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Bajo el trueno, que le da nombre a la Rotonda, a la luz de la luna llena, Martín Garatuza destapa el cofre del Citroen y hace como si quisiera arreglar el motor, que está en perfecto estado. En el asiento trasero, con temblor de huesos, y el estómago hondo, Cussirat y Paco Ridruejo encienden cigarrillos. Son las ocho.

En la Chacota, mientras tanto, Horushi Tato, primer Embajador del Japón en Arepa, que presentó credenciales el día anterior, que cenó con el Presidente, que está invitado a la pelea de gallos, y que tiene como principal misión encontrar la manera de borrar del mapa el Canal de Panamá, se inclina ceremoniosamente ante Belaunzarán, y se sube en el Studebaker negro, prestado, que está usando mientras llega su Rolls en el “Shuriku Maru”.

Belaunzarán, con un suspiro de alivio, sube en el Studebaker presidencial, con Cardona, Borunda y Mesa. El coche de los pistoleros toma la delantera, lo sigue el del japonés, y por último, como corresponde a buen anfitrión en tierras de indios, cierra la comitiva el coche de Belaunzarán.

Martín Garatuza, distinguiendo a lo lejos los fanales, cierra la tapa del cofre y se sienta frente al volante, temblando.

—¡Son tres! —dice, mientras arranca.

—¡Mierda! ¡Hay que tomar una decisión! Quedan dos posibilidades: irse a sus casas a esperar el siguiente martes, o correr el riesgo de ser perseguidos por un coche ileso. Cussirat dice palabras fatales:

—Nada cambia. Tú al primero, y yo al segundo —le ordena a Paco Ridruejo.

El Citroen, con el motor desbocado y las llantas brincando, corre por el camino de tierra que es la Avenida de los Carvajales, en sentido contrario al que siguen los coches de la comitiva, toma la curva de la Rotonda, deja atrás el coche de Belaunzarán, se empareja con el del Embajador japonés, y Cussirat, sin tener tiempo de distinguir quién va adentro, suelta la espoleta de la bomba y la arroja en el interior.

Harushi Tato tiene tiempo de verla, un instante, rebotar frente a él, antes de que lo ciegue el relámpago y se le salgan las tripas.

La bomba que arroja Paco Ridruejo corre con mejor suerte, después de un mal principio. No entra en el coche de los pistoleros, como estaba planeado, sino que rebota en el cofre, cae al suelo, deja pasar por encima al coche del Embajador, y explota un momento después, debajo del coche de Belaunzarán.

Belaunzarán, Cardona, Borunda y Mesa, que todavía no se reponen de la sorpresa y la alarma que les produce un coche, manejado por un loco, que pasa junto a ellos a toda carrera, se van de bruces cuando el chofer frena violentamente, al darse cuenta de que el coche del Embajador está haciendo explosión pocos metros más adelante; después, se levantan en el aire un metro, golpeándose las cabezas unos contra otros, caen al piso, golpeándose contra el techo, y tienen que salir corriendo, al darse cuenta de que algo está quemándoles las nalgas e incendiando los asientos.

En el coche de los pistoleros reina la confusión. Después de un momento en el que estuvieron a punto de cumplir con su deber, persiguiendo al Citroen, se detienen a ver cómo se incendian el automóvil presidencial y el del Embajador del Japón, y por último, sus cuatro ocupantes se dan, unos a otros, órdenes contradictorias:

—Bájate y ve qué se ofrece. —Vámonos de aquí. —Sigue aquel coche. —Mete reversa.

La confusión termina cuando las puertas del Studebaker presidencial se abren y sale, por cada una de ellas, corriendo como gamo, un político espantado. Este hecho unifica el criterio. El coche de los pistoleros se echa en reversa y va a prestar ayuda.

Afortunadamente para ellos, Cussirat, por un exceso de celo, les facilita el trabajo. El Citroen va corriendo, a toda velocidad, por la Avenida de los Carvajales, rumbo a la Quebrada y la salvación de sus ocupantes, cuando Cussirat, que está asomado a la ventanilla trasera, y ve la figura de Belaunzarán dando órdenes, iluminada por las llamas, toma la decisión más importante de la noche: —Vamos a rematarlo.

