—¿Pero por qué asumirían un compromiso de trabajo de esa naturaleza si no fuera con ese fin?
—Poder —dijo Desmond—. Poder y ganancias.
—Ah.
A Sax siempre le habían interesado tan poco esas cosas que le resultaba difícil comprender que le interesaran a alguien. ¿Qué era la ganancia personal sino la libertad de hacer lo que uno quería? ¿Y qué era el poder sino la libertad de hacer lo que uno quería? Y una vez que tenías esa libertad, cualquier riqueza o poder en realidad no hacía más que restringir tus opciones y tu libertad. Uno se convertía en un siervo de la riqueza o el poder, constreñido a pasar todo el tiempo protegiéndolos. Una vez que se comprendía esto, la libertad de un científico con un laboratorio a su mando era la más alta libertad posible. Cualquier otra riqueza o poder recortaba esa libertad.
Desmond meneaba la cabeza mientras Sax exponía esa filosofía.
—A algunas personas les gusta decir a los otros lo que tienen que hacer. Les gusta más eso que la libertad. La jerarquía, ya sabes, y el lugar que ocupan en ella. Siempre que sea lo suficientemente alto. Todos confinados en sus puestos. Es mucho más seguro que la libertad. Y hay muchos cobardes.
Sax negó con la cabeza.
—Creo que es simplemente la incapacidad para comprender el concepto de la disminución de las ganancias. Como si creyesen que lo bueno no se acaba nunca. Es muy poco realista. Es decir, ¡no hay proceso natural que se mantenga constante al margen de la cantidad!
—La velocidad de la luz.
—¡Bah! Es irrelevante. La realidad física evidentemente no es un factor en esos cálculos.
—Bien dicho.
Sax sacudió la cabeza, frustrado.
—La religión otra vez. O la ideología. ¿Qué es lo que solía decir Frank? ¿Una relación imaginaria con una situación real?
—Ahí tienes a un hombre que amaba el poder.
—Cierto.
—Pero tenía mucha imaginación.
Pasaron por el apartamento de Sax y se cambiaron de ropa, y luego subieron a la cima de la mesa para desayunar en Antonio's. Sax seguía pensando en la conversación que habían tenido.
—El problema es que las personas con una autoestima hipertrofiada por la riqueza y el poder consiguen posiciones que proporcionan esos dones en exceso, y descubren entonces que son más esclavos que amos con respecto a ellos. Y se convierten en seres insatisfechos y amargados.
—Como Frank.
—Sí. Por eso los poderosos siempre parecen tener un aspecto disfuncional, que puede ir del cinismo a la destructividad manifiesta. No son felices.
—Pero son poderosos.
—Sí. De ahí nuestro problema. Los asuntos humanos… —Sax hizo una pausa para comerse uno de los bollos que acababan de traer a la mesa; estaba hambriento.— Los asuntos humanos deberían regirse de acuerdo con los principios de los sistemas ecológicos.
Desmond soltó una ruidosa carcajada, y echó mano deprisa de una servilleta para limpiarse la barbilla. Rió tanto que las personas de las mesas contiguas los miraron y Sax se sintió inquieto.
—¡Qué concepto! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez—. ¡Ja, ja, ja! ¡Mi querido Saxifrage! Dirección administrativa científica, ¿eh?
—Bueno, ¿y por qué no? —se obstinó Sax—. Los principios que gobiernan el comportamiento de las especies dominantes en un ecosistema estable son bastante claros, según recuerdo. ¡Apuesto a que un consejo de ecologistas podría elaborar el programa de una sociedad benigna y estable!
—¡Si tú dirigieses el mundo! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez. Apoyó la cara en la mesa y aulló.
—Yo solo no.
—No, estaba bromeando. —Desmond se recompuso.— Ya sabes que Vlad y Marina llevan años trabajando en su eco-economía. Incluso han conseguido que yo la utilice en el intercambio entre las colonias de la resistencia.
