Cuando la puerta interior se abrió, se libraron de cascos, botas y trajes, y entraron cojeando en el rover, cerrando deprisa la puerta para dejar atrás el polvo. Michel tenía la cara mojada, y cuando se la secó descubrió que era sangre, de color rojo vivo en el compartimiento sobreiluminado. Le había sangrado la nariz. Aunque las luces brillaban todo aparecía apagado en su visión periférica, y la sala estaba extrañamente quieta y silenciosa. Maya tenia un corte feo en el muslo, y la piel que lo rodeaba estaba blanca de escarcha. Spencer parecía exhausto, ileso pero muy agitado. Le quitó el casco de tela a Sax, hablándoles atropelladamente mientras lo hacía.
—¡No pueden arrancarle las sondas a la gente de esa manera, pueden causarles daños! ¡Tenían que haberme esperado, ustedes no tenían ni idea de lo que estaban haciendo!
—Ni siquiera sabíamos si vendrías —dijo Maya—. Te retrasaste.
—¡No mucho! ¡No tenían que dejarse dominar por el pánico!
—¡No nos dominó el pánico!
—¿Entonces por qué lo sacaron de allí con esas prisas? ¿Y por qué mataste a Phyllis?
—¡Ella era una torturadora, una asesina! Spencer meneó la cabeza con violencia.
—Ella era tan prisionera como Sax.
—¡No es cierto!
—Tú no lo sabes. ¡Tú la mataste sólo por lo que parecía! Tú no eres mejor que ellos.
—¡Maldita sea! ¡Ellos son los que nos torturan! ¡Tú no los detuviste y tuvimos que hacerlo nosotros!
Maldiciendo en ruso, Maya fue hasta uno de los asientos delanteros y puso en marcha el rover.
—Envía el mensaje a Coyote —le escupió a Michel.
Michel trató de recordar cómo funcionaba la radio. Su dedo por fin pulsó la tecla que liberaba el mensaje: tenían a Sax. Entonces volvió al sofá donde estaba tendido Sax, respirando superficialmente, en estado de shock. Le habían afeitado algunas zonas del cráneo. También a él le había sangrado la nariz. Spencer se la limpió delicadamente, sacudiendo la cabeza.
—Utilizaron resonancias magnéticas y ultrasonidos localizados —dijo sombrío—. Arrancarle los electrodos de esa manera podría haberlo… —Se interrumpió y volvió a sacudir la cabeza.
Sax tenía el pulso débil e irregular. Michel empezó a quitarle el traje, viendo sus propias manos moverse como estrellas de mar, flotando; actuaban con independencia de su voluntad, era como si trabajase con un teleoperador averiado. Estoy aturdido, pensó. Tengo una conmoción. Sintió náuseas. Spencer y Maya se gritaban furiosamente, y él no podía captar el sentido.
—¡Ella era una bruja!
—¡Si matasen a la gente por ser una bruja, tú nunca habrías salido viva del Ares!
—Basta ya —dijo Michel débilmente—. Los dos.
No comprendía del todo lo que decían, pero sin duda era una pelea, y él sabía que tenía que mediar. Maya estaba incandescente de ira y dolor, llorando y gritando, y Spencer gritaba temblando de pies a cabeza. Y Sax estaba en coma. Tendré que empezar con la psicoterapia otra vez, pensó Michel, y rió. Avanzó como flotando hasta un asiento delantero e intentó comprender los controles, que latían como manchas borrosas bajo el oscuro polvo que volaba al otro lado del parabrisas.
—Conduce —le dijo a Maya con desesperación.
Ella estaba en el asiento contiguo, llorando con rabia, aferrada al volante. Michel le apoyó una mano en el hombro y ella la apartó con violencia; la mano voló como si fuera la de una marioneta, y él estuvo a punto de caerse de la silla.
—Hablaremos más tarde —dijo Michel—. Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que regresar a casa.
—No tenemos casa —gruñó Maya.
