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El despacho de Penélope Fitzgerald era una pecera de dos por dos en una sala compartida por varios conservadores adjuntos. Acercó una silla de un despacho próximo en el que no había nadie trabajando e invitó a McCaleb a tomar asiento. El escritorio de Fitzgerald tenía forma de ele, con un ordenador portátil en el lado corto y un espacio de trabajo lleno de cosas a su derecha. Había muchos libros apilados en el escritorio. Detrás de las pilas, McCaleb vio una reproducción en color de un estilo muy similar al del lienzo en el que estaba trabajando Vosskuhler. McCaleb apartó ligeramente los libros y se inclinó para admirar la reproducción. Se trataba de un tríptico con decenas de figuras en los tres paneles. Escenas de libertinaje y tortura.

– ¿Lo conoce? -dijo Fitzgerald.

– Creo que no, pero es de Bosch, ¿no?

– Es su obra maestra. El tríptico se llama El jardín de las delicias. Está en el Prado, en Madrid. Una vez me quedé cuatro horas mirándolo, y no tuve tiempo de asimilarlo todo. ¿Quiere un café o agua o algo, señor McCaleb?

– No gracias. Puede llamarme Terry, si no le molesta.

– Y usted puede llamarme Nep.

McCaleb puso cara de desconcierto.

– Es un apodo infantil.

McCaleb asintió.

– Bueno -dijo ella-, en estos libros tengo todas las obras identificadas de Bosch. ¿Es una investigación importante?

McCaleb asintió.

– Eso creo. Un homicidio.

– ¿Y usted es un asesor?

– Trabajaba en el FBI, aquí en Los Ángeles. La detective de la oficina del sheriff asignada al caso me pidió mi opinión. Y la investigación me ha llevado hasta aquí. A Bosch. Lo siento, pero no puedo exponerle los pormenores del caso y supongo que eso le molestará. Quiero hacer preguntas, pero no puedo contestar ninguna de las que usted me haga.

– Caray. -Sonrió-. Esto suena muy interesante.

– ¿Sabe qué le digo? Si al final esto se resuelve se lo contaré.

– Muy bien.

McCaleb asintió.

– Por lo que ha dicho el doctor Vosskuhler deduzco que no se sabe mucho del hombre que pintó estos cuadros.

Fitzgerald asintió.

– Es cierto que Hieronymus Bosch es considerado un enigma, y probablemente nunca deje de serlo.

McCaleb desdobló sus hojas de notas en la mesa y empezó a escribir mientras la mujer hablaba.

– Tenía una de las imaginaciones menos convencionales de su época. O de cualquier época, en realidad. Su trabajo es extraordinario y casi cinco siglos después de su muerte sigue siendo objeto de estudio y reinterpretación. Sin embargo, la mayoría de los análisis críticos publicados hasta la fecha lo consideran un agorero. Su obra está repleta de los portentos del infierno y los castigos del pecado. Para decirlo de un modo más sucinto, sus pinturas principalmente son variaciones sobre un mismo tema: que la locura de la humanidad nos conduce a todos al infierno, nuestro destino final.

McCaleb escribía deprisa, tratando de no perderse nada. Lamentó no haberse traído una grabadora.

– Un tipo simpático, ¿no cree? -dijo Fitzgerald.

– Eso parece. -McCaleb señaló la reproducción del tríptico-. Sería divertido un sábado por la noche.

Fitzgerald sonrió.

– Eso es exactamente lo que pensé yo cuando estuve en el Prado.

– ¿Alguna buena cualidad? ¿Adoptaba huérfanos, era bueno con los perros, cambiaba los neumáticos a las viejecitas…?

– Tiene que recordar su lugar y su tiempo para comprender lo que pretendía con su arte. Aunque su obra está salpicada de escenas violentas y representaciones de tortura y angustia, este tipo de cosas no eran extrañas en su tiempo. Vivió en una época violenta y su obra lo refleja con claridad. Los lienzos también reflejan la creencia medieval en la existencia omnipresente de los demonios. El mal acecha en todos sus cuadros.

