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Se enderezó y estiró la parte baja de la espalda, sintiéndose muy vivo y curioso, en su elemento. El científico en acción. Estaba aprendiendo a disfrutar del siempre fresco esfuerzo primario de la «historia natural», la observación detenida de los fenómenos de la naturaleza: descripción, clasificación, taxonomía, el intento prístino de explicar, o mejor el primer paso, simplemente describir. Qué felices le habían parecido siempre en sus escritos los historiadores naturales, Linneo y su latín salvaje, Lyell y sus rocas, Wallace y Darwin y el gran paso de la categoría a la teoría, de la observación al paradigma. Sax podía sentir esa felicidad allí, en el Glaciar Arena en el año 2101, con todas esas especies, ese proceso floreciente de especiación a medias humano, a medias marciano, un proceso que con el tiempo necesitaría sus propias teorías, algún tipo de evohistoria, o de evolución histórica, o ecopoesis, o simplemente areología. O la viriditas de Hiroko, quizá. Teorías sobre el proyecto de terraformación, no sólo sobre sus intenciones, sino sobre la manera como trabajaba. Una historia natural, justamente. Muy poco de lo que estaba sucediendo podía estudiarse en un laboratorio experimental, de modo que la historia natural volvería a ocupar el lugar que le era propio entre las ciencias. Allí en Marte todas las jerarquías estaban destinadas a caer, y ésa no era una analogía absurda, sino una observación precisa sobre el aspecto que tendría todo.

El aspecto que tendría. ¿Lo entendía él antes de aquella temporada en el exterior? ¿Lo entendía Ann? Mientras examinaba la superficie salvaje y agrietada del glaciar, se descubrió pensando en ella. Cada pequeño iceberg o grieta destacaba como si aún llevase los veinte aumentos sobre el visor, pero con una profundidad de campo infinita: cada matiz de marfil y rosa en las superficies carcomidas, cada centelleo de espejo del agua del deshielo, las colinas perfilándose en el horizonte… todo se veía con una nitidez y precisión quirúrgicas. Y se le ocurrió que esa visión no era accidental (el efecto de lupa de las lágrimas sobre su cornea, por ejemplo), sino el resultado de una nueva y creciente comprensión conceptual del paisaje. Era una suerte de visión cognitiva, y no pudo evitar recordar a Ann diciéndole con furia: Marte es el lugar que nunca has visto.

Sax lo había tomado como una figura retórica. Pero recordó ahora a Kuhn: afirmaba que los científicos que utilizaban paradigmas distintos existían literalmente en mundos distintos, hasta tal punto era la epistemología un componente integral de la realidad. Así, los aristotélicos no veían el péndulo galileano, que para ellos no era más que un cuerpo cayendo con ciertas dificultades. Y en general, los científicos que debatían los méritos relativos de paradigmas contrapuestos en realidad estaban hablando unos a través de los otros, empleando las mismas palabras para definir realidades distintas.

También había considerado esa afirmación una figura retórica. Ahora, absorbiendo la transparencia alucinatoria del hielo, tenía que admitir que describía lo que sentía cuando hablaba con Ann. Sus conversaciones eran frustrantes para ambos, y cuando ella había gritado que él nunca había visto Marte, quizá sólo quería decir que él nunca había visto el Marte que ella veía, el Marte creado por el paradigma de Ann. Y eso era cierto sin lugar a dudas.

Sin embargo Sax veía ahora un Marte nuevo para él. Pero la transformación había ocurrido luego de semanas de concentración en esas partes del paisaje que Ann despreciaba, las nuevas formas de vida. Por eso dudaba de que el Marte que estaba viendo, con sus algas de la nieve y sus líquenes del hielo, y los encantadores y diminutos pedazos de alfombra persa que festoneaban el glaciar, fuese el Marte de Ann. Ni tampoco el de sus colegas de terraformación. Lo que Sax veía era aquello en lo que creía y deseaba, era su Marte, desplegándose ante sus propios ojos, siempre en proceso de transformarse en algo nuevo. Como una punzada en el corazón, sintió el deseo de poder agarrar a Ann del brazo en ese mismo momento y arrastrarla hasta la morrena occidental y gritar:

—¿Ves? ¿Ves?

