. Su erección saltó con impaciencia, libre al fin cuando Phyllis le bajó los pantalones, como ilustrando la teoría del gen egoísta, y él sólo pudo reír y abrir la larga cremallera ventral del mono de ella. Lindholm, libre de preocupaciones, sin duda se habría sentido excitado por el encuentro. Y también él tenía que estarlo. Además, aunque no le gustaba especialmente Phyllis, la conocía: seguía existiendo ese viejo vínculo entre los Primeros Cien, el recuerdo de aquellos años juntos en la Colina Subterránea. Había algo provocativo en la idea de hacer el amor con una mujer a la que conocía desde hacía tanto tiempo. Y todos los demás del grupo habían sido polígamos, parecía, todos menos Phyllis y él mismo. Así que ahora estaban resarciéndose. Y ella era muy atractiva. Y era agradable sentirse deseado.
Fáciles racionalizaciones que naturalmente olvidó a medida que crecía el apremio de su deseo. Pero inmediatamente después de consumar el acto, Sax empezó a preocuparse otra vez. ¿Tenía que volver a su habitación, tenía que quedarse? Phyllis se había quedado dormida con la mano sobre el costado de él, como para asegurarse de que se quedaría. Cuando duerme, todo el mundo parece un niño. Estudió el largo cuerpo de Phyllis, sorprendido una vez más por las diferentes manifestaciones del dimorfismo sexual. Respiraba con tanta paz. Sentirse deseado… Los dedos de ella todavía tensos sobre sus costillas. Y pasó la noche allí; pero no durmió mucho.
Sax se sumergió en el trabajo en el glaciar y el terreno circundante. Phyllis salía al campo de vez en cuando, pero se comportaba siempre de manera discreta con él. Sax se preguntaba si Claire (¡o Jessica!) o algún otro se habría dado cuenta de lo ocurrido, o si habrían advertido que se repetía cada pocos días. Ésa era otra complicación: ¿cómo reaccionaría Lindholm al aparente deseo de Phyllis de mantener la relación en secreto? Pero en realidad no constituía un problema. Lindholm se veía más o menos forzado, por caballerosidad, sumisión o algo por el estilo, a actuar como lo habría hecho el propio Sax. Así, mantuvieron la relación en secreto, como lo habrían hecho en la Colina Subterránea, en el Ares o en la Antártida. Los viejos hábitos nunca mueren.
Y el glaciar les proporcionaba una excelente tapadera. El hielo y el terreno surcado de nervaduras que lo rodeaba eran medios fascinantes, y había mucho que estudiar y comprender allí.
La superficie del glaciar estaba muy fracturada, como se había sugerido a menudo en la literatura especializada: se había mezclado con el regolito durante la inundación, y luego las burbujas de carbonatación atrapadas la habían reventado. Las piedras y los bloques atrapados en la superficie habían derretido el hielo que tenían debajo, y luego éste se había vuelto a congelar alrededor de ellos, en un ciclo diario que había sumergido dos tercios de la roca. Al examinar con atención los seracs, que se levantaban como dólmenes titánicos en el accidentado glaciar, se descubría que estaban hincados profundamente. El hielo era quebradizo a causa del frío extremo, y se desplazaba con lentitud corriente abajo debido a la escasa gravedad, como un río a cámara lenta, y como su fuente estaba agotada toda esa masa acabaría en Vastitas Borealis. Los signos de este movimiento podían descubrirse a diario en el hielo: nuevas grietas, seracs caídos, icebergs agrietados. Esas superficies nuevas eran cubiertas rápidamente por flores de hielo cristalinas, cuya salinidad aceleraba la velocidad de cristalización.
Fascinado por este paisaje, Sax adquirió el hábito de salir cada día al alba, solo y siguiendo los senderos señalizados con banderolas por el equipo de la estación. En las primeras horas del día el hielo refulgía con trémulos tonos rosáceos, reflejo de los matices del cielo. Cuando la luz directa del sol incidía sobre las superficies destrozadas del glaciar, empezaba a levantarse vapor de grietas y pozas cubiertas de hielo, y las flores de hielo centelleaban como joyas de fantasía. En las mañanas sin viento, una pequeña capa de inversión atrapaba la bruma a unos veinte metros de altura y formaba una delgada nube de color naranja. Era evidente que el del glaciar se estaba sublimando deprisa.
En sus paseos veía muchas especies diferentes de algas y líquenes de la nieve. Las pendientes de las dos crestas laterales que daban sobre el glaciar estaban muy pobladas, salpicadas de pequeñas manchas de verde, oro, oliva, negro, rojo, y otros muchos colores, quizá treinta o cuarenta en total. Sax andaba sobre esas pseudomorrenas con cuidado, tan poco deseoso de pisar esa vida vegetal como lo estaría de pisar un experimento de laboratorio. Aunque a decir verdad, daba la sensación de que aquellos líquenes no lo habrían notado. Eran resistentes: roca desnuda y agua era cuanto necesitaban, además de luz —aunque ni siquiera de estas cosas necesitaban mucho—; crecían bajo el hielo, dentro del hielo, e incluso dentro de pedazos porosos de roca translúcida. En un lugar tan hospitalario como una grieta en la morrena, por fuerza tenían que florecer. Cada grieta que Sax examinaba mostraba en su interior colonias de liquen de Islandia, amarillo y bronce, que bajo la lupa revelaban diminutos tallos bifurcados orlados de espinas. Sobre las rocas planas encontró líquenes crustáceos: botón, espiga, escudo, candeltaria, liquen mapa de color verde manzana y el liquen naranja rojizo cuya presencia indicaba una concentración de nitrato de sodio en el regolito. Bajo las flores de hielo había masas de liquen de la nieve de un pálido verde grisáceo, y al mirarlos con lupa se descubría que tenían tallos como los del liquen de Islandia, delicados como el encaje. El liquen vermicular era de color gris oscuro, y la ampliación revelaba astas desgastadas que parecían extremadamente frágiles. Sin embargo, si se rompía algún trozo y se separaba, las células de las algas atrapadas en los filamentos fúngicos seguían creciendo y formando más liquen, y se fijaban allí donde cayesen. Reproducción por fragmentación, muy indicada en un medio como aquél.