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—Eso y sus cuerpos, el de Hiroko, el de Evgenia y el de Rya. —Lo miró por encima del hombro con una sonrisa picara y se echó a reír.— Apuesto a que eso lo recuerdas muy bien.

—Bastante bien.

Era mediodía, pero hacía el sur, sobre la larga garganta de Echus Chasma, el cielo estaba oscureciéndose.

—Quizás el viento esté llegando por fin —dijo Michel.

Las nubes coronaron el Gran Acantilado, una masa turbulenta de altos cumulonimbos, en cuyos vientres oscuros relumbraban los rayos, que caían sobre la cima del acantilado. El aire en el abismo era brumoso, y las tiendas de Kasei Vallis se definían con una nitidez sorprendente en esa bruma, como burbujas de aire transparente sobre los edificios y los árboles curiosamente inmóviles, como pisapapeles de cristal abandonados en el desierto ventoso. Eran poco más de las doce. Tendrían que esperar hasta que cayera la noche aunque llegasen los vientos. Maya se puso de pie y volvió a pasear de un lado a otro, irradiando energía, murmurando para sí en ruso, agachándose para mirar por las ventanas bajas. Las ráfagas embestían el rover, silbando y aullando sobre la roca quebrada al pie de la pequeña mesa a su espalda.

La impaciencia de Maya puso nervioso a Micheclass="underline" era como estar encerrado con un animal salvaje. Se dejó caer pesadamente en uno de los asientos delanteros y contempló las nubes que se desplomaban desde el borde del Acantilado. La gravedad marciana permitía que los cúmulos se elevaran a gran altura en el cielo, y esas inmensas masas blancas en forma de yunque con la formidable pared del acantilado bajo ellas conferían una grandeza surrealista al mundo. Ellos eran como hormigas en ese paisaje, eran el pequeño pueblo rojo.

Sin duda intentarían el rescate esa noche; ya habían tenido que esperar demasiado. En una de sus incesantes vueltas, Maya volvió a detenerse detrás de Michel y empezó a masajearle los músculos entre el cuello y los hombros. Cada apretón envió intensas descargas sensitivas que bajaron por la espalda, los flancos y la cara interna de los muslos de Michel, que se dobló entre las manos de ella y se volvió en el asiento giratorio. La abrazó por la cintura y apoyó el oído contra su esternón. Maya siguió masajeándole los hombros, y él sintió que se le aceleraban el pulso y la respiración. Entonces Maya se inclinó y le besó la coronilla. Se abrazaron más estrechamente, Maya aún masajeándole los hombros. Permanecieron así mucho tiempo.

Después pasaron a la sala de estar e hicieron el amor. Llenos de aprensión como estaban, se entregaron con vehemencia. Sin duda la conversación sobre la Colina Subterránea lo había provocado: Michel recordó sus deseos ilícitos de Maya en esos años y enterró la cara en su cabello de plata, intentando fundirse con ella, alcanzar su interior. Como el animal felino que era, también ella empujó en un vigoroso intento de alcanzar el interior de Michel, y ese esfuerzo los arrebató por completo. Era bueno que estuviesen solos, libres para sumergirse sorprendidos en aquel rapto, para dejarse llevar por aquellas oleadas eléctricas.

Más tarde, Michel estaba tendido sobre Maya, aún dentro de ella, y Maya le tomó el rostro entre las manos y lo miró.

—En la Colina Subterránea yo te amaba —susurró él.

—En la Colina Subterránea —dijo ella despacio—, yo también te amaba. De veras. Nunca hice nada al respecto porque me habría sentido estúpida, ya sabes, después de lo de John y Frank. Pero te amaba. Por eso me sentí tan herida cuando te fuiste. Tú eras mi único amigo. Tú eras el único con el que yo podía hablar con franqueza. El único que me escuchaba de verdad.

Michel negó con la cabeza, recordando.

—No hice un buen trabajo, me parece.

—Quizá no. Pero te preocupabas por mí, ¿no? ¿O era sólo tu trabajo?

