Nirgal se sentó, con la mano sobre el brazo de Sax, mirando el fluido dentro de la máscara que cubría la parte inferior de su cara, saliendo y entrando en remolinos.
—Es como si estuviera otra vez en el tanque ectógeno —dijo Nirgal.
—O en el útero —dijo ella, echándole una mirada curiosa.
—Sí. Renaciendo. Ni siquiera parece el mismo.
—No apartes la mano de él —le aconsejó la mujer, y salió.
Allí sentado, Nirgal trató de sentir cómo respondía Sax, trató de sentir la vitalidad luchando en favor de sus propios procesos, nadando de vuelta al mundo. La temperatura de Sax fluctuaba en alarmantes subidas y bajadas. Llegaron algunos médicos y aplicaron instrumentos sobre la cabeza de Sax, hablando entre ellos en voz baja.
—Hay daños. Anterior, mitad izquierda. Veremos.
La enfermera entró unas noches después, cuando Nirgal estaba allí, y le dijo:
—Sostenle la cabeza, Nirgal. El lado izquierdo, justo encima de la oreja, sí. Ponle la mano ahí, así. Y ahora haz lo que tú haces.
—¿Qué?
—Ya sabes. Envíale calor. —Y salió precipitadamente, como avergonzada o asustada por esa sugerencia.
Nirgal se sentó y se recogió en sí mismo. Localizó su fuego interior y trató de impulsar una parte de él hasta su mano, y a través de ella hasta Sax. Calor, calor, una vacilante corriente de blancura hacia el verde herido… Entonces intentó medir el calor de la cabeza de Sax.
Los días volaban y Nirgal pasaba casi todo el tiempo en el hospital. Una noche regresaba de las cocinas cuando la joven enfermera se acercó corriendo, lo agarró del brazo y le dijo: «Vamos, vamos», y Nirgal se encontró en la habitación, sujetando la cabeza de Sax, respirando agitadamente y con los músculos como alambres. Había tres médicos y varios técnicos. Uno de los médicos intentó apartar a Nirgal, pero la joven lo impidió.
Nirgal sintió que algo se agitaba en el interior de Sax, como si se alejase o regresase, una especie de pasaje. Derramó en Sax toda la viriditas que pudo reunir, aterrado de pronto, invadido por los recuerdos de la clínica de Zigoto, cuando se sentaba junto a Simón. Esa expresión en el rostro de Simón la noche que murió. El líquido de perfluorocarbono entraba y salía como una marea veloz y poco profunda. Nirgal observaba, pensando en Simón. La mano del hombre había perdido su calor, y él no pudo devolvérselo. Sax lo reconocería por sus manos calientes, si es que importaba. Pero era todo lo que él podía hacer. Nirgal se esforzó al límite, empujó como si el mundo entero estuviese congelándose, como si pudiese atraer no sólo a Sax sino también a Simón si empujaba con suficiente fuerza.
—¿Por qué, Sax? —le dijo suavemente al oído—. ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué?
El perfluorocarbono remolineaba, y la habitación excesivamente iluminada zumbó. Los médicos se afanaron sobre las máquinas y el cuerpo de Sax, mirándose unos a otros, mirando a Nirgal. La palabra por qué se transformó en una plegaria. Pasó una hora, y luego pasaron otras, lentas y ansiosas, y Nirgal no hubiese podido decir si era de noche o de día. El precio por nuestro cuerpo, pensó. El precio que pagamos.
Una semana después de su llegada, al caer la noche, bombearon fuera el líquido de los pulmones de Sax y le retiraron el ventilador. Sax jadeó ruidosamente, y luego respiró. Volvía a ser un mamífero que respiraba aire. Le habían arreglado la nariz, aunque ahora tenía una forma distinta, casi tan chata como antes de que le hiciesen la cirugía estética. Los hematomas aún eran espectaculares.
Más o menos una hora después de que le retirasen el ventilador, recobró la conciencia. Parpadeó y parpadeó. Recorrió la habitación con la mirada, y luego clavó los ojos en Nirgal y aferró su mano con fuerza. Pero no habló, y pronto volvió a dormirse.
