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Eran amigos de John Boone y su muerte los entristeció tanto como a los demás. Desde entonces, no ha habido ningún humano que aprendiese su idioma o los llegase a conocer tanto como Boone. Sí, John fue también el primero en contar historias sobre ellos. Mucho de lo que nosotros sabemos proviene de él, a causa de esa relación especial. Sí, se dice que el abuso de omegendorfo provoca la aparición de puntos móviles, borrosos y rojos en la visión periférica del abusador.

De cualquier modo, desde la muerte de John, el pequeño pueblo rojo ha estado viviendo con nosotros sin revelarse, observándonos con sus ojos de rubí y tratando de averiguar cómo somos y por qué actuamos como lo hacemos. Y cómo pueden tratar con nosotros y conseguir lo que quieren, con quiénes pueden hablar y mantener una amistad, seguros de que no los barrerá cada pocos meses ni tampoco arruinará el planeta. Por eso nos observan. Ciudades-caravana enteras llevan al pueblo rojo de un lado a otro con nosotros. Y ellos están preparándose para hablarnos otra vez. Están averiguando con quién podrán hablar. Se preguntan a sí mismos: ¿quiénes entre estos gigantes idiotas saben algo de Ka?

Ése es el nombre que ellos dan a Marte, sí. Lo llaman Ka. A los árabes les encanta, porque el nombre arábigo de Marte es Qahira, y a los japoneses también les gusta, porque ellos lo llaman Kasei. Pero en realidad muchos nombres terranos de Marte contienen el sonido ka; y algunos dialectos de los pequeños rojos lo tienen como m'kah, lo que añade un sonido presente en muchos otros nombres terranos del planeta. Es posible que el pequeño pueblo rojo tuviese un programa espacial en tiempos pasados y viajaran a la Tierra y fuesen nuestros duendes, hadas y gente pequeña en general, y que entonces explicasen a algunos humanos de dónde procedían, y que ellos mismos nos proporcionaran el nombre. Por otra parte, puede ser también que el planeta mismo sugiera el sonido de alguna manera hipnótica que afecta a todos los observadores conscientes, los que están sobre el planeta o los que la contemplan como una estrella roja en el cielo. No sé, quizá sea el color. Ka.

Así pues, los ka nos observan y preguntan: ¿Quién conoce a Ka?

¿Quién dedica tiempo a Ka, y aprende de Ka, y a quién le gusta tocar a Ka y caminar sobre Ka, y quién deja que Ka penetre en él, y deja el polvo de las habitaciones en paz? Ésos son los humanos con los que hablaremos. Muy pronto nos presentaremos, dicen ellos, a aquellos a los que parezca gustarles Ka. Y cuando lo hagamos, será mejor que estén preparados. Porque tenemos un plan. Será tiempo de abandonarlo todo y salir a las calles, a un mundo nuevo. Había llegado la hora de liberar a Ka.

Condujeron hacia el sur en silencio. El coche se sacudía bajo los embates del viento. Pasaban las horas y no tenían noticias de Michel y Maya. Habían acordado emitir unas señales de radio que sonaban como la estática provocada por los rayos, una para éxito y otra para fracaso. Pero la radio sólo siseaba, apenas audible sobre el fragor del viento. Cuanto más tiempo pasaba, más crecía la intranquilidad de Nirgaclass="underline" parecía como si algún desastre se hubiese abatido sobre los compañeros en el muro exterior, y en vista de la situación extrema que habían vivido ellos mismos esa noche —el avance desesperado, arrastrándose a través de la negrura que bramaba, la lluvia de escombros, los disparos frenéticos de los ocupantes de las tiendas rojas—, las expectativas eran sombrías. El plan parecía ahora insensato, y Nirgal dudó del juicio de Coyote, que estudiaba su IA murmurando para sí y frotándose las espinillas doloridas. Claro que los demás habían aprobado el plan, incluido Nirgal, y Maya y Spencer habían ayudado a formularlo junto con los rojos de Mareotis. Y nadie esperaba que el huracán katabático fuese tan severo. Sin embargo, Coyote había sido el líder, sin duda. Y ahora parecía muy angustiado, y también furioso y asustado.

