Yvon reflexiona sobre ello mientras mastica un bocado de cordero.
– No. Pero…, ¿por qué mentiría Robert?
– No creo que mintiera. Pero sí creo que me ocultó algunos detalles importantes.
El camarero vuelve otra vez.
– Les presento a nuestro chef, Martin Gilligan -dice. Detrás de él hay un hombre bajito y delgado, pelirrojo y despeinado.
– ¿Qué tal la cena? -pregunta Gilligan, con un acento que parece del norte. En la universidad tenía un amigo de Hull; la voz del chef me recuerda a la suya.
– Está exquisita, gracias.
Yvon sonríe afectuosamente. No comenta nada sobre los exagerados precios de los platos.
– Etienne me ha dicho que querían saber cuánto tiempo llevo trabajando aquí.
– Eso es.
– Formo parte del mobiliario. -Lo dice como pidiendo perdón, como si pudiéramos acusarle de ser poco arriesgado por seguir aquí-. Trabajo aquí desde que abrieron, en 1997.
– ¿Conoce a Robert Haworth? -le pregunto.
Asiente con la cabeza; parece gratamente sorprendido.
– ¿Es amigo suyo?
No le diré que sí, aunque hacerlo ayudaría a que fluyera la conversación.
– ¿De qué lo conoce?
Yvon nos observa como si se tratara de un partido de tenis, moviendo la cabeza de un lado a otro.
– Trabajaba aquí -dice Gilligan.
– ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo estuvo?
– Oh…, vamos a ver, debió ser en 2002 o 2003, más o menos. Fue hace algunos años. Acababa de casarse cuando empezó, eso sí lo recuerdo. Me dijo que acababa de volver de su luna de miel, y se fue…, a ver, alrededor de un año después. Se hizo camionero. Dijo que le gustaban más las carreteras que las cocinas. Aún seguimos en contacto y de vez en cuando nos tomamos algo en el Star. Pero hace tiempo que no lo veo.
– Entonces, ¿Robert trabajaba en la cocina? ¿No era camarero?
– No, era chef. Mi mano derecha.
Asiento con la cabeza. Así fue cómo pudiste conseguir mi pequeña sorpresa. En el Bay Tree te conocían -habías trabajado aquí-, por lo que obviamente confiaban en ti. Naturalmente, dejaron que te llevaras una bandeja, cubiertos y una servilleta, y Martin Gilligan estuvo encantado de preparar un magret de canard aux poires para ti cuando le dijiste que era una emergencia para ayudar a una mujer en apuros.
No me hace falta seguir preguntando. Le doy las gracias a Gilligan, que vuelve a la cocina. Al igual que Etienne, nuestro camarero, es demasiado discreto para preguntarme por qué sentía la necesidad de interrogarle.
Pero Yvon no. En cuanto volvemos a estar solas, me ordena que me explique. La tentación de ser irónica y esquiva es muy fuerte. Los juegos son más seguros que la realidad. Pero no puedo hacerle esto a Yvon; es mi mejor amiga, y yo no soy Juliet.
– En una ocasión, Robert me dijo que ser camionero era mejor que ser comunista -le digo-. Yo no lo entendí. Pensé que había dicho comunista, lo cual no tenía demasiado sentido, pero no fue así. Se refería a ayudante de chef [2] en inglés: «commis». Porque eso es lo que había sido.
Yvon se encoge de hombros.
– ¿Y?
– El hombre que me violó sirvió una cena de tres platos a los hombres que estaban mirando. De vez en cuando se metía en un cuarto que había en la parte de atrás del teatro y volvía con más comida. Ese cuarto debía de ser una cocina.
Yvon niega con la cabeza. Se da cuenta de adónde quiero ir a parar, pero no puede creerlo.
– Nunca pensé en quién preparaba la comida.
– ¡Oh, por Dios, Naomi!
– Mi violador estaba muy ocupado. Tenía que atender a esos hombres, retirar los platos y servir los siguientes. Era el maître. -Me río con amargura-. Y, según dijo Charlie Zailer, sabemos que no actuaba solo. Al menos dos de las violaciones tuvieron lugar en el camión de Robert, y fue él quien violó a Prue Kelvey.
