—En fin, hablaremos con el grupo de Salientes. Estoy segura de que están en contacto con los suizos de la superficie.
Al nordeste del volcán Hadriaca Patera visitaron una ciudad había sido fundada por los sufíes. La estructura original estaba escavada en el flanco de la pared del cañón, en una suerte de Mesa Verde de alta tecnología: una delgada línea de edificios unidos en el punto donde el formidable saliente del acantilado empezaba a inclinarse hacia el suelo del cañón. Unas empinadas escaleras en el interior de unos tubos peatonales descendían por la pendiente más baja hasta un pequeño garaje de hormigón, alrededor del cual habían brotado varias tiendas transparentes e invernaderos. Esas tiendas estaban ocupadas por gentes que deseaban estudiar con los sufíes. Algunos venían de los refugios, otros de las ciudades del norte; muchos eran nativos, pero también había un número importante de recién llegados de la Tierra. Juntos esperaban techar todo el cañón empleando los materiales desarrollados para el nuevo cable para soportar una extensión inmensa de material de tienda. Nadia intervino de inmediato en la discusión de los problemas de construcción a los que se enfrentaría un proyecto de esa envergadura, que, como les explicó alegremente, serían muchos y complicados. Irónicamente, la atmósfera cada vez más densa hacía más difíciles los proyectos de cúpulas, porque la presión interior del aire ya no podía sostener las cúpulas como antes; y aunque la fuerza tensora y la resistencia de las nuevas estructuras de carbono eran más que suficientes, parecía imposible hallar los puntos de anclaje para semejantes pesos. Pero los ingenieros locales confiaban en que un material de tienda más ligero y nuevas técnicas de anclaje bastarían, y los muros del cañón, dijeron, eran sólidos. Se encontraban en la cuenca alta de Reull Vallis, y la erosión diferencial había dejado al descubierto un material extremadamente duro. Encontrarían buenos puntos de anclaje en todas partes.
No se había intentado ocultar ninguna de estas actividades de la vigilancia de los satélites. La morada de los sufíes en la mesa circular de Margaritifer, y su principal colonia en el sur, Rumi, estaban igualmente al descubierto. Y sin embargo, nadie los había hostigado y la Autoridad Transitoria no se había comunicado con ellos. Uno de sus líderes, un hombre negro y menudo llamado Dhu el-Nun, deducía de esto que los temores de la resistencia eran exagerados. Nadia discrepó con educación, y cuando Nirgal insistió, intrigado por la cuestión, ella lo miró fijamente.
—Buscan a los Primeros Cien.
El miro pensativamente a los sufíes, que abrían la marcha por las escaleras del tubo peatonal que llevaba hasta lo alto del acantilado. Los viajeros habían llegado mucho antes del alba, y Dhu había convocado a todo el mundo arriba para un desayuno tardío de bienvenida. Siguieron a los sufíes hasta la cima y se sentaron a una larga mesa, en una habitación alargada, una de cuyas paredes era un gran ventanal que miraba al cañón. Los sufíes vestían de blanco, mientras que las gentes de las tiendas del cañón llevaban monos corrientes, muchos de color orín. Todos sirvieron el agua a quien tenían al lado, y charlaron mientras comían.
—Tú estás en tu tariqat —le dijo Dhu el-Nun a Nirgal. El tariqat era el sendero espiritual de cada uno, el camino propio hacia la realidad. Nirgal asintió, sobrecogido por la exactitud de la definición: así era como él sentía su vida—. Tienes que sentirte afortunado —dijo Dhu—. Tienes que prestar atención.
Después del desayuno, compuesto de pan, fresas y yogur, y por último un café espeso, apartaron las mesas y sillas y los sufíes bailaron una sema, o danza giróvaga, girando al compás de la música de un arpista y varios tambores y de los cantos de los habitantes del cañón. Cuando los bailarines pasaban junto a los visitantes, les tocaban brevemente las mejillas con las palmas de las manos, toques tan leves como el roce de un ala. Nirgal miró a Art, esperando verlo tan asombrado como siempre ante los distintos aspectos de la vida marciana, pero en verdad el hombre tenía una sonrisa cómplice, y unía el índice y el pulgar al ritmo de la música y cantaba con los demás. Y cuando la danza concluyó, se adelantó y recitó algo en un idioma extranjero, y los sufíes sonrieron, y cuando terminó aplaudieron ruidosamente.
