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Para averiguar de qué caso se trataba había que identificar la planta, y después consultar los archivos para ver si había sido diseñada por uno de los equipos de terraformación. Había un laboratorio de Biotique en Elysium, dirigido por un tal Harry Whitebook, que estaba diseñando las plantas de superficie más eficaces, especialmente los carrizos y las hierbas, y el catálogo de Whitebook a menudo revelaba la mano de él en la planta, en cuyo caso las similitudes no eran más que convergencia artificial, Whitebook insertando características como hojas vellosas en casi toda planta con hojas que él creaba.

Un caso interesante de cómo la historia imitaba a la evolución. Y puesto que se proponían crear una biosfera en Marte en un corto plazo quizá 107 veces más breve que el necesario en la Tierra, tendrían que intervenir continuamente en el acto mismo de la evolución. Así pues, la biosfera marciana no sería un caso de filogenia recapitulando la ontogenia, un concepto desacreditado en cualquier caso, sino la historia recapitulando la evolución. O mejor, imitándola en lo posible dado el entorno marciano. O incluso, dirigiéndola. La historia dirigiendo la evolución. Era una idea apabullante.

Whitebook había emprendido la tarea con talento: había creado arrecifes de líquenes frealofíticos, por ejemplo, que transformaban las sales que incorporaban en algo similar a la estructura coralina del milepora; de ese modo las plantas resultantes eran masas de bloques semicristalinos de color verde oscuro o verde oliva. Caminar a través de una de esas formaciones era como pasear por un jardín laberinto liliputiense aplastado, abandonado y medio cubierto de arena. Los bloques aparecían resquebrajados y tenían un aspecto tan desastroso que parecían enfermos; una enfermedad que petrificaba las plantas mientras estaban vivas, confinándolas en su lucha por existir en el interior de unas vainas agrietadas de malaquita y jade. De apariencia extraña, pero muy exitoso. Sax encontró bastantes de esos arrecifes de líquenes creciendo en la cresta de la morrena occidental y en el regolito árido que se extendía más allá.

Pasó varias mañanas estudiándolo, y una mañana, mientras cruzaba la cresta, miró atrás, hacia el glaciar, y vio un torbellino arenoso girando sobre el hielo, un pequeño tornado de color rojizo que avanzaba centelleando corriente abajo. Inmediatamente después recibió el embate de un viento fuerte, con ráfagas de al menos cien kilómetros por hora, y luego de ciento cincuenta. Acabó agachándose detrás de un arrecife de líquenes, con una mano levantada para estimar la velocidad del viento. Era difícil precisarla, porque la atmósfera cada vez más densa había incrementado la fuerza de los vientos, haciéndolos parecer más veloces de lo que eran. Todas las estimaciones empíricas de los días en la Colina Subterránea estaban desfasadas. Las ráfagas que lo golpeaban ahora podían no ser superiores a los ochenta kilómetros por hora. Pero venían cargadas de arena, que repiqueteaba contra el visor y reducía la visibilidad a unos cien metros. Después de esperar una hora a que la tormenta de arena remitiese, se rindió y regresó a la estación, cruzando el glaciar poco a poco, de banderola en banderola, cuidando de no perder el sendero: era importante si uno quería mantenerse lejos de las peligrosas zonas de grietas.

