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– Buenos días, Charlie -dijo el inspector jefe, con cierta torpeza. Llevaba en las manos el enorme libro sobre relojes de sol que Simón le había comprado. Hasta entonces, nunca había llamado a Charlie por su nombre-. ¿Qué es eso?

– Un reloj de sol, señor.

– No es necesario que me llames «señor» -dijo Proust-. Estamos en un café -añadió, como si se tratara de una explicación.

– Es un regalo para usted. Ni siquiera el superintendente Barrow puede poner objeciones.

Proust parecía contrariado.

– ¿Un regalo? ¿Lo ha hecho Naomi Jenkins?

– Sí.

– No me gusta la leyenda. Docet umbra: la sombra enseña. Demasiado prosaico.

– ¿Es eso lo que significa?

Por supuesto. Charlie debía haberse imaginado que las palabras significarían algo.

– ¿Cuándo vas a volver? -preguntó Proust.

– No sé si voy a volver.

– Debes olvidar todo este asunto. Cuanto antes lo dejes atrás, antes lo olvidará la gente.

– ¿En serio? Si uno de mis colegas se hubiera acostado con un famoso violador en serie no creo que yo me olvidara de ello.

– De acuerdo, puede que la gente no lo olvide -dijo Proust, impaciente, como si sólo se tratara de un detalle sin importancia-. Pero tú eres una excelente policía y no has hecho nada malo.

¿Giles Proust dispuesto a ver el lado bueno de las cosas? Eso sí era una novedad.

– Entonces, ¿a qué se debe la investigación oficial? -preguntó Charlie.

– Eso no fue decisión mía. Mira, habrá terminado antes de que te des cuenta. Entre tú y yo, sólo es una formalidad, y…, tienes todo mi apoyo.

– Gracias, señor.

– Y…, también el de todos los demás…, quería que lo supieras…

Evidentemente, Muñeco de Nieve no sabía cómo abordar el asunto de Simón. No paraba de juguetear con los puños de su camisa; luego, cogió la carta y la examinó detenidamente.

– ¿Qué le ha pedido Simón Waterhouse que me dijera? -preguntó Charlie.

– ¿Por qué no quieres verlo? Está fuera de sí.

– No puedo.

– Podrías hablar con él por teléfono.

– No.

Cada vez que se mencionaba a Simón, Charlie tenía la sensación de que iba a perder los estribos.

– ¿Y un e-mail? -Proust lanzó un suspiro-. Vuelve al trabajo, inspectora. Puede que los primeros días sean duros, pero luego…

– Duros no. Una pesadilla. Y luego seguirá siendo una pesadilla. Todos los días serán una pesadilla, hasta que me retire. Y aun entonces… -Charlie se interrumpió, consciente de que había empezado a temblarle la voz.

– Sabes que sin ti no voy a conseguirlo.

– Pues tendrá que hacerlo.

– ¡Pues no puedo!

Charlie le había puesto furioso.

Una joven camarera rubia con un tatuaje de una mariposa en el hombro se acercó a su mesa.

– ¿Les traigo algo? -preguntó-. ¿Té, café, un sándwich?

– ¿Tienen té verde? -preguntó Proust.

Cuando la camarera le dijo que no, el inspector sacó una bolsita del bolsillo de su chaqueta.

Charlie no pudo evitar sonreír cuando la camarera se alejó, sujetando a una distancia prudencial de su cuerpo la bolsita, como si fuera una pequeña bomba a punto de estallar.

– ¿Se ha traído su propia bolsita de té?

– Insististe en que nos viéramos aquí y me temí lo peor. Sin duda alguna, me la servirá con leche y azúcar. -Proust volvió a dedicar toda su atención a Charlie-. ¿Por qué me has pedido que trajera esto? -dijo, dando un golpecito al libro que había encima de la mesa.

– Quería que comprobara una fecha: el 9 de agosto. Cuando hablamos del regalo de boda de Gibbs, me comentó algo sobre las líneas de los relojes de sol que indicaban una fecha; me dijo que no representaban uno, sino dos días del año. Es así, ¿verdad?