—Algunos de mis profesores de Teherán eran sufíes —le explicó a Nirgal, Nadia y Jackie—. Formaban parte de lo que se llamó el Renacimiento Persa.
—¿Qué es lo que has recitado? —preguntó Nirgal.
—Un poema en parsi de Jalaluddin Rumi, el maestro de los derviches giróvagos. Nunca aprendí la versión inglesa completa:
»Ah, no recuerdo el resto. Pero algunos de aquellos sufíes eran unos ingenieros geniales.
—Será mejor que los de aquí también lo sean —dijo Nadia, echando una mirada a la gente con la que había estado hablando de techar el cañón.
En cualquier caso, los sufíes se mostraron entusiasmados con la idea de celebrar un congreso de la resistencia. Como señalaron, la suya era una religión sincrética, que había tomado alguno de sus elementos no solo de los varios tipos y nacionalidades de Islam, sino también de las religiones mas viejas de Asia, y también nuevas como la Baha'i. Algo similarmente flexible iba a ser necesario en Marte, dijeron. Mientras tanto su concepto del regalo ya había influido poderosamente en la resistencia, y algunos de sus teóricos trabajaban con Vlad y Marina en los detalles de la eco-economía. Mientras transcurría la mañana y esperaban la tardía salida del sol de invierno, de pie ante el gran ventanal y mirando al este sobre el cañón en sombras, hicieron sugerencias prácticas sobre la reunión.
—Tienen que hablar con los beduinos y los otros árabes lo antes posible —les dijo Dhu—. Ellos no querrán ser los últimos en la lista de los consultados.
Entonces, el cielo oriental se aclaró lentamente, desde el ciruela oscuro al lavanda. El acantilado opuesto era más bajo que el que ocupaban, y tenían una extensa vista hacia el este sobre el altiplano oscuro, limitado por una cadena baja de colinas. Los sufíes señalaron el desfiladero por el que saldría el sol, y algunos empezaron a cantar.
—Hay un grupo de sufíes en Elysium —les explicó Dhu— que están rastreando nuestras raíces en el mitraísmo y el zoroasirismo. Algunos dicen que ahora hay mitraístas en Marte, que veneran al sol, Ahura Mazda. Ellos consideran la soletta arte religioso, como la vidriera de una catedral.
Cuando el cielo fue de un intenso rosa claro, los sufíes se reunieron en torno a los cuatro huéspedes y los empujaron gentilmente hacia el ventanaclass="underline" Nirgal junto a Jackie, Nadia y Art detrás de ellos.
—Hoy vosotros seréis nuestra vidriera —les dijo Dhu con voz queda. Unas manos levantaron el brazo de Nirgal hasta que su mano tocó la de Jackie, y él la tomó. Intercambiaron una mirada fugaz y entonces ambos volvieron la mirada a las colinas en el horizonte. Art y Nadia, también tomados de la mano, apoyaban la mano en los hombros de Nirgal y Jackie. La intensidad del cántico descendió y las vocales líquidas del parsí se alargaban interminablemente. Y entonces el sol quebró el horizonte y el manantial de luz exploto sobre la tierra, derramándose sobre ellos, cegándolos y calándoles los ojos de lágrimas. Debido a la soletta y la atmósfera más densa el sol era mucho más grande que en el pasado, un intervalo de bronce resplandeciendo a través de las distantes capas de inversión horizontales. Jackie oprimió la mano de Nirgal, y siguiendo un impulso él miró atrás. Allí, sobre la pared blanca sus sombras formaban una especie de encaje, negro sobre blanco, y a causa de la intensidad de la luz, el blanco que rodeaba sus sombras era el más brillante, teñido apenas por los colores del arcoiris que los envolvía a todos.