Una vez que cruzó el hielo, Sax caminó deprisa hacia la estación, pensando en el pequeño tornado que había anunciado la llegada del viento. El tiempo era extraño. En la estación, consultó un canal meteorológico y leyó toda la información sobre las condiciones del día, y luego estudió las fotografías de satélite de la región. Una bolsa ciclónica se abatía sobre ellos desde Tharsis. Con el aire cada vez más denso, los vientos que venían de Tharsis era en verdad muy fuertes. La protuberancia seguiría siendo un punto de anclaje de la meteorología marciana para siempre, sospechaba Sax. La mayor parte del tiempo, la corriente de chorro del hemisferio norte circularía sobre y alrededor de su extremo norte, como lo hacía la corriente de chorro alrededor de las Rocosas. Pero de cuando en cuando las masas de aire serían empujadas hacia la cresta de Tharsis entre los volcanes, y dejarían caer la humedad en Tharsis oeste mientras subían. Luego esas masas de aire deshidratado se desplomarían rugiendo por la pendiente oriental, el mistral, o el siroco, o el foehn del Gran Hombre, con vientos tan veloces y potentes que se convertirían en un problema a medida que la atmósfera ganase densidad. Algunas ciudades tienda en superficies abiertas estarían amenazadas hasta el punto de que se verían obligados a retirarse al interior de cañones y cráteres, o a robustecer el material de las tiendas.

Pensando en estas cosas, la climatología empezó a parecerle tan excitante a Sax que deseó abandonar sus estudios botánicos y dedicarse al nuevo tema a tiempo completo. En el pasado lo hubiera hecho, y se habría sumergido en la climatología durante un mes o un año, hasta que hubiese satisfecho su curiosidad, y se las hubiese arreglado para pensar en alguna contribución frente a los problemas que surgiesen.

Pero ésa había sido una aproximación muy indisciplinada, como bien sabía ahora, que llevaba a una especie de método disperso, incluso a un cierto diletantismo. Ahora, como Stephen Lindholm, trabajando para Claire y Biotique, tenía que abandonar la climatología con una mirada anhelante a las fotos de satélite y a los nuevos sistemas de sugerentes espirales nubosas, y limitarse a mencionarles a los otros el remolino, y a hablar del tiempo de pasada en el laboratorio o durante la cena, mientras volvía a concentrar el grueso de su atención en el pequeño ecosistema y sus plantas, y en cómo ayudarlas a salir adelante. Y a medida que empezaba a conocer las particularidades de Arena, esas restricciones impuestas por su nueva identidad no le parecieron tan malas. Significaban que se veía forzado a concentrarse en una sola disciplina como no lo había hecho desde su trabajo de graduación. Y las recompensas de la concentración empezaban a serle cada vez más evidentes. Lo convertirían en un científico mejor.

Al día siguiente, por ejemplo, con los vientos apenas un poco vivos, volvió a salir y localizó la porción de arrecife de liquen que estaba estudiando cuando la tormenta empezó. Todas las fisuras de la estructura estaban llenas de arena, lo que debía ocurrir habitualmente. Limpió una de las fisuras y examinó el interior con los veinte aumentos de la lupa de su visor. Las paredes estaban recubiertas de unos finos cilios. Era evidente que esas superficies ya protegidas no necesitaban más protección. Por tanto quizás estaban allí para liberar el exceso de oxígeno de los tejidos de la masa cristalina exterior. ¿Espontáneo o planeado? Leyó las descripciones en la consola de muñeca, y añadió una nueva sobre este espécimen que, a juzgar por los cilios, parecía no descrito. Sacó una pequeña cámara del bolsillo y tomó una fotografía, puso una muestra de los cilios en una bolsa, guardó la cámara y siguió adelante.

Bajó para echarle una ojeada al glaciar, caminando sobre una de las muchas junturas donde su costado descendía y se unía suavemente a la pendiente ascendente de la nervadura de la morrena.

El resplandor era intenso a mediodía, como si los pedazos de un espejo roto estuviesen reflejando la luz del sol por todas partes. El hielo crujía bajo sus pies. Las pequeñas cuencas fluviales se unían y formaban corrientes de cauces profundos, que desaparecían abruptamente en los agujeros del hielo. Esos agujeros, como las grietas, tenían varios tonos de azul. Las nervaduras de la morrena resplandecían como el oro y parecían reverberar bajo el calor en aumento. Algo en el paisaje le recordó a Sax el plan de la soletta, y silbó entre dientes.