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¿Eran visibles desde el espacio? ¿Cómo evitaban dejar rastros termales?

¿Por qué necesitaban ser invisibles desde el espacio? ¿Formaban parte, tal vez, de la legendaria colonia oculta? ¿Pertenecían a la resistencia marciana? ¿Quiénes eran?

Nadie se apresuró a responder estas preguntas, y fue Michel quien al fin dijo:

—Somos marcianos. Vivimos en el exterior por nuestra cuenta.

—La resistencia. Increíble. Para serles sincero, yo hubiese jurado que eran ustedes un mito. Esto es estupendo.

Maya puso los ojos en blanco, y cuando el invitado les pidió que lo dejasen en el Mirador de Echus, ella soltó una risa grosera y dijo:

—Pongámonos serios.

—¿Qué quiere decir?

Michel le explicó que puesto que no podían liberarlo sin revelar su presencia, no les quedaba más remedio que retenerlo.

—Oh, yo no le diría nada a nadie. Maya volvió a reír.

—No podemos confiar en un extraño en un asunto tan serio para nosotros —dijo Michel—. Y tal vez usted no pudiese guardar el secreto. Tendría que explicar por qué se alejó tanto del vehículo.

—Podrían llevarme de vuelta a él.

—No podemos demorarnos tanto. No nos hubiésemos acercado de no ser porque vimos que estaba en dificultades.

—Bien, lo agradezco de veras, pero debo decir que esto no se parece mucho a un rescate.

—Es mejor que la alternativa —dijo Maya con acritud.

—Muy cierto. Y lo aprecio de veras. Pero les prometo que no diré una palabra. Por otra parte no es un secreto que ustedes están aquí afuera. La televisión no hace más que hablar de ustedes.

Esta declaración silenció incluso a Maya. Siguieron viaje. Maya mantuvo una breve conversación en un ruso lleno de estática con Coyote, que viajaba en el rover de cabeza con Kasei, Nirgal y Harmakhis. Coyote se mostró inflexible: puesto que le habían salvado la vida, ciertamente podían arreglar la liberación de manera que ellos no corriesen ningún riesgo. Michel le comunicó lo esencial de la conversación al prisionero.

Randolph frunció apenas el ceño, y luego se encogió de hombros. Michel nunca había visto un ajuste tan rápido a un cambio de rumbo: la sangre fría del hombre era impresionante. Michel lo observó con atención, al tiempo que no quitaba ojo a la pantalla de la cámara frontal. Randolph ya estaba preguntando de nuevo, sobre los controles del rover. Sólo hizo una referencia más a su situación después de mirar los controles de la radio y el intercomunicador.

—Espero que me dejarán enviar un mensaje a mi compañía para que sepan que estoy sano y salvo. Trabajaba para Dumpmines, una filial de Praxis. Ustedes y Praxis tienen mucho en común, en serio. Ellos también pueden llegar a actuar muy secretamente. Deberían contactar con ellos por el bien de ustedes, créanme. Seguro que utilizan algunas frecuencias codificadas, ¿no es cierto?

Ni Maya ni Michel respondieron. Y más tarde, cuando Randolph pasó al pequeño retrete del rover, Maya siseó:

—Es obvio que es un espía. Estaba ahí con la intención de que lo recogiésemos.

Ésa era Maya. Michel no trató de discutir con ella; se limitó a encogerse de hombros.

—Desde luego, lo estamos tratando como si lo fuese.

Y entonces el hombre salió y siguió haciéndoles preguntas. ¿Dónde vivían? ¿Qué sentían viviendo todo el tiempo ocultos? Michel empezó a encontrar divertida lo que parecía cada vez más una actuación, o incluso un examen. Randolph se mostraba perfectamente abierto, ingenuo, sociable, su rostro moreno casi parecía el de un simplón. Pero sus ojos los estudiaban con atención, y a cada pregunta no contestada parecía más interesado y más complacido, como si las respuestas de ellos le llegaran por telepatía. Todo humano tenía un gran poder, todo humano en Marte era un alquimista. Y aunque Michel había abandonado la psiquiatría hacía mucho tiempo, aún reconocía el estilo de un maestro. Casi se rió de la urgencia que sentía de confesárselo todo a aquel hombre grande, pesado y enigmático, todavía torpe en la gravedad marciana.

