Sax emitió un sonido inarticulado.
—¡Eh! —exclamó Coyote.
Sax carraspeó y volvió a intentarlo. Sus labios se cerraron y formaron una pequeña o, y un sonido horrible salió desde el fondo de su garganta:
—P-p-p-p-p. —Miró a Nirgal, gesticulando como si él pudiera comprenderlo.
—¿Por qué? —propuso Nirgal. Sax asintió.
Las mejillas le ardieron a Nirgal, como recorridas por una corriente eléctrica de profundo alivio, y se levantó de un salto y abrazó a Sax.
—¡Entiendes!
—Bien —dijo Art—, es un gesto. Fue idea de Fort, el tipo que fundó Praxis. «Quizá regresen», se supone que dijo a la gente de Praxis en Sheffield. No sé si se ocupó de los detalles.
—Ese Fort es extraño —dijo Coyote, y Sax asintió otra vez.
—Muy cierto —confirmó Art—. Pero me gustaría que lo conociesen. Me recuerda las historias que ustedes cuentan sobre Hiroko.
—¿Sabe él que estamos aquí? —preguntó Spencer.
El corazón de Nirgal dio un vuelco, pero Art no mostró ningún sobresalto.
—No lo sé. Lo sospecha. Él desea que ustedes estén aquí fuera.
—¿Dónde vive? —preguntó Nirgal.
—No lo sé. —Art describió su visita a Fort.— Así que no sé exactamente dónde está. En algún lugar del Pacífico. Pero si pudiese ponerme en contacto con él…
Nadie respondió.
—Bueno, quizá más adelante —dijo Art.
A través del parabrisas bajo, Sax contemplaba la lejana aleta rocosa, la diminuta hilera de ventanas iluminadas de los laboratorios vacíos y silenciosos. Coyote le pellizcó el cuello cariñosamente.
—Te gustaría regresar allí, ¿verdad? Sax graznó alguna cosa.
En la llanura desértica de Amazonis había pocos asentamientos. Eran las tierras marginales, y los viajeros las cruzaron rápidamente, hacía el sur, noche tras noche, durmiendo en la cabina a oscuras durante el día. El problema más grave era encontrar lugares adecuados donde esconderse. En las planicies expuestas y desnudas como Amazonis el coche-roca destacaba como un bloque errático. Por lo general se pegaban a los montículos de deyecciones que rodeaban los pocos cráteres que encontraban. Después de la comida matutina Sax ejercitaba la voz, graznaba palabras incomprensibles, tratando de comunicarse, y fracasaba. Esto alteraba a Nirgal más que a Sax, quien, aunque visiblemente frustrado, no desesperaba. Pero él no había intentado hablar con Simón aquellas últimas semanas.
Coyote y Spencer se daban por satisfechos con estos progresos, y pasaban horas haciendo preguntas a Sax y pasándole tests que sacaban del atril de la IA, tratando de averiguar cuál era el problema.
—Afasia, evidentemente —dijo Spencer—. Me temo que los interrogatorios le hayan provocado una embolia. Y algunas embolias causan la llamada afasia no fluida.
—¿Es que existe alguna afasia fluida? —preguntó Coyote.
—Parece que sí. Se habla de afasia no fluida cuando el sujeto no puede leer ni escribir, y tiene dificultades para hablar o para encontrar las palabras adecuadas, y es muy consciente del problema.
Sax asintió, como confirmando la descripción.
—En la afasia fluida el sujeto habla mucho, pero no es consciente de que lo que está diciendo no tiene ningún sentido.
—Conozco a mucha gente con ese problema —comentó Art. Spencer lo ignoró.
—Tenemos que llevar a Sax con Vlad, Ursula y Michel.
—Eso es lo que estamos haciendo —dijo Coyote, que le apretó el brazo a Sax antes de retirarse a su catre.
La quinta noche después de dejar a los bogdanovistas, se aproximaron al ecuador y a la doble barrera del cable del ascensor caído.