SEXTA PARTE
Tariqat
El Gran Hombre procedía de un gran planeta. Era un viajero, como Paul Bunyan, que divisó Marte y se detuvo para visitarlo, y todavía estaba allí cuando Paul Bunyan llegó, y por esa razón se pelearon. El Gran Hombre ganó, como ya saben. Pero luego de la muerte de Paul Bunyan y de Babe, su gran buey azul, ya no tuvo a nadie con quien hablar, y vivir en Marte fue para el Gran Hombre como intentar vivir sobre una pelota de baloncesto. Vagó un tiempo por el planeta, destrozándolo todo, tratando de adecuarlo a su medida, y al fin desistió y se marchó.
Después de eso, las bacterias de Paul Bunyan y su buey Babe abandonaron sus cuerpos y circularon por las aguas cálidas que cubrían la roca madre en las profundidades de la tierra. Se alimentaron de metano y de sulfuro de hidrógeno y soportaron el peso de millones de toneladas de roca, como si habitaran en un planeta de neutrones. Sus cromosomas se alteraron, mutación tras mutación, y a un ritmo de reproducción de diez generaciones por día no se necesitó mucho tiempo para que la vieja criba de la supervivencia del más apto hiciese su selección natural. Pasaron millones de años. Y muy pronto hubo toda una historia evolutiva submarciana, arrastrándose a través de las grietas del regolito y los intersticios entre los granos de arena, subiendo hacia el frío sol desértico. Criaturas de todas las clases, sólo que diminutas. Eso era todo lo que cabía en el reducido espacio subterráneo, y cuando alcanzaron la superficie ciertos patrones ya eran fijos. Lo cierto es que arriba tampoco había nada que estimulase el crecimiento. Así pues, se desarrolló una biosfera chasmoendolítica en la que todo era pequeño. Las ballenas tenían el tamaño de renacuajos de un día, las secoyas eran como el liquen astado, y así todo. Era como si la proporción que duplicaba en Marte el tamaño de las cosas con respecto a sus análogas terranas se hubiese invertido al fin, y con exageración.
Y así su evolución produjo al pequeño pueblo rojo. Ellos son como nosotros, o así nos lo parece cuando los vemos, porque sólo los vemos por el rabillo del ojo. Si se pudiese tener una visión clara de uno de ellos, se descubriría que tiene el aspecto de una salamandra diminuta erguida sobre las patas, de color rojo oscuro, aunque la piel parece tener algo de camaleónica, y por lo general adopta el color de las rocas entre las que se halla. Si uno distinguiese una de estas criaturas con claridad, advertiría que su piel parece liquen coriáceo mezclado con granos de arena, y que los ojos son rubíes. Es fascinante, pero no sé entusiasmen demasiado, porque lo cierto es que nunca tendrán la oportunidad. Es en extremo difícil. Cuando se quedan quietos es imposible verlos. Y no los veríamos nunca si no fuese porque cuando están de buen humor algunos confían tanto en su habilidad para quedarse quietos y desaparecer que saltan en nuestro campo de visión periférica sólo para confundirnos. Pero cuando uno vuelve los ojos para mirar dejan de moverse, y ya nunca vuelves a verlos.
Viven en todas partes, incluyendo nuestras habitaciones. Por lo común hay unos pocos en el polvo de los rincones. ¿Y cuántos pueden presumir de no tener polvo en los rincones? No muchos, creo. Se organiza una buena cuando barremos. Sí, en esos días el pequeño pueblo rojo tiene que correr como alma que lleva el diablo. Es una catástrofe para ellos. Imaginan que somos unos grandullones idiotas que de vez en cuando tenemos arrebatos destructivos.
Sí, es cierto que el primer humano que vio al pequeño pueblo rojo fue John Boone. ¿Qué otra cosa esperaban? Sucedió a las pocas horas de aterrizar. Más adelante aprendió a verlos incluso cuando estaban inmóviles, y empezó a hablar con los que vivían en su habitación, hasta que al fin ellos cedieron y contestaron. Se enseñaron sus respectivas lenguas, y todavía hoy se puede oír al pueblo rojo emplear numerosos booneísmos en el inglés que hablan. Con el tiempo, toda una multitud de ellos viajaba con Boone adonde quiera que fuese. Les gustaba, y John no era una persona demasiado pulcra, así que tenían sus rincones. Sí, había unos centenares en Nicosia la noche que lo asesinaron. Ellos fueron quienes atraparon a los árabes que murieron más tarde esa misma noche: una banda de la gente pequeña fue tras ellos. Espantoso.