Entonces la radio emitió un pitido, y un mensaje comprimido que no duró más de dos segundos zumbó por los altavoces.

—¿Ven? —dijo Randolph, solícito—, podrían recibir un mensaje de Praxis de esa manera.

Pero cuando la IA terminó de pasar la secuencia descodificadora, ya no hubo más bromas. Habían detenido a Sax en Burroughs.

Al alba todos se reunieron en el rover de Coyote y pasaron el día conferenciando sobre lo que debían hacer. Se sentaron en un apiñado círculo en el compartimiento de estar, con la preocupación marcada en los rostros. Todos excepto el prisionero, sentado entre Nirgal y Maya. Nirgal le había estrechado la mano y lo había recibido como si fuesen viejos amigos, aunque ninguno dijo una palabra. Pero el lenguaje de la amistad no las necesitaba.

Las noticias sobre Sax procedían de Spencer a través de Nadia. Spencer trabajaba en Kasei Vallis, una especie de nueva Koroliov, un complejo de seguridad, muy sofisticado y al mismo tiempo discreto. Habían trasladado a Sax allí, y Spencer se había enterado y se lo había comunicado a Nadia.

—Tenemos que sacarlo de allí —dijo Maya—, y deprisa. Sólo hace dos días que lo tienen.

—¿Sax Russell? —decía Randolph—. Caramba. No puedo creerlo.

¿Quiénes son ustedes? Eh, ¿usted es Maya Toitovna?

Maya lo maldijo en un ruso furibundo. Coyote los ignoraba a todos; no había dicho una palabra desde que llegara el mensaje, absorto en la pantalla de su IA, mirando lo que parecían ser fotografías de un satélite meteorológico.

—Podrían dejarme marchar —dijo Randolph en medio del silencio—. Yo no podría decirles nada que ellos no puedan sacarle a Russell.

—¡Él no les dirá nada! —dijo Kasei fieramente. Randolph agitó una mano.

—Lo asustarán, quizá lo maltraten un poco, lo enchufarán, lo drogarán y estimularán su cerebro en los lugares apropiados… Conseguirán respuesta a todo lo que pregunten. Según tengo entendido, lo han convertido en todo un arte. —Se quedó mirando a Kasei.— Usted también me resulta familiar. En fin, si no pueden sacárselo así, emplearán sin duda métodos más brutales.

—¿Cómo es que sabe todo eso? —preguntó Maya.

—Es de dominio público —dijo Randolph—, y por tanto quizá nada sea cierto, aunque…

—Quiero sacarlo de allí —dijo Coyote.

—Pero entonces sabrán que estamos aquí —dijo Kasei.

—Eso ya lo saben. Lo que no saben es dónde estamos.

—Además —añadió Michel—, es nuestro Sax.

—Hiroko no se opondrá —dijo Coyote.

—¡Si lo hace, dile que se vaya al infierno! —exclamó Maya—. ¡Dile que shikata ga nai!

—Será un placer —dijo Coyote.

Las vertientes occidental y septentrional de la protuberancia de Tharsis estaban muy poco pobladas en comparación con la pendiente oriental, sobre Noctis Labyrinthus. Había unas pocas estaciones areotermales y algunos acuíferos, pero la mayor parte de la región estaba cubierta todo el año por un manto de nieve, neveros y glaciares jóvenes. Los vientos que venían del sur chocaban con los fuertes vientos del noroeste que viraban en el Monte Olimpo, y las ventiscas podían ser violentas. La zona protoglacial se extendía desde los seis o siete mil metros hasta casi la base de los grandes volcanes. No era un buen lugar para construir, tampoco para esconder los rovers furtivos. Cruzaron deprisa las sastrugi y las cordadas de lava que les servían como carretera al norte de la mole de Tharsis Tholus, un volcán que tenía el tamaño del Mauna Loa, aunque bajo la pendiente de Ascraeus parecía un cono de cenizas. La noche siguiente dejaron atrás la nieve y se dirigieron al nordeste a través de Echus Chasma. Pasaron el día ocultos bajo la formidable pared oriental de Echus, sólo unos cuantos kilómetros al norte del viejo cuartel general de Sax en lo alto del acantilado.