Nirgal salió a las calles verdes de la pequeña ciudad, dominada por el cono de Tharsis Tholus, que se alzaba en su majestad roja y negra al norte, como un Fuji achaparrado. Echó a correr con el ritmo regular que le era propio, y recorrió el perímetro de la ciudad varias veces para quemar parte de la energía acumulada. Sax y su gran incógnita…
Se alojaban en las habitaciones sobre el café al otro lado de la calle, y allí encontró a Coyote, cojeando incansablemente de una ventana a otra, musitando y tarareando melodías de calipso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nirgal. Coyote agitó las manos.
—Ahora que Sax está estabilizado, tenemos que irnos de aquí. Spencer y tú podéis atender a Sax en el rover mientras viajamos hacia el oeste rodeando el Monte Olimpo.
—De acuerdo —dijo Nirgal—. En cuanto nos digan que Sax puede salir.
Coyote lo miró.
—Dicen que tú lo salvaste. Que lo trajiste de vuelta de la muerte. Nirgal negó con la cabeza, asustado sólo de pensarlo.
—Él nunca estuvo muerto.
—Ya lo imaginaba. Pero eso es lo que andan diciendo. —Coyote lo miró con aire pensativo.— Tendrás que ir con cuidado.
Viajaron de noche, bordeando la pendiente norte de Tharsis. Sax iba tendido en un sofá detrás de los conductores. Unas horas después Coyote dijo:
—Quiero atacar uno de los campamentos mineros de Subarashii en Ceraunius. —Miró a Sax.— ¿Te parece bien?
Sax asintió con un movimiento de cabeza. Sus moretones de mapache eran ahora verdes y púrpuras.
—¿Por qué no puedes hablar? —le preguntó Art.
Sax se encogió de hombros y emitió unos graznidos. Continuaron rodando.
Desde la base de la cara norte de la protuberancia de Tharsis se extienden unos cañones paralelos llamados Ceraunius Fossae. Hay unas cuarenta de estas fracturas, dependiendo de cómo se las cuente: algunas son cañones, mientras que otras son sólo crestas aisladas o grietas profundas, o simples ondulaciones en la llanura. Todas con orientación norte-sur, atraviesan una rica provincia metalogénica, una masa basáltica con intrusiones de diferentes metales. Por esa razón había numerosos campamentos mineros y plataformas móviles de perforación en esos cañones, y ahora, al contemplarlos en los mapas, Coyote se frotó las manos.
—Tu captura me ha hecho un hombre libre, Sax. Ahora ya saben que estamos aquí fuera, y por tanto nada nos impide poner alguna de esas explotaciones fuera de combate, y de paso hacernos con un poco de uranio.
Así, una noche se detuvieron en el extremo sur de Tractus Catena, el cañón más largo y más profundo del grupo. La cabecera ofrecía un aspecto curioso: la planicie relativamente regular era interrumpida por una rampa que nacía del suelo, de unos tres kilómetros de ancho y unos trescientos metros de fondo, que corría hacia el norte en una línea recta perfecta y se perdía en el horizonte.
Durmieron toda la mañana y por la tarde aguardaron inquietos en el compartimiento de estar, estudiando fotografías de satélite y atendiendo a las instrucciones de Coyote.
—¿Es posible que algún minero resulte muerto? —preguntó Art, manoseándose la prominente y rasposa mandíbula.
Coyote se encogió de hombros.
—Puede ocurrir.
Sax meneó la cabeza con vehemencia.
—Ten cuidado con la cabeza —le dijo Nirgal.
—Estoy de acuerdo con Sax —dijo Art—. Quiero decir que aun dejando de lado las consideraciones morales, que no lo hago, sigue siendo una estupidez en la práctica, porque das por supuesto que tus enemigos son más débiles que tú y harán lo que tú quieras si matas a unos cuantos. Pero las personas no funcionan así. Caramba, piensa en el resultado. Bajas a ese cañón y matas a un puñado de gente que sólo está haciendo su trabajo, y más tarde llegan otros y encuentran los cadáveres. Te odiarán eternamente. Incluso sí algún día controlases Marte, ellos seguirán odiándote y harán lo que sea para estropear las cosas. Y eso será lo único que habrás conseguido, porque la transnac reemplazará a esos mineros en un abrir y cerrar de ojos.