No quiero decir que las cosas no mejorasen cuanto más insistía Ira, o que no pareciera que iban mejor. A fin de evitar aquellas disertaciones, probablemente ella se censuraba por lo menos un poco. Ahora, que sus sentimientos variasen es otra cuestión. Cuando tenía necesidad de hacerlo, de ocultar sus sentimientos a sus amigos de la alta sociedad, a los judíos importantes de su círculo social, lo hacía. Era complaciente con Ira, le escuchaba pacientemente cuando él le soltaba un discurso sobre el antisemitismo en la Iglesia católica, el campesinado polaco y Francia durante el asunto Dreyfus. Pero cuando Eve veía una cara inequívocamente judía (como la de mi mujer, como la de Doris), sus pensamientos no eran los de Ira ni los de Arthur Miller.
Eve detestaba a Doris. ¿Por qué? Doris había trabajado en un laboratorio de hospital, había sido técnico de laboratorio, y era una madre y esposa de Newark. ¿Qué amenaza podía presentar a una famosa estrella? ¿Qué esfuerzo era preciso hacer para tolerarla? Doris sufría escoliosis, que al envejecer le causaba dolores, así que tuvieron que operarla para insertarle una varilla, la operación no salió muy bien y así sucesivamente. La cuestión es que Doris, para mí una hermosura desde el día que la conocí hasta el de su muerte, tenía una visible deformación de la columna vertebral. Su nariz no era tan recta como la de Lana Turner, eso era evidente. Creció hablando inglés a la manera en que se hablaba en el Bronx cuando ella era pequeña, y Eve no la soportaba en su presencia, no podía mirarla. Mi mujer le molestaba demasiado para mirarla.
Durante los tres años que estuvieron casados, nos invitaron a cenar una sola vez. Lo veías en los ojos de Eve. La ropa que Doris llevaba, lo que Doris decía, el aspecto de Doris… todo le repelía. En cuando a mí, se mostraba aprensiva; por lo demás, le tenía sin cuidado. Yo era profesor de escuela secundaria en Jersey, un don nadie en su mundo, pero ella debía de percibirme como un enemigo potencial, y por eso siempre se mostraba cortés y encantadora. Como sin duda lo hacía contigo. Tenía que admirar su coraje, el de una persona frágil, impresionable, que cae fácilmente en la confusión… para, con tales características, llegar tan lejos como ella había llegado, siendo una mujer mundana, hace falta mucha tenacidad. Seguir intentándolo, salir una y otra vez a la superficie después de todo lo que había sufrido, tras los reveses en su carrera, y triunfar en la radio, establecerse en aquella casa y formar aquel salón, agasajar a tanta gente… Cierto que se equivocó con Ira, los dos se equivocaron. Juntos no tenían nada que hacer. Y, sin embargo, haberle aceptado, aceptar un marido más, iniciar por todo lo grande una nueva vida… había que tener cualidades para eso.
Si dejo aparte su matrimonio con mi hermano, si prescindo de su actitud hacia mi mujer, si intento mirarla al margen de todo eso… bueno, era una mujercita alegre y llena de vida. Si prescindo de todo eso, probablemente era la misma chica alegre y llena de vida que viajó a California a los diecisiete años decidida a convertirse en estrella de cine. Tenía brío, y se nota en aquellas películas mudas. Su fachada cortés enmascaraba un gran temple, me atrevería a decir que un temple judío. Cuando podía relajarse, cosa que no le sucedía a menudo, tenía una vertiente generosa. Una vez relajada, notabas que algo en su interior la impulsaba a hacer lo correcto. Intentaba prestar atención. Pero ese impulso era de corto alcance y se quedaba como paralizada. No podías establecer con ella ninguna relación independiente, ni ella podía sentir por ti un interés independiente. Tampoco podías contar con su juicio durante mucho tiempo cuando a su otro lado estaba Sylphid.
Bueno, aquella noche, cuando nos marchamos, le dijo a Ira, acerca de Doris: «Detesto a esas esposas maravillosas, esos felpudos». Pero no veía a Doris como un felpudo, sino a una mujer judía de esas que no podía soportar.
