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– Creía que había dicho que el tipo al que Barnes mató en Williamsburg había muerto por disparos de bala -dijo Mauser-. A este tipo parece que lo han metido en una freidora.

Wendell negó con la cabeza, y Mauser lo comprendió de pronto.

– Ése no es el hombre al que mató Shelton Barnes -dijo Wendell con voz firme-. Es Shelton Barnes. Según el Departamento de Justicia, Shelton Barnes y su mujer, que estaba embarazada, murieron en un incendio hace diez años. Parece que lo único que han encontrado ustedes esta noche es un puto muerto viviente.

Capítulo 24

Paulina dejó la copia y miró a Wallace Langston. Él la tomó, le echó una ojeada y se la devolvió.

– No voy a publicar esto.

Paulina frunció los labios, aquella mueca que había perfeccionado con los años. La que parecía decir «¿a ti qué te pasa?».

– Disculpa mi insolencia, Wally, pero eso es una idiotez. Todos los periódicos de esta ciudad están haciendo su agosto con nosotros. Henry Parker está haciendo correr ríos de tinta. Estamos hablando de asesinato, Wally. No es un caso de plagio que podamos pasar por alto.

– Lo sé -Wallace se sentía fatal, y se le notaba. Los últimos dos días habían sido los más largos de su carrera. Aún no podía creerlo, ni quería. Parker tenía tanto potencial… Era un reportero que podía haber estado décadas en la Gazette. Tenía el talento y la capacidad de trabajo de un león, la integridad del hombre al que idolatraba. Al menos, eso había creído Wallace-. Pero el editorial que has escrito es una barbaridad. Sé que tenemos que informar sobre la búsqueda de Parker, pero no tenemos por qué clavarnos una estaca en el corazón.

– ¿En el corazón? -dijo Paulina, cada vez más enfadada-. ¿Qué corazón? Ese chico tiene veinticuatro años. ¿Sabes cuántos como él hemos visto quemarse en estos años? Si Parker nunca hubiera trabajado aquí, ¿quién lo habría notado?

– Yo -respondió Wallace-. Y Jack.

– Sí, ya… Jack -Paulina bajó la voz-. Tiene gracia que toda esta historia empezara por un reportaje de Jack.

– No empieces, Paulina.

– Yo sólo digo que se está haciendo viejo. No las tiene todas consigo. ¿Quién sabe cuáles fueron sus motivos para mandar allí a Henry?

– Ahora mismo no lo sé ni me importa. Pero vamos a enfrentarnos a este escándalo como profesionales. Y no hay más que hablar.

Paulina volvió a dejar el editorial sobre la mesa de Wallace.

– Entonces publica mi columna. Sé profesional. No te salgas por la tangente. ¿Hablas de integridad? Mi artículo es lo que siente mucha gente. Puedes echar tierra sobre el asunto y admitir que la Gazette toma atajos. O puedes publicarlo. Que todo el mundo sepa que este periódico no teme golpear fuerte.

Wallace suspiró. Volvió a leer el artículo. Paulina había hecho pedazos a Parker y ahora le pedía que la ayudara a esparcir públicamente sus cenizas.

– Mándalo a maquetar -dijo-. Acorta el primer párrafo. Pero saldrá en la edición matinal.

Paulina sonrió, le dio las gracias y salió de su despacho con paso brioso.

Capítulo 25

Cuando llegamos al fondo de nuestras insondables tazas de café y chupamos las últimas migajas de tostadas que quedaban en los platos, Amanda y yo nos fuimos del Ken’s afé y salimos al sol de la mañana. La camioneta de David Morris no se veía por ninguna parte. Después de pasar cuatro horas escuchando música country, no lamenté perderla de vista.

Al observar los coches del aparcamiento, noté que la mayoría tenían matrícula de Illinois. Había también unos pocos de Misuri y uno o dos de Wisconsin. Antes de ir a ninguna parte, volví al restaurante y tomé un mapa de carreteras que había en un expositor. En la parte de atrás se anunciaban excursiones a pie por la capital del estado, Springfield. Dentro había vales para un partido de los Cubs. No sabía cómo, pero habíamos acabado en Illinois.