Estoy consiguiendo que la agonía sea peor, tomándome deliberadamente todo el tiempo que pueda hasta llegar a mi conclusión. Es como cuando te pones una goma elástica alrededor de la muñeca y tiras de ella todo lo que puedes hasta que se tensa y se vuelve muy fina, para luego dejar que golpee violentamente tu piel. Sabes que, cuanto más tires de ella, más te va a doler al final. Cuanto más cerca, más duele, ¿no fue eso lo que dijiste?
Yvon ya ha renunciado a defenderte.
– Mientras ese hombre te violaba, Robert estaba en la cocina -dice, rindiéndose y dándome a entender que la he convencido-Fue él quien preparó la cena.
Me despierto de golpe, con un grito ahogado en la garganta. Estoy empapada en sudor y el corazón me late a toda velocidad. Una pesadilla. ¿Peor que estar despierta? ¿Peor que la vida real? Sí. Peor que eso. Después de esperar el tiempo necesario para comprobar que no he sufrido un derrame cerebral o un ataque al corazón, miro la radio despertador que hay junto a la cama. Sólo puedo ver la parte superior de los dígitos, unas brillantes líneas curvas rojas que asoman por detrás del montón de libros que hay en la mesilla de noche.
Tiro los libros al suelo. Son las tres y trece de la madrugada. Tres, uno, tres. Ese número me deja aterrada; los latidos golpean mi pecho con más fuerza. Yvon no me oiría si la llamara, ni aun cuando gritara. Su habitación está en el sótano y la mía en el piso de arriba. Quiero bajar corriendo hasta allí, pero no hay tiempo. Me echo hacia atrás; el miedo me sujeta a la cama. Algo está a punto de ocurrir. Y debo dejar que ocurra, no tengo elección. Ahuyentarlo sólo funciona durante un tiempo. ¡Oh, Dios, deja que ocurra deprisa! Si tengo que recordarlo, déjame que lo haga ahora.
Yo era Juliet. Al abandonar mi sueño, me he llevado esa certeza conmigo. He soñado durante mucho tiempo con ser tu mujer, pero siempre estando despierta. Y en el sueño yo, Naomi Jenkins, era tu mujer. Nunca quise ser Juliet Haworth. Tú hablabas de ella como si fuera débil, cobarde, deplorable.
En mi sueño, el peor que he tenido jamás, yo era Juliet. Estaba atada a la cama, a los postes con bellotas, en el escenario. Había vuelto la cabeza hacia la derecha y apoyaba la mejilla en el colchón. Mi piel rozaba la funda de plástico. Estaba incómoda, pero no podía volverme para mirar al frente, porque entonces habría visto a ese hombre y la expresión de su rostro. Oír lo que me decía ya era bastante horrible. Los hombres del público estaban comiendo salmón ahumado. Podía olerlo…, un desagradable olor a pescado.
Así pues, me quedé inmóvil, mirando el telón. Era de color rojo oscuro. Estaba pensado para que tapara tres lados del escenario, todos salvo la parte de atrás. Sí, eso es lo que parecía. No lo había recordado hasta ahora. Y había algo más que me pareció extraño. ¿Qué? No puedo recordarlo.
Detrás del telón estaba la pared interior del teatro. Bajé los ojos Para mirar una pequeña ventana. Sí: la ventana no estaba al nivel de los ojos, sino un poco más abajo. Tampoco estaba al nivel de los ojos de los hombres que había sentados a la mesa.
Me seco el sudor de la frente con la punta del edredón. Estoy segura de que tengo razón, el sueño era muy preciso. Esa ventana era muy extraña. Y no tenía cortinas. La mayoría de los teatros no tienen ventanas, al menos en la platea. Para verla, tuve que bajar los ojos, mientras que esos hombres deberían haberlos levantado. Estaba entre los dos pisos, en el medio. A medida que fue oscureciendo, ya no pude ver nada. Pero antes, cuando en el sueño era Juliet, mientras estaba tumbada en la cama y ese hombre me cortaba el vestido con unas tijeras, pude ver lo que había afuera. Me quedé mirando fijamente, tratando de no pensar en lo que estaba ocurriendo, en lo que iba a ocurrir…