Yo lo sabía; no necesitaba que Ira me pusiera al corriente. Pero él lo hizo de todos modos porque se sentía demasiado comprometido. Mi hermano menor me lo decía todo, como se lo decía a cualquiera, pues no había tenido pelos en la lengua desde el día en que empezó a hablar. Sin embargo, eso no me lo dijo hasta que todo hubo terminado. Por mi parte, no tuve que esperar a que él me lo dijera para ver que aquella mujer se había quedado atascada en su propia representación. El antisemitismo era tan sólo una parte del papel que representaba, una parte irreflexiva de cuanto intervenía en la representación del papel. Yo diría que, al principio, casi ni se daba cuenta. No lo hacía con mala voluntad, sino que actuaba sin pensar, y así ese aspecto se confundía con todos los demás. Ella no observaba lo que le estaba sucediendo.
¿Eres una persona natural de Estados Unidos que no quieres ser hija de tus padres? Muy bien. ¿No quieres que te asocien con los judíos? Perfecto. ¿No quieres que nadie sepa que eres judía de nacimiento, quieres disfrazarte para acceder al gran mundo? Estupendo. Estás en el país apropiado. Ahora bien, para eso no es necesario que odies a los judíos. Para librarte de algo no tienes que emprenderla a puñetazos con nadie. Los vulgares placeres que proporciona el odio a los judíos no son necesarios. Sin ellos eres tan convincente como un gentil. Eso es lo que un buen director le habría dicho acerca de su actuación. Le habría dicho que el antisemitismo exagera el papel, que es una deformidad, tanto como la deformidad que ella trataba de borrar. Le habría dicho: «Ya eres una estrella de la pantalla, no necesitas el antisemitismo como parte de tu bagaje superior». Y también: «En cuanto hagas eso, dorarás la pildora y no serás en absoluto convincente. Te estás extralimitando. Desde el ángulo de la lógica, la actuación es demasiado completa, demasiado sofocante. Te rindes a una lógica que no funciona en la vida real. Déjala, no la necesitas, las cosas te saldrán mucho mejor sin ella».
Al fin y al cabo, existe la aristocracia del arte, si aristocracia era lo que ella buscaba, la aristocracia del actor a la que ella podía pertenecer con naturalidad, en la que uno puede encuadrarse no sólo aunque no sea antisemita, sino incluso siendo judío.
Pero el error de Eve fue Pennington, a quien tomó por modelo. Fue a California, se cambió el nombre, se reveló como una maravilla, trabajó en el cine y entonces, bajo la presión y el estímulo de los estudios, con la ayuda de éstos, abandonó a Mueller y se casó con aquel astro del cine mudo, aquel auténtico aristócrata rico y jugador de polo, que le sirvió para hacerse una idea del gentil. Él fue su verdadero director, y ahí fue donde ella la hizo buena. Tomar por modelo, por mentor gentil, a otro profano es una garantía de que la imitación no saldrá bien. Porque Pennington no sólo es aristócrata, sino también homosexual y antisemita. Y ella se apropia de las actitudes de ese hombre. Todo lo que intenta hacer es alejarse de sus orígenes, y eso no es ningún delito. El delito ni siquiera es intimar con un antisemita. Eso es asunto de uno. El delito consiste en ser incapaz de enfrentarte a él, incapaz de defenderte del ataque y hacer tuyas sus actitudes. En Estados Unidos, tal como yo lo veo, puedes permitirte todas las libertades menos ésa.
En mi época, como en la tuya, la Sandhurst [8] de esta clase de cosas, el campo de adiestramiento a toda prueba (si es que existe semejante lugar) para los judíos que desean desprenderse de su condición de judíos, solía ser la Ivy League [9]. ¿Recuerdas a Robert Cohn, el personaje de Fiesta? Se licencia por Princeton, boxea allí, nunca piensa en su componente judío y, de todos modos, sigue siendo una rareza, por lo menos para Ernest Hemingway. Pues bien, Eve se licenció no en Princeton, sino en Hollywood, de la mano de Pennington. Se decidió por Pennington debido a la aparente normalidad de aquel hombre. Es decir, Pennington era un aristócrata gentil tan exagerado que ella, una inocente, esto es, una judía, no le consideraba exagerado sino normal, mientras que la mujer gentil habría barruntado eso y lo habría entendido. La mujer gentil de la inteligencia de Eve jamás habría consentido en casarse con él, por mucho que los estudios se empeñaran en que lo hiciera; habría comprendido desde el principio que era un hombre insolente, dañino y desdeñosamente superior al intruso judío.