Proust fijó de inmediato sus ojos en el enorme bloque de piedra y metal que estaba apoyado contra la pared. Se quedó mirándolo fijamente durante unos segundos y luego se volvió hacia Charlie.

– Sí, todas las fechas del año tienen su equivalente en otra estación. En esos dos días, la inclinación del sol es exactamente la misma.

– Y si una de las fechas es el 9 de agosto, ¿cuál es la otra? ¿Cuál es su equivalente?

Proust cogió el libro, consultó el índice y buscó una página. Tras estudiarla durante un buen rato, dijo:

– El 4 de mayo.

Charlie sintió que el corazón se le desbocaba. Había dado en el clavo. La idea que había tenido no era tan absurda como parecía.

– Ese es el día que murió Robert Haworth -dijo Proust, como si nada-. ¿Qué tiene de especial el 9 de agosto?

– Es el día que nació Robert Haworth -le informó Charlie.

¿Qué era lo que había dicho Naomi? «Porque fue entonces cuando empezó todo.»

«Aún no ha terminado.» También había dicho eso. Robert Haworth estaba muerto. El día de su nacimiento tenía su equivalente en el día de su muerte; ambos días estaban unidos para siempre, en la línea de la fecha del reloj de sol que Charlie tenía enfrente.

Docet umbra: la sombra enseña.

– Naomi hizo este reloj antes de que Robert muriera -dijo Charlie.

– Por causas naturales, de un fallo respiratorio -le recordó Proust-. Ese fue el veredicto de la investigación.

La camarera le sirvió su té verde. Sin leche ni azúcar.

– Creo que quedará muy bonito en la fachada de la comisaría -dijo Muñeco de Nieve, oliendo con mucho cuidado el té antes de tomar un sorbo-. Y, teniendo en cuenta todo el trabajo que me espera, seguro que el próximo 4 de mayo estaré demasiado ocupado para comprobar la sombra del nodo en la línea que señala esa fecha. Y, aun cuando no estuviera muy ocupado, puede que ese día estuviera nublado. Y, si no hay sol, tampoco hay sombras.

«¿Significa eso -pensó Charlie-, que si hay muchas sombras debe haber una fuente de luz en alguna parte?».

– En este mundo hay muy poca gente que se tome la justicia por su mano -sentenció Proust-. Prefiero pensar en la muerte de Robert Haworth como en un acto de justicia debido a la naturaleza. Su cuerpo se cansó de luchar, inspectora. La madre naturaleza corrigió uno de sus errores, eso es todo.

Charlie se mordió el labio.

– Con un poco de ayuda -murmuró.

– Cierto. Y sin duda alguna Juliet Haworth contribuyó al resultado final.

– Y por esa razón la meteremos en la cárcel. Le parece justo, ¿señor?

– Atacó a Robert Haworth en un arrebato. Será tratada con compasión. -Proust lanzó un suspiro-. Vuelve con tu equipo, Charlie. No harás que cambie de opinión con respecto al trabajo en un ruidoso café atestado de gente. No puedo pensar con lucidez mientras de fondo suena La Traviata a todo volumen.

– Lo pensaré.

El inspector jefe asintió con la cabeza.

– Por ahora me conformo con eso -dijo, inclinándose y acariciando con los dedos la lisa superficie del reloj-. ¿Sabes? Había escogido una leyenda para el reloj de sol que quería. Antes de que el superintendente desestimara la idea. Depresso resurgo.

– Suena un poco deprimente -dijo Charlie.

– Pero no lo es. No sabes qué significa.

¿Cómo no iba a preguntárselo, si estaba allí sentado como un colegial que había hecho sus deberes, ansioso por decírselo?

– ¿Y bien?

Proust apuro el té que le quedaba.

– Tras hundirme, vuelvo a la vida, inspectora -dijo, mirando fijamente a Charlie, mientras levantaba con la cucharilla la bolsa de té empapada, manteniéndola en el aire con una expresión triunfal-. Tras hundirme, vuelvo a la vida.