—No lo sabía —dijo Sax, sorprendido. Desmond meneó la cabeza.
—Deberías estar más atento, Sax. En el sur llevamos años viviendo según la eco-economía.
—Tengo que estudiar el tema.
—Claro. —Desmond esbozó una amplia sonrisa, casi a punto de echarse a reír.— Tienes mucho que aprender.
Al fin llegaron sus pedidos y Desmond llenó los vasos de zumo de naranja. Hizo tintinear su vaso contra el de Sax y propuso un brindis:
—¡Bienvenido a la revolución!
Desmond partió hacia el sur después de arrancarle a Sax la promesa de que hurtaría lo que pudiese en Biotique para Hiroko.
—Tengo que encontrarme con Nirgal —dijo Desmond. Abrazó a Sax y desapareció.
Pasó un mes, durante el cual Sax meditó en todo lo que había aprendido de Desmond y de los vídeos, revisándolo despacio, cada vez más perturbado. Su sueño era interrumpido por horas de vigilia casi todas las noches.
Entonces, una mañana, después de uno de esos combates agitados e infructuosos de su insomnio, Sax recibió una llamada en su consola de muñeca. Era Phyllis, que estaba en la ciudad por unos asuntos, y quería que se reunieran para cenar.
Sax accedió, sorprendido por el entusiasmo de Stephen. Se encontró con ella esa noche en el Antonio's. Se besaron al estilo europeo, y los instalaron en una de las mesas de la esquina, desde la que se dominaba la ciudad. Cenaron, pero Sax apenas reparó en lo que comía, hablando de cosas intrascendentes, como las últimas noticias de Sheffield y Biotique.
Tras la tarta de queso, se demoraron en el coñac. Sax no tenía prisa por marcharse porque no estaba seguro de los planes de Phyllis; no había dejado traslucir ningún indicio claro, y tampoco parecía tener prisa.
Entonces ella se recostó en la silla y lo miró con aire divertido.
—Eres de verdad tú.
Sax ladeó la cabeza para manifestar que no la comprendía. Phyllis rió.
—En verdad cuesta creerlo. Tú nunca fuiste así en el pasado, Sax Russell. Ni en un millón de años hubiera imaginado que eras un amante tan formidable.
Sax desvió la mirada, incómodo, y miró alrededor.
—Yo habría dicho lo mismo de ti —dijo al fin con la ligereza de Stephen.
Las mesas cercanas estaban vacías, y los camareros los habían dejado solos. El restaurante cerraría dentro de una media hora.
Phyllis volvió a reír, pero su mirada era dura, y de pronto Sax se dio cuenta de que estaba furiosa. Avergonzada, sin duda, por haberse dejado engañar por un hombre que conocía desde hacía ochenta años. Y furiosa por el hecho de que él hubiese decidido engañarla. ¿Y por qué no iba a estarlo? Se trataba de una falta de confianza fundamental, sobre todo de alguien que dormía con uno. La mala fe de su comportamiento en Arena volvía a él como una venganza, y se sentía muy inquieto. ¿Pero qué podía hacer?
Recordó el momento en que ella lo había besado en el ascensor, cuando se había sentido tan perplejo como ahora. Entonces estupefacto porque ella no lo reconocía, y ahora porque lo reconocía. Los hechos mostraban cierta simetría. Y las dos veces había seguido adelante.
—¿No tienes nada más que decir? —preguntó Phyllis. Él extendió las manos.
—¿Qué te hace pensar así?
Ella rió de nuevo, furiosa, y luego lo miró con la boca apretada.
—Es tan fácil verlo ahora —dijo—. Sólo te pusieron una nariz y una barbilla, supongo. Pero los ojos son los mismos, y la forma de la cabeza. Es extraño lo que uno recuerda y lo que uno olvida.
—Eso es cierto.
En realidad, sólo se trataba de los recuerdos. Sax sospechaba que seguían allí, almacenados.