Era un bar antiguo donde se reunían los intelectuales: algunos, auténticas joyas pensantes; otros, pobres opinólogos de plástico. Los primeros solían ser más sobrios, hablaban solamente cuando tenían algo que decir y si sabían de qué estaban hablando. Los segundos sabían de todo y de nada; de todo tenían criterio formado aunque hiciera medio minuto que se habían enterado del asunto en cuestión; se apoyaban en citas eruditas, las más de las veces a sabiendas de que nadie conocería al filósofo de marras, sólo para ver la expresión de disimulada ignorancia en el rostro de los demás. Hacían gala de su precaria sabiduría con una ostentación de lo más ordinaria, levantando la voz o apenas esperando que el interlocutor pusiera una coma en su discurso para descolgarse con la propia teoría de los hechos. En suma, habían encontrado un gueto de marginados donde se reunían cada semana para suplicar que alguien escuchara lo que nadie más quería escuchar en el mundo de afuera; ese otro gueto en el que otros habían labrado su pequeña chacrita que defendían con los codos, si era necesario, y desde la que miraban recelosos a sus pares, a los que no tenían más remedio que tolerar, pero seguros de que cualquiera se cortaría una mano antes de tendérsela a un emergente que algún día pudiera hacerles la mínima sombra. Un sistema que fallaba en la solidaridad imprescindible para cualquier crecimiento, envuelto en un aura de elitismo que los colocaba por encima de todos, erigidos en cerebros universales; esos mundillos intelectualoides estaban, como todo lo humano, viciados por las bajas pasiones aunque tuvieran la soberbia adicional de creerse a salvo de ellas.
No estaba en sus planes ir al bar ese martes, pero Víctor sabía ser pesado si quería. Se burló cuando Tadeo le dijo que pensaba suicidarse. Se lo dijo con una serenidad tibetana; quizá por eso no lo tomó en serio. Tadeo trató de sonar convincente, incluso le explicó las razones, sobre todo que se sentía solo.
– ¡Solo, las pelotas! -gritó-. Esta tarde nos vemos.
– No voy a ir, Víctor, ¿no oíste lo que te dije?
– Dejate de pavadas. Vos no te vas a suicidar.
– Te digo que sí, ya está todo arreglado. Quería avisarte, para que después no te quedara eso de que no te dije nada. Sos tan rencoroso que en una de ésas te ofendés y no vas a mi entierro -trató de bromear, aunque en el fondo, la cuestión lo preocupaba.
– Mirá, Tadeo, el que avisa mucho que se va a matar, no se mata. Querés llamar la atención, nada más.
Hubiera querido explicarle que estaba cometiendo una equivocación dramática, que hablaba en serio, como seguramente hablan en serio todos los que amenazan y, tantas veces, esas voces se diluyen en un limbo de indiferencia. Hubiera querido contarle cómo se sentía, pero Víctor había caído en el vicio de siempre y ya no lo escuchaba.
– Mi prima no sólo lo dice todo el tiempo, sino que lo intentó varias veces. ¡Varias, Tadeo! ¿Entendés? Si se quiere matar, lo hace y chau. Así, lo único que logra es que nadie le crea.
– ¿Te acordás del pastor mentiroso?
– Te repito: el que quiere se mata. Pero, claro, hay que tener muchos huevos.
– No, Víctor, no entendés, nada. No tiene que ver con ser valiente.
– ¡Entonces serán unos cobardes!
– Tampoco, Víctor, tampoco es eso.
– Lo que sea, vos venís al bar esta tarde, te tomás un vermucito y hablamos. ¿Sabes qué te falta? Una mujer, eso te falta. Desde lo de Laura estás hecho un trapo.
– Ya te dije que estoy solo y vos no me querés entender.
– Pero si es lo que estoy diciendo. Estás solo; te hace falta una mujer.
Claro que extrañaba a Laura, pero su soledad era mucho más que aquella ausencia; era una soledad cósmica, la sensación de ser un punto ocioso colgado en la negrura del universo.
– Te paso a buscar a las seis y media.
– ¡No voy! Ya te dije que no voy.
– Seis y media. Estate pronto, no me hagas esperar -y colgó.
