Introdujo tarjetas en el expendedor y compró todas las existencias de gases: veinte pequeñas bombonas de bolsillo, con mascarilla incorporada. El óxido nitroso sería un poco más pesado que el aire de Burroughs.
Sacó unas pequeñas tijeras de la caja de herramientas de su muñeca y cortó una tira del rollo continuo de toalla. Se subió al lavabo y tapó la rejilla de ventilación, metiendo la toalla entre las ranuras. Quedaban algunos huecos, pero eran pequeños. Bajó y estudió la puerta. El espacio entre la base y el suelo era de casi un centímetro. Cortó unas cuantas tiras de toalla. Phyllis roncaba. Sax abrió la puerta, arrojó las botellas de gas fuera y salió. Le echó una última mirada a Phyllis, tendida en el suelo, y luego cerró la puerta. Remetió las tiras de toalla bajo la puerta, dejando sólo un pequeño agujero en una esquina. Luego, tras recorrer el vestíbulo con la mirada, se sentó, tomó una botella, apremió la mascarilla flexible sobre el agujero y vertió el contenido de la botella en el aseo de hombres. Repitió la operación veinte veces, y fue metiéndose las botellas vacías en los bolsillos hasta que estuvieron llenos; entonces, con el último trozo de toalla improvisó una especie de saco para meter las restantes. Se puso de pie y corrió con estrépito metálico hasta el coche. Se sentó al volante y apretó el acelerador. El vehículo saltó hacia adelante y Sax recordó el súbito frenazo que había derribado del asiento a Phyllis. Tenía que haberle dolido.
Frenó, bajó de un salto y regresó al aseo, haciendo tintinear las botellas. Abrió la puerta de un tirón, entró conteniendo el aliento, agarró a Phyllis por los tobillos y la arrastró afuera. Todavía respiraba, y tenía una sonrisita tonta en la cara. Sax resistió el impulso de darle una patada y corrió de vuelta al coche.
Condujo hasta el otro lado de Hunt Mesa a toda velocidad y una vez allí tomó el ascensor para el nivel subterráneo. Subió al primer tren que pasó y atravesó la ciudad hasta la Estación Sur. Le temblaban las manos, y los nudillos de la mano derecha se le estaban hinchando y amoratando. Le dolían mucho.
En la estación compró un billete para el sur, pero cuando entregó el billete y su identificación al revisor en el acceso a los andenes, el hombre abrió mucho los ojos, le apuntó con su arma y llamó nerviosamente pidiendo refuerzos. Al parecer Phyllis había recuperado el conocimiento antes de lo previsto por sus cálculos.
QUINTA PARTE
Sin hogar
La biogénesis es en primer lugar psicogénesis. Esta verdad nunca fue tan manifiesta como en Marte, donde la noosfera precedió a la biosfera: los pensamientos envolvieron primero el planeta silencioso desde lejos, poblándolo de piedras, plantas y sueños, hasta el momento en que John pisó la superficie y dijo: «Aquí estamos». Desde ese punto de ignición la fuerza verde se propagó como un reguero de pólvora, hasta que todo el planeta latió de viriditas. Era como si el planeta hubiese echado algo en falta, y al golpe de la mente contra la roca, de noosfera contra litosfera, la ausencia de biosfera hubiere surgido con la asombrosa rapidez de la flor de papel de un mago.
Así percibía las cosas Michel Duval, que observaba con atención apasionada cualquier señal de vida en aquel yermo rojizo. Él se había aferrado a la areofanía de Hiroko con el fervor del hombre que se está ahogando y le echan un cabo. La areofanía le había dado una nueva forma de mirar, y para practicarla había adquirido el hábito de Ann de pasear por el exterior en la hora que precede al crepúsculo. En los parajes cubiertos de sombras largas descubría en las superficies herbosas una belleza conmovedora. En las pequeñas marañas de carrizo o liquen veía una Provenza en miniatura.
Ésa era su tarea, tal como ahora la concebía: el difícil trabajo de reconciliar la antinomia irreconciliable de Provenza y Marte. Sentía que en ese empeño él formaba parte de una larga tradición: en sus estudios había advertido que la historia del pensamiento francés se caracterizaba por los intentos de resolver antinomias extremas. Para Descartes había sido mente y cuerpo, para Sartre, freudismo y marxismo, para Teilhard de Chardin, cristianismo y evolución… La lista era larga, y a Michel le parecía que la particular cualidad de la filosofía francesa, su heroica tensión y su tendencia a ser una larga sucesión de magníficos fracasos, venía de ese repetido intento de unir bajo el mismo yugo términos contrarios. Quizá por eso el pensamiento francés había acogido de buen grado tan a menudo complejos aparatos retóricos tales como el rectángulo semántico, estructuras que tal vez pudieran atrapar esas fuerzas centrífugas en redes suficientemente fuertes como para retenerlas.
El trabajo de Michel era, pues, unir el espíritu verde y la materia roja, descubrir la Provenza en Marte. El liquen crustáceo, por ejemplo, hacia que algunas zonas de la planicie roja pareciesen recubiertas de jade. Y ahora, en las claras tardes color índigo, los antiguos cielos rosados daban un matiz pardo a la hierba, el color del cielo permitía que cada brizna de hierba radiase unos verdes tan puros que las pequeñas praderas parecían reverberar. La intensa presión de los colores en la retina… ¡qué delicia!
Y era sobrecogedor además ver lo deprisa que esta biosfera primitiva había arraigado, floreciendo y extendiéndose. Existía una tendencia inherente hacia la vida, una chispa eléctrica verde entre los polos de roca y mente. Una energía increíble que allí había penetrado hasta el corazón mismo de las cadenas genéticas, había insertado secuencias, creado micros híbridos, los había ayudado a propagarse, había cambiado los entornos para favorecer su crecimiento. El entusiasmo natural de la vida por la vida se manifestaba por doquier: luchaba y a menudo prevalecía. Pero ahora había unas manos que la guiaban, una noosfera que lo bañaba todo desde el principio. La fuerza verde, que saltaba como una chispa en el paisaje con cada roce de las puntas de sus dedos.
En verdad los seres humanos eran milagrosos: creadores conscientes que caminaban sobre ese mundo nuevo como jóvenes dioses en posesión del poder de los químicos. Michel observaba con curiosidad a cuantos encontraba en Marte, preguntándose mientras miraba sus por lo general anodinos exteriores qué clase de nuevo Paracelso o Isaac de Holanda tenia delante, y si acaso convertirían el plomo en oro, harían florecer las rocas…
El americano rescatado por Coyote y Maya no parecía, a primera vista, ni más ni menos notable que cualquiera de las personas que Michel había conocido en Marte; más inquisitivo quizá, más ingenuo: un hombre corpulento que arrastraba los pies y tenía una cara morena y una expresión curiosa. Pero Michel estaba acostumbrado a mirar más allá de la superficie, y a ver el espíritu transformador que se ocultaba en el interior, y en seguida concluyó que tenían a un hombre misterioso en las manos.
Se llamaba Art Randolph, les dijo, y había estado recuperando materiales útiles del cable del ascensor caído.
—¿Carbono? —preguntó Maya.
Pero él no captó o decidió ignorar el tono sarcástico de ella y contestó:
—Sí, pero también… —y entonces soltó toda una lista de minerales brechados exóticos. Maya le echó una mirada feroz, pero el hombre no se dio por enterado. Sólo tenía preguntas. ¿Quiénes eran? ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Adónde lo llevaban? ¿Qué clase de coches eran aquellos?