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– Uno-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once-doce-trece-catorce-quince-dieciséis-diecisiete-dieciocho…

Lo dejó, jadeando por falta de aire.

– La primera vez que el médico me pidió que hiciera esto, yo llegaba al veintitrés. Ahora llego al dieciocho.

Cerró los ojos, sacudió la cabeza.

– Tengo el depósito casi vacío.

Me di golpecitos nerviosos en los muslos. Ya era suficiente para una tarde.

– Vuelve a ver a tu viejo profesor -me dijo Morrie cuando le di un abrazo de despedida.

Yo se lo prometí, e intenté no acordarme de la última vez que le había prometido aquello mismo.

Voy a la librería del campus a adquirir los libros de la lista de lecturas de Morrie. Compro unos libros cuya existencia no conocía siquiera, con títulos tales como Juventud: identidad y crisis, Yo y tú, El yo dividido.

Antes de llegar a la universidad yo no sabía que las relaciones humanas pudieran ser objeto de estudio erudito. No me lo creí hasta que conocí a Morrie.

Pero su pasión por los libros es genuina y contagiosa. Empezamos a hablar en serio a veces, después de la clase, cuando el aula se queda vacía. Me hace preguntas acerca de mi vida y después saca citas de Erich Fromm, de Martin Buber, de Erik Erikson. Se remite con frecuencia a las palabras de estos autores, introduciendo sus propios consejos como notas a pie de página, aunque es evidente que él había pensado las mismas cosas por su cuenta. Es en esas ocasiones cuando me doy cuenta de que es, verdaderamente, un profesor, y no un tío. Una tarde me quejo de la confusión propia de mi edad, de la oposición entre lo que se espera de mí y lo que quiero yo mismo.

– ¿Te he hablado de la tensión de los opuestos? -me pregunta.

– ¿La tensión de los opuestos?

– La vida es una serie de tirones hacia atrás y hacia adelante. Quieres hacer una cosa pero estás obligado hacer otra diferente. Algo te hace daño, pero tú sabes que no debería hacértelo. Das por supuestas ciertas cosas, aunque sabes que no deberías dar nada por supuesto.

»Es una tensión de opuestos, como una goma elástica estirada. Y la mayoría de nosotros vive en un punto intermedio.

– Algo parecido a un combate de lucha libre -le digo.

– Un combate de lucha libre -dice, riéndose-. Sí: la vida podría describirse así.

– ¿Qué bando gana, entonces? -le pregunto.

– ¿Que qué bando gana?

Me sonríe, con sus ojos llenos de arrugas, con sí dientes torcidos.

– Gana el amor. El amor gana siempre.

Pasando lista

Algunas semanas más tarde volé a Londres. Iba a cubrir los campeonatos de Wimbledon, el torneo de tenis más importante del mundo, que es, además, uno de los pocos acontecimientos a los que voy donde el público no abuchea nunca y donde no hay ningún borracho en el aparcamiento. En Inglaterra hacía un tiempo caluroso y nublado, y yo recorría a pie todas las mañanas las calles bordeadas de árboles próximas a las pistas de tenis, pasando junto a adolescentes que hacían cola para adquirir las entradas que quedaban y junto a vendedores ambulantes de fresas con nata. Delante de la puerta había un puesto de periódicos donde se vendían media docena de periódicos a todo color de la prensa amarilla británica, donde se veían fotos de mujeres con los pechos desnudos, fotos de la familia real británica tomadas por paparazzi, horóscopos, información deportiva, sorteos y alguna que otra noticia propiamente dicha. El titular más importante del día se escribía en una pizarra pequeña que se apoyaba en el último paquete de periódicos, y solía decir algo así como ¡DIANA RIÑE CON CHARLES!, O GAZZA DICE AL EQUIPO: ¡QUIERO MILLONES!

La gente arrebataba estos periódicos, devoraba sus cotilleos, y yo había hecho siempre lo mismo en mis visitas anteriores a Inglaterra. Pero ahora, por alguna razón, me daba cuenta de que cada vez que leía alguna cosa estúpida o descerebrada pensaba en Morrie. Me lo imaginaba constantemente en aquella casa con el falso plátano y los suelos de madera, contándose el aliento, aprovechando al máximo cada momento con sus seres queridos, mientras yo dedicaba tantas horas a cosas que no significaban absolutamente nada para mí personalmente: las estrellas de cine, las supermodelos, las últimas declaraciones de Lady Di o de Madonna o de John F. Kennedy hijo. Yo envidiaba extrañamente la calidad del tiempo de Morrie, a la vez que lamentaba que cada vez dispusiera de menos. ¿Por qué nos preocupábamos de tantas cosas que nos distraían? En mi país estaba en pleno apogeo el juicio de O. J. Simpson, y había, personas que renunciaban a todas sus horas del almuerzo para poder verlo y dejaban grabando el resto para poder seguir viéndolo por la noche. No conocían a O. J. Simpson. No conocían a nadie que hubiera intervenido en el caso. Pero renunciaban a días y a semanas enteras de sus vidas, enviciados con el drama de otra persona.

Yo recordaba lo que había dicho Morrie durante nuestra visita: «La cultura que tenemos no hace que las personas se sientan contentas de sí mismas. Y uno ha de tener la fuerza suficiente para decir que si la cultura no funciona, no hay que tragársela».

Morrie, fiel a estas palabras suyas, había desarrollado su cultura propia mucho antes de ponerse enfermo. Tertulias, paseos con amigos, bailar con su música en la iglesia de la plaza Harvard. Había puesto en marcha un proyecto llamado Casa Verde, gracias al cual la gente pobre podía disponer de asistencia de salud mental. Leía libros para encontrar ideas nuevas que exponer en sus clases, visitaba y recibía visitas de sus compañeros, seguía en contacto con sus antiguos alumnos, escribía cartas a amigos lejanos. Dedicaba más tiempo a comer y a contemplar la naturaleza y no desperdiciaba el tiempo delante de la televisión viendo comedias o «películas de la semana». Se había creado una crisálida de actividades humanas (conversación, trato, afecto), y ésta llenaba su vida como un cuenco de sopa que rebosa.

Yo también me había desarrollado mi cultura propia: el trabajo. En Inglaterra trabajaba para cuatro o cinco medios de comunicación, haciendo malabarismos como un payaso. Pasaba ocho horas al día ante el ordenador, introduciendo mis artículos para enviarlos a los Estados Unidos. También realizaba trabajos de televisión, recorriendo con un equipo diversas partes de Londres. Además, enviaba por teléfono crónicas para la radio todas las mañanas y todas las tardes. Aquella carga de trabajo no era anormal. A lo largo de los años, yo había tomado al trabajo por compañero y había dejado de lado todo lo demás.

En Wimbledon, yo comía en la pequeña cabina de madera donde trabajaba y no le daba importancia. Un día especialmente loco, una jauría de periodistas había intentado dar caza a Andre Agassi y a su célebre novia, Brooke Shields, y a mí me había tirado al suelo de un empujón un fotógrafo británico que apenas murmuró «perdón» mientras seguía adelante apresuradamente, con sus enormes objetivos fotográficos de metal colgados del cuello. Recordé otra cosa que me había dicho Morrie:

«Son muchas las personas que van por ahí con una vida carente de sentido. Parece que están medio dormidos, aun cuando están ocupados haciendo cosas que les parecen importantes. Esto se debe a que persiguen cosas equivocadas. La manera en que puedes aportar un sentido a tu vida es dedicarte a amar a los demás, dedicarte a la comunidad que te rodea y dedicarte a crear algo que te proporcione un objetivo y un sentido».