– ¿La lechuza?

Ella miró a McCaleb con cara de no entender.

– Sí, las lechuzas y los búhos eran símbolos que utilizaba. Creía que me había dicho que desconocía la obra de Bosch.

– Y la desconozco. Lo que me trajo hasta aquí fue una lechuza. Pero no debería haber mencionado ese detalle, ni tampoco tendría que haberla interrumpido. Continúe, por favor.

– Sólo iba a añadir que es algo revelador si tenemos en cuenta que Bosch era contemporáneo de Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. En cambio, si uno mira sus obras una junto a otra tendría que pensar que Bosch (con todos sus símbolos y la fatalidad medievales) vivió un siglo antes.

– Pero no es así.

Ella negó con la cabeza como si sintiera pena por Bosch.

– Él y Leonardo da Vinci se llevaban un año o dos. Hacia el final del siglo XV, Da Vinci estaba creando obras llenas de esperanza, celebración de los valores humanos y espiritualidad, mientras que Bosch sólo pensaba en oscuridad y condena eterna.

– Eso la entristece, ¿no?

Fitzgerald se apoyó en el libro de encima de la pila, pero no lo abrió. Sólo llevaba una etiqueta en el lomo que ponía «Bosch» y no tenía ninguna ilustración en la encuadernación de piel.

– No puedo evitar pensar en qué habría pasado si Bosch hubiera trabajado codo con codo con Leonardo o Miguel Ángel, qué habría ocurrido si hubiera usado su capacidad e imaginación en la celebración del mundo y no en su condena. -Bajó la mirada al libro y luego volvió a fijarla en McCaleb-. Pero ésa es la belleza del arte y por eso lo estudiamos y lo admiramos. Cada pintura es una ventana al alma y la imaginación del artista. No importa lo oscura y perturbadora que sea, su visión es lo que lo separa de los demás y lo que hace que sus pinturas sean únicas. Lo que me ocurre a mí con las obras de Bosch es que me arrastran hasta el alma del artista y puedo sentir su tormento.

McCaleb asintió y ella desvió la mirada y abrió el libro.

Descubrir el mundo de Hieronymus Bosch fue para McCaleb tan asombroso como inquietante. Los paisajes de sufrimiento que se desdoblaban en las páginas que Penélope Fitzgerald iba pasando no eran muy distintas de algunas de las escenas del crimen más terribles que él había presenciado, con la diferencia de que en aquellas pinturas los protagonistas aún estaban vivos y sufriendo. El rechinar de los dientes y la carne desgarrada eran algo activo y real. Los lienzos del artista estaban llenos de condenados, seres humanos atormentados a causa de sus pecados por demonios visibles y criaturas que cobraban imagen de la mano de una imaginación horrible.

Al principio, McCaleb examinó en silencio las reproducciones en color de las pinturas, asimilándolo todo del mismo modo que cuando observaba por vez primera la fotografía de la escena de un crimen. Pero luego pasaron una página y él vio un cuadro que mostraba a tres personas reunidas en torno a un hombre sentado. Uno de los que estaban de pie utilizaba lo que parecía un escalpelo primitivo para abrir una herida en la coronilla del hombre sentado. La imagen estaba encerrada en un círculo y había palabras escritas por encima y por debajo del círculo.

– ¿Cómo se llama éste?

– Se llama La extracción de la piedra de la locura -dijo Fitzgerald-. En la época existía la creencia común de que la estupidez y la demencia se podían curar sacando una piedra de la cabeza de aquel que sufría el mal.

McCaleb se acercó al hombro de ella y miró la pintura desde más cerca, en concreto a la localización exacta de la incisión quirúrgica. Estaba en el mismo sitio que la herida de la cabeza de Edward Gunn.

– Muy bien, puede continuar.

Las lechuzas estaban por todas partes. Fitzgerald no tenía que señalárselas en la mayoría de ocasiones, pues sus posiciones eran muy obvias. Sí que explicó parte de su simbología. En muchos de los cuadros, la lechuza estaba representada encima de un árbol, encima de una rama gris y sin hojas: la muerte.