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—La verdad es que no me acuerdo de tu vieja cara —dijo Phyllis—. Para mí siempre fuiste un tipo en un laboratorio con la nariz pegada a una pantalla. Seguramente llevabas una bata blanca, así te veo en mis recuerdos. Una especie de rata de laboratorio gigante. —Ahora sus ojos brillaban.— Pero en algún momento te las apañaste para aprender a imitar el comportamiento humano bastante bien, ¿no es así? Lo suficiente como para engañar a una vieja amiga a la que le gustaba el aspecto que tenías.

—Nosotros no somos viejos amigos.

—No —escupió ella—. Supongo que no lo somos. Tú y tus viejos amigos intentasteis matarme. Y ellos mataron a miles de personas, y destruyeron el planeta casi por completo. Y es evidente que aún siguen ahí fuera, de otro modo tú no estarías aquí. De hecho tienen que estar muy extendidos, porque cuando realicé un análisis de ADN de tu esperma, constabas en los registros oficiales de la AT como Stephen Lindholm. Eso me hizo perder la pista durante un tiempo. Pero hubo algo que me hizo sospechar. Fue cuando caímos en aquella grieta. Eso me recordó algo que había ocurrido en la Antártida. Tú, Tatiana Durova y yo estábamos en Nussbaum Riegel cuando Tatiana tropezó y se torció el tobillo. Se levantó un viento fuerte y tuvieron que salir a buscarnos en helicóptero, y mientras esperábamos tú encontraste un liquen de roca…

Sax sacudió la cabeza, realmente sorprendido.

—No lo recuerdo.

Y no lo recordaba. El año de entrenamiento y evaluación en los valles secos de la Antártida había sido intenso, pero ahora todo ese año era una mancha borrosa para él, y aquel incidente no volvería; era difícil creer que hubiese ocurrido. Ni siquiera podía recordar qué aspecto tenía la pobre Tatiana Durova.

Absorto en esos pensamientos y en el esfuerzo para recuperar sus recuerdos de aquel año, se perdió un poco de lo que Phyllis estaba diciendo, pero luego recuperó el hilo:

—…comprobé otra vez con una de las viejas copias de la memoria de mi IA, y ahí estabas.

—Las unidades de memoria de tu IA deben de estar degradándose —dijo él con aire ausente—. Han descubierto que la radiación cósmica perturba los circuitos si no se los refuerza de cuando en cuando.

Ella ignoró esa débil digresión.

—La cuestión es que todavía vale la pena buscar a gente que es capaz de cambiar los archivos de la Autoridad Transitoria de esa manera. Me temo que no puedo ignorarlo, aunque quisiera.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy segura. Depende de ti. Puedes decirme dónde te escondías, y con quién, y qué más está pasando. Apareciste en Biotique hace apenas un año. ¿Dónde estabas antes de eso?

—En la Tierra.

Ella esbozó una sonrisa torva.

—Si eso es lo que prefieres, me veré obligada a pedir la ayuda de alguno de mis asociados. Hay agentes de seguridad en Kasei Vallis que sabrán cómo refrescarte la memoria.

—Vamos, Phyllis.

—No hablo metafóricamente. No van a sacarte la información a golpes ni nada por el estilo. Es una extracción. Te duermen, estimulan el hipocampo y la amígdala y hacen preguntas. Y la gente simplemente responde.

Sax lo consideró. Los mecanismos de la memoria aún no se entendían demasiado bien, pero sin duda podía aplicarse algo tosco en las zonas que sin duda estaban implicadas. Resonancias magnéticas rápidas, ultrasonidos en puntos específicos, quién sabía qué más. Seguro que era peligroso, pero…

—¿Y bien? —preguntó Phyllis.

Él observó la sonrisa de ella, tan furiosa y triunfante. Una sonrisa burlona. Unos pensamientos pasaron veloces por su cabeza, imágenes sin palabras: Desmond, Hiroko, los chicos de Zigoto gritando: «¿Por qué, Sax, por qué?». Tenía que mantener una expresión impasible para ocultar la aversión que sentía por ella, que de repente lo recorría como una ola. Quizás esa clase de aversión era lo que la gente llamaba odio.

Se aclaró la garganta.

—Supongo que será mejor que te lo cuente a ti.

Ella asintió con un vigoroso movimiento de cabeza, como si ésa fuera la decisión que ella misma hubiera tomado. Miró alrededor: el restaurante estaba vacío, y los camareros bebían grappa sentados a una mesa.

—Vamos —dijo—, vayamos a mi oficina.