En vez de eso tenía a Phyllis, quizá la persona menos filosófica que había conocido en su vida. La evitaba siempre que podía hacerlo sin que lo pareciera, y se pasaba los días en el hielo, al viento, bajo el vasto cielo septentrional, o en las morrenas, arrastrándose por el suelo para estudiar las plantas. Cuando regresaba a la estación, charlaba con Claire y Berkina y el resto, mientras cenaban, sobre lo que estaban descubriendo en el exterior y lo que significaba. Luego subían a la sala de observación y hablaban un rato más, o a veces bailaban, especialmente los viernes y sábados. Sonaba siempre el nuevo calipso, guitarras y percusión en rápidas melodías simultáneas, con unos ritmos complejos que Sax analizaba con dificultad. Por lo general eran compases de cinco por cuatro que alternaban o coexistían con los de cuatro por cuatro, una combinación que parecía concebida para hacerle perder el equilibrio. Por fortuna, el estilo que se llevaba era una especie de baile libre que guardaba poca relación con el ritmo, así que cuando no conseguía llevar el ritmo estaba seguro de que él era el único que lo notaba. En realidad era muy entretenido intentar seguir el compás, bailando a su aire, saltando en una pequeña jiga añadida al compás de cinco por cuatro. Cuando volvió a las mesas y Jessica le dijo «Bailas muy bien, Stephen», él se echó a reír, halagado aunque sabía que el comentario revelaba el poco criterio de ella para juzgar el baile, o que intentaba serle simpática. Aunque tal vez los paseos diarios sobre las rocas estuvieran mejorando su equilibrio y su ritmo. Cualquier actividad física, con la práctica y el estudio adecuados, podía ser realizada con un grado razonable de habilidad, sino de talento.

Él y Phyllis hablaban o bailaban juntos tanto como lo hacían con otros; sólo en la intimidad de sus habitaciones se abrazaban y besaban, hacían el amor. Mantenían la antigua tradición del romance secreto, y una mañana, alrededor de las cuatro, cuando volvía de la habitación de ella, un relámpago de miedo lo sacudió: de pronto se le ocurrió que su espontánea complicidad en esa actitud podía señalarlo a los ojos de Phyllis como sospechoso de ser uno de los Primeros Cien. ¿Quién más aceptaría ese extraño comportamiento tan prontamente, como si fuese lo más natural del mundo?

Pero después de considerarlo no le pareció que Phyllis prestase atención a esos detalles. Sax casi había renunciado a intentar comprender los pensamientos y motivaciones de ella, porque los datos eran contradictorios y, a pesar de que pasaban la noche juntos con regularidad, bastante escasos. Parecía interesada sobre todo en las maniobras intertransnacionales que sucedían en Sheffield y en la Tierra: cambios en el personal ejecutivo, en las subsidiarias, en los precios de mercado, cambios que eran efímeros y absurdos, pero que a ella la absorbían por completo. Como Stephen, Sax se mostraba muy interesado en todo esto, y le hacía preguntas para demostrárselo cuando ella sacaba el tema, pero cuando preguntaba qué significado tenían los cambios diarios en cualquier estrategia mayor, ella o no quería o no podía darle buenas respuestas. Por lo visto le interesaban más las fortunas personales de aquellos que conocía que la estrategia implícita en sus actos. Un ex ejecutivo de Consolidados que se había pasado a Subarashii había sido nombrado director del ascensor, un ejecutivo de Praxis había desaparecido en las regiones remotas, Armscor iba a hacer estallar docenas de bombas de hidrógeno en el megarregolito bajo el casquete polar norte, para estimular el crecimiento y el calentamiento del mar septentrional; y este último hecho no era para ella más interesante que los dos anteriores.

Quizá tenía sentido seguir de cerca las carreras individuales de la gente que dirigía las transnacionales más grandes, y la micropolítica de los tejemanejes por el poder entre ellos. Al fin y al cabo eran los actuales dirigentes del mundo. Así que Sax se tendía junto a Phyllis, la escuchaba y hacía comentarios propios de Stephen, tratando de recordar todos los nombres, preguntándose si el fundador de Praxis era de verdad un surfista senil, si Shellalco sería absorbida por Amexx, por qué los equipos directivos de las transnac mantenían una competencia tan feroz si en realidad ya gobernaban el mundo y tenían todo lo que podían desear en sus vidas privadas. Tal vez la sociobiología tenía la respuesta, y todo se reducía a la dinámica de dominación del primate, a aumentar el éxito reproductivo propio en el reino corporativo. Y quizá no fuera una mera analogía, si uno consideraba su compañía como su clan. Y en un mundo donde uno podía vivir indefinidamente, podía ser pura y simple auto protección. «La supervivencia del más apto», que Sax siempre había considerado una tautología inútil. Pero si los darwinistas sociales estaban tomando el poder, quizás entonces el concepto ganaba importancia, como dogma religioso del orden dominante…