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Jackie condujo el rover hasta la cima de la colina más alta de la región, allí podían ver la fuente de la nube, que no era sino la zona que Nirgal había sospechado: el agujero de transición de Rayleigh era ahora una colina baja, negra excepto por la red de fisuras anaranjadas que la recorría. La nube brotaba de un agujero en esa zona, un humo denso, oscuro y agitado. Una lengua de roca irregular corría colina abajo hacia el sur, en dirección a donde ellos estaban, y luego se desviaba a la derecha.

Mientras estaban allí, sentados en el rover, mirando en silencio un gran pedazo de la colina negra que cubría el agujero de transición, se inclinó y se desgajó, y la roca líquida fluyó velozmente, chisporroteando y lamiendo los peñascos ennegrecidos en oleadas amarillas. El intenso amarillo pronto se volvió naranja, y luego se oscureció aún más.

Después de eso nada se movió salvo la columna de humo. Por encima del zumbido de la ventilación y los motores podían oír un rumor sordo y prolongado, puntuado por unos estampidos que coincidían con súbitos borbotones de humo en el agujero. El coche temblaba ligeramente sobre los amortiguadores.

Siguieron allí mirando, Nirgal, extasiado, Jackie, excitada y hablando sin cesar, y luego callando cuando trozos de roca se desgajaban de la colina, liberando más ríos de roca derretida. Cuando miraron la imagen que reflejaba la pantalla de infrarrojos, la colina tenía un color esmeralda intenso con incandescentes grietas blancas, y la lengua de lava que lamía la llanura era de un verde brillante. Transcurrió casi una hora antes de que la roca naranja se volviera negra a la luz del día, pero en el infrarrojo el esmeralda se convirtió en un verde oscuro en diez minutos. El verde se derramaba sobre el mundo, y el blanco se agitaba en su interior.

Comieron algo, y después, mientras lavaban los platos, Jackie apartaba a Nirgal en sus idas y venidas por la exigua cocina, tan afectuosa como se había mostrado en Nueva Vanuatu, los ojos brillantes, una pequeña sonrisa en los labios. Nirgal conocía esos signos, y la acarició cuando ella pasó por el reducido espacio de los asientos delanteros, feliz por la renovada intimidad, tan rara y preciosa.

—Apuesto a que hace calor fuera —dijo Nirgal.

Y ella volvió la cabeza deprisa y lo miró con los ojos muy abiertos.

Sin más palabras, se pusieron los trajes y entraron en la antecámara, y tomados de la mano esperaron que se despresurizara y se abriera. Salieron del coche y caminaron entre los escombros secos y rojos, rodeando montículos, hondonadas y bloques que les llegaban al pecho. Se dirigían hacia el río de lava. Llevaban una almohadilla aislante cada uno. Podían haber hablado, pero no lo hicieron. El aire los empujaba a rachas, y aun a través de las capas del traje Nirgal lo sentía caliente. La ligera vibración del suelo se transmitía a sus estómagos. Cada pocos segundos se escuchaba un estampido sordo, o un crujido seco. Sin duda era peligroso estar allí. Había una pequeña colina redondeada, muy parecida a aquella sobre la que habían aparcado el rover, desde la que se dominaba la lengua de lava caliente, a corta pero prudente distancia, y sin consultarlo ambos echaron a andar hacia ella, y subieron la pendiente final a grandes trancos, siempre tomados de la mano con fuerza.

Desde la cima de la pequeña colina tenían una excelente vista del río negro y su proteica red de fisuras anaranjadas y llameantes. El ruido era considerable. Parecía claro que cualquier nueva oleada de lava correría por el otro lado de la masa negra, colina abajo. Estaban en un punto elevado en la ribera del curso que corría de izquierda a derecha. Una gran oleada súbita podía sepultarlos, pero parecía improbable, y en cualquier caso no corrían más peligro allí que en el coche.