Sax asintió y se levantó con dificultad. Se le había dormido la pierna derecha. Cojeó detrás de Phyllis. Dieron las buenas noches a los camareros, ahora en movimiento, y salieron.

Entraron en el ascensor y Phyllis apretó el botón para el subterráneo. La puerta se cerró y empezaron a bajar. En un ascensor otra vez; Sax respiró hondo, y entonces movió la cabeza bruscamente, como si hubiese visto algo anormal en el panel de mandos. Phyllis siguió su mirada y entonces él la golpeó en la mandíbula. Ella se derrumbó contra la pared y se deslizó hasta el suelo, aturdida y jadeante. A Sax le dolían mucho los nudillos de la mano derecha. Apretó el botón para detenerse en el piso dos encima del subterráneo, donde había un largo corredor que cruzaba Hunt Mesa, bordeado de tiendas que a esa hora estarían cerradas. Agarró a Phyllis por las axilas y la levantó, floja y pesada, más alta que él, y cuando la puerta del ascensor se abrió, Sax se preparó para pedir ayuda. Pero no había nadie esperando. Se pasó un brazo de Phyllis alrededor del cuello y la arrastró hasta uno de los pequeños vehículos estacionados junto al ascensor para quien quisiera cruzar la mesa deprisa o fuese cargado. La depositó en el asiento trasero y ella gimió, como si estuviese volviendo en sí. Él se sentó, pisó el acelerador hasta el fondo y el pequeño vehículo zumbó por el corredor. Sax descubrió que estaba sudando y respiraba con dificultad.

Pasó delante de un par de lavabos y frenó. Phyllis rodó por el asiento y cayó al suelo, gimiendo ruidosamente. Pronto recobraría el sentido, si no lo había hecho ya. Bajó del coche y corrió para ver si el aseo de hombres estaba abierto. Lo estaba. Corrió de vuelta y se cargó a Phyllis a la espalda. Avanzó hasta la puerta del aseo, tambaleándose, y allí la dejó caer pesadamente; la cabeza golpeó contra el suelo de hormigón y ella dejó de gemir. Sax abrió la puerta y la arrastró adentro; luego cerró y echó el pestillo.

Se sentó en el suelo del lavabo junto a ella, sin resuello. Phyllis respiraba todavía, y tenía el pulso débil pero regular. Estaba bien, pero más profundamente inconsciente que cuando la había golpeado. Tenía la piel pálida y húmeda y la boca abierta. Sintió lástima de ella, pero recordó que lo había amenazado con entregarlo a los técnicos de seguridad para que le arrancaran sus secretos. Los métodos que empleaban eran avanzados, pero seguía siendo tortura. Y si tenían éxito, conocerían la localización de los refugios en el sur y todo lo demás. Una vez que tuviesen una idea general de todo lo que él sabía, podrían forzarlo a revelar la información específica. Sería imposible resistirse a la combinación de drogas y modificación del comportamiento.

Incluso Phyllis sabía demasiado ahora. El hecho de que él estuviese en posesión de una identidad falsa tan buena implicaba toda una infraestructura que hasta el momento había permanecido oculta. Una vez que conocieran su existencia, probablemente conseguirían ponerla al descubierto. Hiroko, Desmond, Spencer, infiltrado en el sistema de Kasei Vallis, todos quedarían expuestos. Nirgal y Jackie, Peter, Ann… todos. Y todo porque él no había sido lo suficiente listo para evitar a una estúpida y espantosa mujer como Phyllis.

Estudió el aseo de hombres. Tenía dos compartimientos, uno con un retrete y el otro con un lavabo, un espejo y el habitual expendedor muraclass="underline" pastillas de esterilidad, gases recreativos. Los miró mientras recobraba el aliento, pensando deprisa. Mientras los planes daban vueltas en su cabeza, susurró instrucciones a la IA en la consola de muñeca. Desmond le había proporcionado unos programas virales muy destructivos; conectó su consola a la de Phyllis y esperó a que se completara la transferencia. Con suerte le destrozaría todo el sistema: las medidas personales de seguridad no eran nada contra sus virus con base militar, decía Desmond. Pero seguía estando Phyllis. Los gases recreativos del expendedor eran sobre todo óxido nitroso en inhaladores individuales que contenían alrededor de dos o tres metros cúbicos de gas. La habitación tenía, juzgó, unos treinta y cinco, o cuarenta metros cúbicos. La rejilla de ventilación estaba cerca del techo, y sería fácil bloquearla con un trozo del rollo de toalla del lavabo.