Coyote había franqueado la barrera en esa región otras veces, utilizando un glaciar formado por uno de los acuíferos reventados en 2061, en Mángala Vallis. Durante la revolución, el agua y el hielo habían corrido por el viejo cauce seco unos ciento cincuenta kilómetros, y el glaciar que quedó cuando la avenida de agua se congeló había enterrado las dos vueltas del cable en la longitud 152°. Coyote había encontrado una ruta sobre un tramo inusualmente liso de ese glaciar, que le permitía cruzar las dos vueltas de cable.
Desgraciadamente, cuando se acercaron al Glaciar Mángala —una extensa masa de hielo marrón cubierto de grava que llenaba el fondo de un valle angosto— descubrieron que había cambiado desde la última vez que Coyote había estado allí.
—¿Dónde está la rampa? —repetía Coyote sin cesar—. Pero si estaba ahí mismo.
Sax graznó algo, y luego empezó a mover las manos como si amasara un pastel, sin dejar de mirar el glaciar a través del parabrisas.
Nirgal tuvo dificultades para asimilar la superficie del glaciar: era como estática visual, un montón de manchas de blanco sucio, gris, negro y ocre, revueltas hasta hacer imposible discernir medidas, formas o distancias.
—Quizá no es el mismo sitio —sugirió.
—Pues claro que lo es —dijo Coyote.
—¿Estás seguro?
—Dejé indicadores. Mira, allí hay uno. Esa pista en la morrena lateral. Pero más allá tendría que haber una rampa hasta el hielo liso, y no hay nada más que una muralla de icebergs. Mierda. He usado este camino durante diez años.
—Pues tienes suerte de que te haya durado tanto —dijo Spencer—. Los glaciares marcianos son más lentos que los terranos, pero aun así continúan deslizándose pendiente abajo.
Coyote soltó un gruñido. Sax graznó algo, y luego dio unos golpecitos a la puerta interior de la antecámara. Quería salir al exterior.
—¿Y por qué no? —murmuró Coyote, mirando el mapa en pantalla—. De todas maneras tendremos que pasar el día aquí.
Así que con las primeras luces del alba, Sax vagó entre los detritos arrancados por el paso del glaciar: una pequeña criatura erguida cuyo casco irradiaba luz, como un pez abisal en busca de comida. Sin saber por qué a Nirgal se le encogió el corazón al verlo, y se vistió y salió a acompañarlo.
Avanzó envuelto en el agradable frío de la mañana gris, de roca en roca, siguiendo el curso errático de Sax a través de la morrena. El cono de la linterna de Sax iluminaba uno a uno pequeños mundos misteriosos, las dunas y las erizadas plantas de poca altura que llenaban las grietas y los huecos de las rocas. Todo era gris, pero los grises de las plantas tenían tonos oliva, caqui o marrón, salpicados de puntos claros: flores, sin duda de atractivos colores a la luz del sol, pero ahora de un gris claro luminoso, resplandeciendo entre gruesas hojas carnosas. Por el intercom Nirgal oyó carraspear a Sax, y la pequeña figura señaló una roca. Nirgal se puso en cuclillas para inspeccionarla. En las grietas había algo parecido a unas setas secas, con los sombrerillos apergaminados salpicados de puntos negros y jaspeados por una capa de sal. Sax graznó cuando Nirgal tocó una, pero no pudo decir lo que quería.
Se miraron.
—No pasa nada —dijo Nirgal, atormentado de nuevo por el recuerdo de Simón.
Pasaron a otra isla de vegetación. Las áreas en las que sobrevivían las plantas parecían pequeños porches separados por zonas de roca seca y arena. Sax se detenía unos quince minutos en cada fellfield escarchado, moviéndose con torpeza. Había muchas clases de plantas, y sólo después de visitar varias cañadas empezó Nirgal a advertir que algunas se repetían una y otra vez. Ninguna se parecía a las plantas que él había cultivado en Zigoto, ni tampoco a nada de lo que había en el arborelo de Sabishii. Sólo la plantas de primera generación, líquenes, musgos y hierbas, le eran familiares, como las que cubrían el suelo en las cuencas altas que dominaban Sabishii.
Sax no volvió a intentar hablar, pero la lámpara del casco era como un dedo acusador, y Nirgal a menudo dirigía su lámpara a la misma zona, doblando la iluminación. El cielo se volvió rosado, y pareció que estaban en una zona de sombra, con la luz del sol encima de sus cabezas.