Todas esas elucubraciones se desvanecieron cuando Jackie le soltó la mano y empezó a quitarse el guante. Nirgal la imitó, y enrolló el tejido elástico hasta dejar la muñeca al descubierto y liberar el pulgar, luego el guante dejó escapar sus dedos. Estaban a 278°, calculó, una temperatura fresca pero no particularmente fría. Y entonces una oleada de aire cálido lo embistió, seguida por una tórrida, quizás a 315° kelvin, que pasó rápidamente, y volvió el estimulante frío al que había expuesto la mano al principio. Mientras se quitaba el otro guante, advirtió que la temperatura cambiaba con cada ráfaga de viento. Jackie ya había abierto la cremallera que unía la chaqueta al casco y la frontal, y cuando Nirgal la miró ella desnudó la parte superior de su cuerpo. El aire le puso la piel de gallina, como las garras de un gato rozando el agua. Se inclinó para quitarse las botas, y el tanque de aire se acomodó en el hueco de su espalda, las costillas marcándosele bajo la piel. Nirgal se acercó a ella y le bajó los pantalones. Jackie se incorporó y lo atrajo hacia sí y lo arrastró hasta el suelo. Se retorcieron entrelazados para colocarse sobre las almohadillas aislantes; el suelo estaba muy frío. Se despojaron del resto de las ropas, y ella se echó de espaldas con el tanque de aire sobre el hombro derecho de el. Nirgal se tendió sobre ella: en el aire gélido el cuerpo de Jackie estaba increíblemente caliente, irradiaba calor como la lava. Ráfagas de calor empujaban a Nirgal desde abajo y desde los lados, el viento caliente y seco y el cuerpo rosado y musculoso de la muchacha, que lo envolvía con fuerza con sus piernas y brazos, sorprendentemente tangible a la luz del sol. Los visores entrechocaron. Los cascos bombeaban aire a un ritmo frenético para compensar el que se perdía por los hombros. Se miraron largamente a los ojos, separados por la doble capa de cristal, lo único que les impedía fundirse en un solo ser. La sensación era tan intensa que parecía peligrosa: chocaron una y otra vez, expresando el deseo de fundirse, pero sabiéndose a salvo. Las pupilas de Jackie tenían un extraño ribete vibrante. Las diminutas ventanas negras eran más profundas que cualquier agujero de transición, una caída hacia el centro del universo. Nirgal tuvo que apartar los ojos. Se incorporó sobre ella y contempló el cuerpo largo y turbador, aunque menos que las profundidades de esos ojos. Los hombros esbeltos, el ombligo ovalado, la femenina longitud de los muslos… Nirgal tuvo que cerrar los ojos. El suelo temblaba debajo, moviéndose con Jackie, y Nirgal creyó hundirse en el planeta, femenino y salvaje. Ambos yacían completamente inmóviles, y sin embargo el mundo los hacía vibrar con un gentil pero intenso rapto sísmico. Roca viva. Los nervios y la piel de Nirgal vibraron y cantaron y él volvió la mirada al magma que fluía y entonces todo se fundió.

Dejaron el volcán Rayleigh y volvieron a viajar bajo la oscuridad del manto de niebla. Dos noches después se aproximaron a Gameto. En el gris oscuro de un mediodía crepuscular especialmente opaco, llegaron hasta el gigantesco saliente de hielo y se metieron debajo de él. De repente, Jackie se inclinó hacia adelante con un grito, desactivó el piloto automático de un manotazo y pisó el freno hasta el fondo.

Nirgal había estado cabeceando, y se aferró al volante, mirando afuera para ver que ocurría.

El acantilado estaba destrozado: una gran avalancha de hielo cubría el lugar que el garaje había ocupado.

—¡Oh! —gritó Jackie—. ¡La han volado! ¡Los han matado a todos! Nirgal se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago; le sorprendió descubrir qué golpe físico podía asestar el miedo. Estaba embotado, y parecía no sentir nada, ni angustia ni desesperación, nada. Alargó la mano y apretó el hombro de Jackie —ella estaba temblando— y miró afuera con ansiedad a través de la densa niebla voladora.