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– ¿Tú crees que a lo mejor mezclé demasiado alcohol y pastillas, Twilley? ¿ Es eso? ¿ Crees que me fui de la lengua en el bar?

– Yo no creo eso. Sólo estaba preguntando, ¿vale? No hace falta que te pongas a la defensiva. Sólo estoy tratando de averiguar cómo ese periodista sabe lo que sabe.

– Bueno, averígualo sin mí.

McCaleb apartó la silla para levantarse.

– Probad el lechón asado -dijo-. Es el mejor de la ciudad.

Cuando empezaba a ponerse en pie, Twilley se estiró y le sujetó por el brazo.

– Vamos, Terry, hablemos de esto -dijo.

– Terry, por favor -dijo Winston.

McCaleb se soltó y se levantó. Miró a Winston.

– Buena suerte con estos muchachos, Jaye. Probablemente la necesitarás.

Luego miró a Friedman y a Twilley.

– Y a vosotros que os den por culo.

Se abrió paso a través de la gente que esperaba y salió a la calle. Nadie lo siguió.

Se sentó en el Cherokee aparcado en Sunset y observó el restaurante mientras trataba de deshacerse de la rabia. En cierto modo, McCaleb sabía que Winston y su capitán habían tomado las medidas apropiadas, pero no le gustaba en absoluto que lo echaran de un caso que era suyo. Un caso era como un coche. Puedes conducirlo o te pueden llevan O te pueden dejar en la cuneta e irse a toda marcha. McCaleb acababa de pasar de tener las manos en el volante a hacer autostop desde el arcén. Y eso dolía.

Empezó a pensar en Buddy Lockridge y en cómo iba a manejar la situación con él. Si confirmaba que había sido Buddy el que había hablado con McEvoy después de escuchar su conversación con Winston en el barco, iba a cortar todos los lazos que le unían a él. Socio o no, no iba a poder volver a trabajar con Buddy.

Se dio cuenta de que Buddy tenía el número de su móvil y podía haber sido quien se lo había dado a McEvoy. Sacó el teléfono y llamó a. su casa. Contestó Graciela, porque el viernes era un día que trabajaba media jornada en la escuela.

– Graciela, ¿le has dado el número de mi móvil a alguien últimamente?

– Sí, a un periodista que me dijo que te conocía y que tenía que hablar contigo urgentemente. Jack algo, ¿por qué, pasa algo?

– No, no pasa nada. Sólo lo estaba comprobando.

– ¿Estás seguro?

McCaleb oyó que tenía una llamada en espera. Miró el reloj. Era la una menos diez. Se suponía que McEvoy no tenía que llamar hasta después de la una.

– Sí, estoy seguro -le dijo a Graciela-. Mira, tengo otra llamada. Llegaré al anochecer. Nos vernos entonces.

Cambió a la otra llamada. Era McEvoy, quien le explicó que estaba en el juicio y tenía que volver a la una si no quería perder su valioso sitio. No podía esperar una hora entera para volverle a llamar.

– ¿Podemos hablar ahora? -preguntó.

– ¿Qué quiere?

– Necesito hablar con usted.

– Eso ya me lo ha dicho. ¿De qué?

– De Harry Bosch. Estoy trabajando en un artículo sobre…

– No sé nada del caso Storey. Sólo lo que sale por la tele.

– No es por eso, es por el caso de Edward Gunn.

McCaleb no respondió. Sabía que eso era un error. Bailar con un periodista sobre algo así sólo podía traerle problemas. McEvoy llenó el silencio.

– ¿Por eso quería hablar con Harry Bosch el otro día cuando lo vi? ¿Está trabajando en el caso Gunn?

– Escúcheme, puedo decirle sinceramente que no estoy trabajando en el caso de Edward Gunn, ¿de acuerdo?

Bien, pensó McCaleb, de momento no había mentido.

– ¿Estaba trabajando en el caso para el departamento del sheriff?

– ¿Puedo preguntarle algo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién le dijo que estaba trabajando en el caso?

– No puedo contestarle eso. Tengo que proteger mis fuentes. Si quiere darme información, también protegeré su identidad. Pero si descubro mis fuentes estoy perdido en este negocio.

– Bueno, le diré algo, Jack. No voy a hablar con usted a no ser que usted hable conmigo, ¿me entiende? Es una calle de doble sentido. Si quiere decirme quién le ha dicho eso sobre mí hablaré con usted. De otro modo, no tenemos nada que decirnos.