Sin titubear, Martín Garatuza, detiene el coche, entra en reversa, y vuelve a la Rotonda a toda velocidad. Cussirat saca la pistola, y la prepara.

Belaunzarán, con el sombrero torcido, la corbata de lado, y los pantalones humeantes, pero repuesto del susto, se ha hecho cargo de la situación. Señala los fierros retorcidos del coche del Embajador y el bulto inerte que está entre ellos y, haciendo caso omiso de la llamita que anda rondando el tanque de la gasolina, ordena a sus compañeros, que lo miran aterrados:

—¡Saquen al chino!

En ese momento, y como para aumentar la confusión, llega un coche y se detiene a cinco metros de Belaunzarán. Después de un sobresalto, el Mariscal se tranquiliza. Ha reconocido, asomado por la ventanilla trasera, al Ingeniero Cussirat. Belaunzarán levanta la mano en saludo afectuoso, olvidando por un momento, el episodio de la Fuerza Aérea.

—¡Ingeniero, ayúdenos!

Se queda helado, al ver que Cussirat, en vez de ayudarlo, saca una pistola, apunta hacia su barriga, aprieta las mandíbulas y dispara seis veces.

Durante unos segundos, ambos se miran con incredulidad. Belaunzarán, al petimetre disparándole, y Cussirat, al Mariscal no caerse. El saco de Belaunzarán se llena de agujeros, por donde salen, en vez de sangre, pequeñas nubecitas de polvo, como si alguien estuviera sacudiendo una alfombra. Antes de que Belaunzarán salga de su perplejidad, Cussirat sale de la suya, y atemorizado, mete la cabeza y ordena:

—Vámonos.

Martín Garatuza obedece. El Citroen sale corriendo por los Carvajales, otra vez hacia la Quebrada, el avión, la Corunga, el asilo político y la salvación. Nada más que ahora seguido, muy de cerca, por el coche de los pistoleros.

Belaunzarán, creyendo que está herido de muerte, se quita el saco y la camisa, agujerados, y el chaleco a prueba de balas y se mira la barriga intacta. Los que lo rodean, le dicen, al verlo tan alarmado:

—No tienes nada, Manuel.

Belaunzarán los mira con desprecio:

—¿Ustedes creen que los balazos no duelen?

XXIV. A SALTO DE MATA

Sin obedecer más lógica que la del pánico, Garatuza conduce el Citroen, a campo traviesa, entre brincos, a toda velocidad, sin luces, y sin saberlo, hacia el muladar de San Antonio.

—Ya no se ven —informa Paco Ridruejo, que está asomado a la ventanilla trasera.

Cussirat suspira, aliviado. El coche llega al caserío, se mete por callejuelas oscuras, espantando perros, y va por su camino incierto y sin objetivo, cuando, al llegar a una esquina, choca con el automóvil de los pistoleros.

No es un choque tremendo. Nadie sale herido, pero los coches quedan inutilizados por el momento.

Del susto, el testerazo y la sorpresa, salen antes los pistoleros, y el de la Thompson abre fuego contra el Citroen. La primera descarga deja a Garatuza y a Paco Ridruejo clavados en sus asientos. Cussirat, ileso, sale corriendo por la calleja, brinca una cerca, cae entre puercos, se esconde entre matorrales, brinca otra cerca, corre por un baldío, cruza un arroyo de agua inmunda, pasa frente a una iglesia, cree reconocer un mercado, llega a una calle ancha y toma un tranvía.

Sentado entre negros dormidos y bamboleantes, a la luz de los foquitos, se mira los zapatos llenos de lodo, los pantalones desgarrados, las manos temblorosas, y se pasa una de ellas por la frente empapada, oyendo siempre, con extrañeza, el jadeo estruendoso que le sale de la garganta reseca.

—Buenas noches, Ingeniero —dice una voz.

Cussirat alza los ojos. Frente a él, detenido de una agarradera de celuloide, temblando corno un títere, siguiendo el ritmo del tren, Pereira lo mira con asombro cortés. Cussirat se corre en el asiento, dejando un campo libre a su lado. Mira, lleno de emoción, al violinista, le estrecha la mano, y le dice, recordando su nombre por primera vez: