La noche anterior había ido a una fiesta. Un despropósito de fiesta de principio a fin, empezando porque era lunes. Pero la verdad era que Tadeo no tenía que madrugar al otro día, ni al otro, ni al otro. Hacía tiempo que no madrugaba. Más allá de las cabalgatas infernales a las que el insomnio lo sometía, no tenía obligaciones que lo hicieran levantar de la cama; y, muchas veces, tampoco ganas. Como tampoco tenía ganas de ir a la fiesta, pero terminó bailando como un chamán poseído, diciendo estupideces a cuanta mujer se le cruzaba y haciendo el ridículo. Fumó cualquier cosa, se desabotonó la camisa, contó los chistes que no sabía contar y terminó en el baño, abrazado a un desconocido que le enjuagaba la cara y se apoyaba en él para que la borrachera no los desplomara a los dos.
Regresaron al salón abrazados y discutieron con el mozo que no quería servirles más alcohol. Habrían llegado a los golpes si la dueña de casa no se hubiese acercado para invitarlos a compartir unos sillones blancos, un poco enanos, donde ella y unas amigas estaban recostadas a la luz de unos velones claros que proyectaban una sombra fantasmal sobre la piel. En el sillón de enfrente, su compañero ocasional se había entregado a dos castañas cuarentonas. Tadeo se dejó tocar, lamer, sintió su mano guiada hacia el abismo de un escote y oyó sus risas y cómo se alentaban unas a otras mientras una excitación creciente lo iba ganando. Unos dedos salidos de la nada completaron el trabajo casi con dulzura; eyaculó en los pantalones como el alivio de una larga náusea.
Volvió a la casa cerca de las tres, sobrio a fuerza de tanto chicotazo de agua fría y de un café repugnante que alguien lo obligó a tomar. Se desnudó, pateó lejos los zapatos y sintió un ligero placer de andar descalzo, pero no tuvo fuerzas para más y se aplastó en la cama con los primeros aguijonazos de la sensatez clavándose en las sienes. No estaba seguro de lo que había hecho en la fiesta, pero tenía la conciencia velada de algún papelón y empezó a repasar las caras, con terror de que hubiera algún conocido de César que pudiera retocar la sostenida vergüenza que su hijo sentía por él. Y desde ese entonces, no hizo más que entreverarse en el revoltijo de sábanas sudadas, girar a un lado y al otro con el desasosiego del tic tac del reloj que latía desde la mesa de luz, y una sed descomunal en la garganta como una tormenta de arena.
Estaba aturdido; el cuarto era un remolino en torno a su cabeza y el piso se movía hacia abajo cada vez que intentaba incorporarse y sacar los pies de la cama. Hubiera dado el alma por un vaso con agua. “Laura”, deliró y cayó en la espantosa cuenta de su soledad. “Laura, Laura, Laura, Laura, Laura”, gemía como un niño. Laura era su mujer, su madre, su hijo, la vida que no había alcanzado y la que no tenía fuerzas para buscar. Sentía cómo iba cayendo hacia ese pozo en el que tantas veces había estado, ese pozo con fondo y sin salida, la oscuridad absoluta, el final del camino. Permaneció boca arriba con la mirada fija en el plafón lleno de moscas muertas y estuvo así un rato hasta que aquello se rompió en él, el cric definitivo, y una luz blanca escapó por la grieta de su pecho y todo se volvió repentinamente oscuro. Una paz súbita se le desparramó por el cuerpo y durmió como hacía tiempo no dormía.
Tadeo soñó intensamente. Despertó a las pocas horas, apurado por la angustia que venía mordiéndole la nuca y se debatía con desesperación en un estado que no era de conciencia, pero que tampoco carecía de ella. Algo así como un limbo en el que había quedado suspendido; podía darse cuenta de que estaba en la cama y que dormía; podía incluso darse cuenta de que era una pesadilla. Aguantó y, cuando fue insoportable, voluntariamente abrió los ojos y se esforzó en reconocer el cuarto y su cuerpo todavía vivo. El alivio fue inmenso, pero la angustia flotaba en el pecho y le dejaba la huella de una leve taquicardia.
La pesadilla se mantenía presente con increíble nitidez: estaban en un lugar que pudo haber sido un teatro. Habían visto un espectáculo y salían: Laura, César chiquito y él. Eran los últimos y, al llegar a unos veinte metros de las puertas, vio que se cerraban y que no había forma de que alcanzaran la salida. A esa altura, empezó a sentir la angustia que, de pronto, se diluyó porque ya no era el teatro, sino una casa que se comunicaba por un túnel con un apartamento. Laura y César ya no estaban. La casa era blanca, todo muy blanco, como el teatro. El apartamento no, más bien oscuro. Él había entrado a esa casa por algún motivo y estaba desnudo. Sus documentos, el dinero, las llaves, todo estaba en un cuarto, pero no sabía cómo llegar a él. Tenía la sensación de haber hecho algo muy malo, un delito por el que se lo castigaría. Y persistía la idea de que le faltaba tiempo, como si también ahí otras puertas fueran a cerrarse y a dejarlo acorralado, desnudo y muerto de miedo. Lo único que quería era volver al apartamento y vestirse. Sentía culpa por no recordar dónde estaba el cuarto y también por aquello que había hecho, algo espantoso de lo que quizá podría escapar si nadie se daba cuenta. Y el tiempo asfixiaba; podía ver su niebla azul que teñía levemente el aire, y las cosas, como un efecto de fotografía.
Se vio en su cama, acostado mirando el techo, envuelto en las sábanas hasta la cintura y con la piel fulgurante de gotitas leves. Es decir, se veía en su cama y en la casa blanca, a la vez, y tenía la sensación de que el que estaba en la cama era él soñándose. Tuvo un destello de conciencia que no lo perdió del todo y tironeó hasta despertarlo cuando los pasillos de la casa se volvieron caños pegajosos de mugre, poblados de unas ratas que no aparecieron, pero cuya eventual presencia lo aterrorizaba. Estaba muy preocupado por las ratas. Caminó por el enorme caño, pero ahora vuelto un niño, un niño de unos seis o siete años, aunque el que dormía en la cama seguía siendo el hombre. Y, de pronto, sintió que el niño ya no era él, que podía mirarlo con cierta distancia, construir una tercera persona que le daba algo de paz mientras el niño avanzaba por el caño y él lo seguía, convertido en una cámara móvil que registraba sus movimientos con la extraña sensación de sentirse él y no.
El niño caminaba sin miedo ni valentía; el caño se lo tragaba metro a metro, y el niño parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando porque su paso era firme y la actitud serena, como si estuviera haciendo lo único que podía hacer. Entonces fue cuando la oleada de angustia lo arrasó desde las plantas hasta la punta del pelo. Quería detener al niño, pero no lo hacía, por miedo o pereza; lo dejaba seguir, aunque en el fondo quería tomarlo del brazo y obligarlo a volver atrás antes de que el caño se lo llevara. El hombre que dormía en la cama se movía y tensaba las venas del cuello. Ahora era un mar de sudor, una lucha, el desasosiego de todo su cuerpo crispado, obligándose a reaccionar.
Un ruido de catarata infernal venía desde el final del caño y ya no era sólo el niño el que iba hacia allí, sino que el hombre lo acompañaba, convertidos en dos y en uno, hombre y niño a paso firme hacia una salida que no era tal, sino una cisterna que se abría como la garganta de un gigante sediento y se los tragaba río abajo, se los tragaba, se iban yendo.