Desdoblé el mapa para intentar descubrir dónde estábamos y luego lo dejé. Más allá del área de servicio había un letrero azul que indicaba que estábamos en la Interestatal 55, salida de Coalfield. Más allá, otro letrero verde decía Springfield, 16 kilómetros. Me flaquearon las piernas sólo de pensarlo.

Amanda apareció a mi lado, su hombro me rozó el brazo. El primer contacto humano auténtico que sentía desde hacía horas. Sus ojos impresionaban a la luz de la mañana. Desde el primer momento, en aquella esquina de Nueva York, supe que Amanda Davies era preciosa. Pero pensar en lo mucho que había hecho por mí, en cuánto se había arriesgado, la hacía todavía más bella.

Debió de sorprenderme mirándola porque esbozó una sonrisa tímida.

– ¿Qué pasa? -dijo.

Sonreí, sacudí la cabeza.

– Nada. Gracias.

– ¿Por qué?

– Por creerme. Podrías haberte marchado haciendo autoestop, o haber llamado a la policía, podrías haber hecho muchas cosas. Y yo habría estado perdido. Absolutamente.

– No tienes que darme las gracias. Lo hago porque quiero.

– Lo sé. Pero gracias de todos modos.

Pensé otra vez en sus cuadernos y se me ocurrió que por primera vez se había visto obligada a ver más allá de la apariencia de sus sujetos de estudio. El día anterior, yo era Carl Bernstein. Una simple entrada en su diario entre cientos de ellas. Pero ahora era tridimensional. De carne y hueso. Alguien a quien podía tocar, además de ver.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó.

– Ahora -dije-, vamos a contactar con nuestras fuentes elementales -me saqué el cuaderno del bolsillo y miré la lista de nombres. Sobresalían tres.

Grady Larkin.

Luis y Christine Guzmán.

Por primera vez me descubrí pensando en la familia de John Fredrickson. El periódico decía que dejaba mujer y dos hijos. Una familia rota. Se me encogió el corazón al pensar que aquellas vidas habían sufrido un daño irreparable por mi culpa. A pesar de que era inocente, nada podía llenar el vacío de aquella familia.

Todo aquello me golpeó como un puñetazo en el estómago y de pronto sentí náuseas. Me doblé, puse las manos en las rodillas y empecé a jadear. Amanda, siempre animosa, me frotó la espalda.

– ¿Henry? ¿Henry? ¿Estás bien?

La alejé con un gesto y volví a jadear. Cuando mi estómago dejó de centrifugar, me incorporé y me limpié la boca con el dorso de la mano.

Me rehice, pero seguía jadeando y me temblaban las manos. Amanda me miraba mientras yo abría y cerraba los puños. Parecía saber lo que estaba pensando.

– Sí, acabo de… -mi voz se apagó. La miré a los ojos, cálidos y entristecidos, como si compartir mi dolor pudiera aligerar la carga-. Esto no parece real.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo sé.

– Quiero decir que tengo una casa y una familia con la que ni siquiera he hablado desde que pasó todo esto. Mi madre estará destrozada.

– ¿Y tu padre?

Sacudí la cabeza.

– A él no le importará. Esto sólo confirmará su convicción de que soy un fracaso.

– Bueno, pues está en tu mano demostrarle que se equivoca.

Asentí con la cabeza. Había tomado años antes la decisión de distanciarme de mis padres. Haber logrado esa meta me producía al mismo tiempo orgullo y mala conciencia. Y ahora no podía recurrir a ellos, aunque quisiera.

– Vamos -dijo Amanda-. Tenemos cosas que hacer.

Me agarró del brazo y nos dirigimos a la carretera. Yo había caminado dieciséis kilómetros otras veces, pero nunca con un propósito o un destino definidos. Noches frías, con el viento soplando delante de mí; no tener ningún sitio al que ir, sólo perderme en el bosque con mis pensamientos. En casa, cuando ya no aguantaba más, cuando el olor nauseabundo a cerveza y sudor me obligaba literalmente a salir de casa, caminar era la cura para la ira pasiva-agresiva de mi padre. Esperé años a que estallara, a que soltara todo su odio en un torrente viscoso, pero su desprecio flotaba en el aire como un escape de gas que me aturdía y me ponía enfermo, envenenándome lentamente, durante años.