Tadeo pensó que estaba bien plantado en su decisión de no ir, pero con la misma avidez con la que había atendido la llamada de Jano esa mañana, a las seis y media estaba esperando que Víctor pasara a buscarlo.
La puerta de calle estaba siempre cerrada para preservar el clima interior del bar como si fuera a escaparse la frescura del aire acondicionado. Pero allí no había aire, sino humo y los vahos del alcohol y el perfume del café y el aliento lúgubre de la melancolía. No tenía nada de particular, salvo que era el lugar de moda donde la intelectualidad debía reunirse, un poco para decir que lo hacía, otro poco para pertenecer, echar raíces en un suelo, saber que alguien extrañaría la falta si algún día lo arrebataba la muerte.
Víctor entró con Tadeo casi a rastras y enseguida vieron a Moura en la mesita de siempre, contra la pared junto al retrato desvaído del Polaco Goyeneche. Moura era médico, pero había sido destituido durante la dictadura y nunca volvió a ejercer. Había llegado allí de la mano de Lubak, que era su socio en un quiosco de revistas y también poeta con un libro publicado. Por algún motivo que nadie preguntó, se llamaban por el apellido y se habían acostumbrado tanto a eso que sonaba raro cuando un extraño se acercaba y los saludaba por su nombre.
– ¿Qué cuentan?
– ¿Qué hacés? -respondió Víctor, con su estilo de devolver pregunta con pregunta, un hábito que a Moura lo sacaba de quicio.
Tadeo se sentó en la silla que habitualmente ocupaba y no supo qué responder cuando Ramiro, el único mozo, le dijo si le traía su vermucito con limón. Parecía uno de los cuatro idiotas de Quiroga. Víctor asintió por él y añadió una mueca para decirle que el horno no estaba para bollos, o sea, que podía traerle lo que se le diera la reverenda gana porque todo le daba igual. A esa altura, Tadeo empezaba a preguntarse qué hacía allí, por qué no estaba en su casa terminando de ordenar sus cosas, qué necesidad tenía de desperdiciar sus últimas horas con esa manga de fracasados. Y se dio cuenta de que sólo ahí podía estar, que ningún otro sitio le cabía mejor, aunque ni siquiera ellos lo entendieran.
– Che, ¿y Lubak? -cortó Víctor por decir algo.
– Tenía un asunto, no sé… -sonrió Moura.
– Pero, ¿viene?
– Y yo qué sé. Sí, viene, supongo que viene. Viste cómo son estas cosas.
– ¿Qué tal?
– ¿Qué tal, qué?
– La mina, digo, ¿qué tal?
– Bien, bah, más o menos.
– ¿Y la mujer?
– ¿La mujer, qué?
– Si sabe.
– ¡Qué va a saber! Esa no ve más allá de la escoba.
– Yo no me confiaría.
– Y si sabe da igual. ¿Vos te pensás que a esta altura lo va patear por un polvo.
Tadeo pensó en Laura y su recuerdo se le hizo presencia por encima de aquella conversación vulgar de la que, en otras circunstancias, hubiera formado parte para abonarla con su teoría. Por un instante no estuvo en el bar, sino en la casa que habían compartido, en el momento justo de levantar una persiana y descubrir, como tantas veces, una maderita en el alféizar de la ventana. Una maderita en el alféizar de la ventana es también un signo. Y esa maderita estropeada por la lluvia, esa insignificante maderita que Tadeo encontró al levantar una persiana, era el signo de que vivía atado a los recuerdos. Extrañaba a Laura. No estaba seguro de haberla querido, pero sí de extrañarla. Extrañar es más profundo que querer; no implica posesión sino complemento. Es como sentirse “fuera de”, extraño, extraditado, extracto, extravagante, extranjero, “más allá de algo”. Lo opuesto a entrañar, que es un viaje hacia el interior, unirse a alguien en la intimidad. Tadeo extrañaba a Laura, se sentía raro sin ella, lo descolocaba su ausencia; su no estar lo sacaba de sí, lo desterraba a un lugar por el que iba perdido como un mendigo a tientas. Laura había sido su mujer. No podía decir si fue también el amor de su vida; ni siquiera si habían sido felices. Pero su presencia lo reafirmaba, y una parte de él quedó extraviada desde que ella se fue.