Entonces la radio crepitó como si un par de rayos hubiesen caído cerca, y la descodificación del mensaje llegó de inmediato. Éxito. Habían encontrado a Sax y lo habían sacado de allí.

El estado de ánimo en el coche cambió del pesimismo al júbilo. Gritaron, rieron, se abrazaron; Nirgal y Kasei lloraron de felicidad y alivio, y Art, que había permanecido en el coche durante el ataque, y luego había decidido por cuenta propia salir a recojerlos con el rover en medio del oscuro vendaval, fue palmeando espaldas y gritando: —¡Buen trabajo!

¡Buen trabajo!

Coyote, completamente colocado con calmantes, soltó su risa de loco. La gravedad que pesaba en el pecho de Nirgal desapareció y se sintió liviano. Comprendió que esos contrastes de esfuerzo agotador, miedo, ansiedad y alegría, esos momentos excepcionales en que la sorprendente realidad de la realidad lo golpeaba a uno, se grababan en la memoria para siempre, y ahora lo encendían como una chispa. Y advirtió la misma luz iluminando los rostros de todos sus compañeros, animales salvajes resplandeciendo de exaltación.

Los rojos partieron hacia el norte, a su refugio en Mareotis. Coyote condujo deprisa en dirección sur, para acudir a la cita con Michel y Maya. Se encontraron en un mortecino amanecer chocolate, en lo profundo de Echus Chasma. El grupo de Coyote entró presuroso en el coche de Maya y Michel, dispuesto a seguir con la celebración. Nirgal atravesó a trompicones la antecámara y estrechó la mano de Spencer, un hombre de corta estatura, cara redonda y aspecto cansado, y de manos temblorosas, que estudió a Nirgal con detenimiento.

—Me alegro de conocerte —dijo—. He oído hablar de ti.

—Todo fue como una seda —decía Coyote en esos momentos, levantando un coro de protestas de Kasei, Nirgal y Art. En realidad, habían salvado la vida a duras penas, arrastrándose por la pendiente interior, tratando de sobrevivir al tifón y eludir a la policía presa del pánico dentro de la tienda, buscando el coche mientras Art los buscaba a ellos.

La mirada furiosa de Maya cortó en seco la celebración. En verdad, tan pronto como la alegría inicial pasó fue evidente que las cosas no iban bien en el coche. Habían rescatado a Sax, pero demasiado tarde. Lo habían torturado, les explicó Maya lacónica. Aún no sabían hasta qué punto lo habían dañado, puesto que seguía inconsciente.

Nirgal fue al fondo del compartimiento para ver a Sax. El hombre yacía inconsciente, y su cara destrozada era una imagen terrible. Michel regresó allí también y se sentó, aún mareado por el golpe en la cabeza. Y Maya y Spencer parecían estar peleados por alguna razón; no se hablaban ni se miraban. Era evidente que Maya estaba de un humor pésimo, Nirgal reconocía esa mirada porque la había visto de niño, aunque ésta era mucho peor: la expresión tensa y la boca como una hoz curvada hacia abajo.

—Maté a Phyllis —le dijo a Coyote.

Hubo un silencio. Las manos de Nirgal se pusieron frías. Miró alrededor y advirtió que todos se sentían incómodos. La única mujer entre ellos había matado. Nada de esto era racional, ni siquiera consciente, sino primitivo, instintivo, biológico. Y Maya siguió mirándolos fijamente, desdeñosa por el horror de ellos, por su cobardía, con la extraña hostilidad de un águila.

Coyote se acercó a ella y se puso de puntillas para besarla en la mejilla, y le sostuvo la mirada feroz con firmeza.

—Hiciste bien —dijo él, apoyándole una mano en el brazo—. Salvaste a Sax.

Maya se encogió de hombros con desdén y dijo:

—Volamos la máquina a la que estaba conectado Sax. No sé si con eso logramos destruir todos los archivos. Probablemente no. Ellos tenían a Sax y alguien se lo ha llevado, así que no hay razón para celebrar nada: saldrán detrás de nosotros con todos los medios de que dispongan.