—¡Oh no! Yo te amaba, sí. Nunca era sólo trabajo contigo, Maya.

—Adulador —dijo ella, empujándolo—. Tú siempre hacías eso. Tratabas de dar la mejor interpretación a las cosas horribles que yo hacía.

—Soltó una risa breve.

—Sí. Pero no eran tan horribles.

—Lo eran. ¡Y entonces desapareciste!

—Lo abofeteó con suavidad.

—¡Me abandonaste!

—Me marché, nada puede cambiar eso. Tuve que hacerlo.

Maya apretó los labios con amargura, y miró más allá de él, al abismo profundo de los años, deslizándose de nuevo hacia abajo en la curva sinusoide de sus estados de ánimo, hacia algo más profundo y oscuro, Michel la observó con una dulce resignación. Había sido feliz durante mucho tiempo, y esa expresión en la cara de ella le hizo comprender que si se quedaba con Maya cambiaría su felicidad —al menos esa felicidad particular— por ella. Su «optimismo por sistema» se convertiría en un esfuerzo, y tendría una nueva antinomia que reconciliar en su vida, tan irreconciliable como Provenza y Marte, que sería simplemente Maya y Maya.

Yacieron perdidos en sus pensamientos, mirando afuera y sintiendo el balanceo del rover. El viento seguía aumentando y el polvo se derramaba sobre Echus Chasma y luego por Kasei Vallis en un remedo fantasmal de la gran marea que había excavado el canal. Michel se obligó a observar las pantallas.

—Más de doscientos kilómetros por hora.

Maya gruñó. Los vientos eran más rápidos en el pasado, pero con la atmósfera mucho más densa esas velocidades eran engañosas; los vendavales del presente eran mucho más poderosos que los viejos, escandalosos pero inconsistentes.

Era evidente que entrarían esa noche, sólo tenían que esperar la señal de radio de Coyote. Volvieron a tumbarse juntos y esperaron, tensos y relajados a un tiempo, dándose masajes el uno al otro para pasar el tiempo y aliviar la tensión, Michel maravillándose de la gracia felina del cuerpo largo y musculoso de Maya, viejo por la edad, pero en muchos aspectos el mismo de siempre. Tan hermoso como siempre.

Al fin el crepúsculo manchó el aire brumoso y las nubes monumentales en el este, que ahora cubrían la pared del acantilado. Se levantaron y se lavaron con esponjas. Comieron algo, se vistieron y se sentaron en los asientos delanteros, y la tensión creció de nuevo cuando el sol de cuarzo desapareció y el crepúsculo tormentoso se apagó.

En la oscuridad el viento sólo era ruido y un temblor irregular del rover sobre sus rígidos amortiguadores. Durante unos segundos las ráfagas aplastaban el coche, que luchaba por elevarse en los muelles y fracasaba, como un animal tratando de liberarse del fondo de una corriente. Entonces las ráfagas cedían y el rover saltaba hacia arriba.

—¿Crees que podremos caminar con este viento? —preguntó Maya. Michel no contestó. Él había salido con ventiscas fuertes en otras ocasiones, pero en la oscuridad nadie podía afirmar que ésta no fuera peor que aquéllas. El anemómetro del rover registraba ráfagas de doscientos treinta kilómetros por hora, pero estaban al abrigo de una pequeña mesa, y no se podía asegurar que reflejase las velocidades máximas verdaderas.

Comprobaron el medidor de arena y no se sorprendieron al descubrir que se trataba además de una tormenta de arena con todas las de la ley.

—Acerquemos más el rover —propuso Maya—. Llegaremos allí antes, y nos será más fácil encontrar el coche después.

—Buena idea.

Se sentaron al volante y emprendieron la marcha. Fuera del abrigo de la mesa, el viento era feroz. En cierto momento el zarandeo se hizo tan severo que temieron volcar; y si hubiesen tenido el viento de través seguramente habrían volcado. Con el viento detrás, avanzaban a quince kilómetros por hora cuando deberían ir a diez, y el motor zumbaba infeliz mientras frenaba el coche para evitar que fuese aún más rápido.