Él esperó. McEvoy no dijo nada.

– Lo suponía.

Colgó el teléfono. Tanto si McEvoy había mencionado su nombre al capitán Hitchens como si no, estaba claro que estaba conectado a una línea de información fiable. Y de nuevo McCaleb lo redujo a una única persona además de él y Jaye Winston.

– ¡Mierda! -dijo en voz alta en el coche.

Poco después de la una vio que Jaye Winston salía de El Cochinito. McCaleb estaba esperando la oportunidad de arrinconarla y hablar con ella a solas, quizá incluso hablarle de Lockridge, pero Twilley y Friedman la siguieron y los tres se metieron en el mismo coche. Un vehículo del FBI.

McCaleb vio cómo se internaban en el tráfico en dirección al centro. El bajó del Cherokee y volvió a entrar en el restaurante. Estaba muerto de hambre. No había mesas disponibles, así que decidió llevarse algo y comerlo en el Cherokee.

La anciana que tomó el pedido levantó la cabeza y ío miró con unos tristes ojos castaños. Le dijo que había sido una semana de mucho trabajo y que acababa de terminarse el lechón asado.

27

John Reason sorprendió a los espectadores, el jurado y probablemente a la mayoría de los medios de comunicación cuando se reservó su interrogatorio de Bosch hasta que empezara el turno de la defensa, pero eso ya lo había previsto el equipo de la acusación. Si la estrategia de la defensa era matar al mensajero, el mensajero era Bosch y la mejor forma de derribarlo era durante la presentación del caso de la defensa. De ese modo, el ataque de Fowkkes a Bosch podría ser parte de un ataque orquestado contra toda la acusación a David Storey.

Después de la pausa del mediodía, durante la cual Bosch y los fiscales fueron implacablemente perseguidos por los periodistas con preguntas acerca del testimonio del detective, la acusación empezó a avanzar con rapidez gracias a la inercia obtenida en la sesión de la mañana. Kretzler y Langwiser se turnaron en el examen de una serie de testigos que permanecieron muy poco en la tribuna.

La primera fue Teresa Corazón, jefa de la oficina del forense. A preguntas de Kretzler, declaró acerca de sus descubrimientos durante la autopsia y fijó la hora de la muerte de Jody Krementz entre la medianoche y las dos de la mañana del viernes, 13 de octubre. También corroboro con su testimonio la rareza de las muertes por asfixia autoerótica en las que la víctima era una mujer.

Una vez más, Fowkkes se reservó el derecho a interrogar a la testigo durante la fase de la defensa del juicio. Corazón bajó de la tribuna antes de transcurrida media hora.

Finalizado su testimonio -al menos durante la fase de Ja acusación-, ya no era vital para Bosch permanecer en la sala durante todo el transcurso del juicio. Mientras Langwiser llamaba al siguiente testigo -un técnico de laboratorio que identificaría los pelos hallados en el cadáver de la víctima como pertenecientes a Storey-, Bosch acompañó a Corazón a su coche. Ambos habían sido amantes muchos años antes, en lo que la cultura actual llamaría relaciones casuales. Pero aunque no había nada de amor, tampoco había nada de casual, al menos para Bosch. Según su opinión se trataba de dos personas que observaban a la muerte cada día y la ahuyentaban con el acto último de afirmación de la vida.

Corazón había roto la relación cuando la ascendieron a jefa de la oficina del forense. Desde entonces su contacto había sido estrictamente profesional, aunque el nuevo puesto de Corazón reducía el tiempo que pasaba en la sala de autopsias y Bosch no la veía con demasiada frecuencia. El caso de Jody Krementz era diferente. Corazón se había dado cuenta por instinto de que podría ser un caso que atrajera a los medios de comunicación y se había hecho cargo de la autopsia personalmente. Le había valido la pena. Su testimonio se vería en todo el país, e incluso en todo el mundo. Corazón era atractiva, lista, capacitada y concienzuda. Esa media hora en la tribuna sería como un anuncio de media hora para ofrecerse para empleos lucrativos como forense independiente o comentarista. En el tiempo que habían pasado juntos, Bosch había aprendido que Teresa Corazón siempre tenía la vista puesta en el siguiente paso.