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La segunda noche llevé unos bocadillos y los comimos mientras él hablaba y yo le escuchaba. Debían de ser las tres de la madrugada cuando un taxi yellow cab neoyorquino se detuvo ante la cabana. Era Eve. El teléfono de Ira estaba descolgado desde hacía dos días, y cuando ella no pudo seguir soportando la señal de comunicando cada vez que telefoneaba, llamó a un taxi y recorrió los casi cien kilómetros hasta aquel lugar en el campo y en plena noche. Llamó a la puerta, la abrí, ella entró precipitadamente en la sala, y allí estaba él. Es posible que Eve hubiera planeado durante el trayecto en taxi la escena que siguió, aunque también podría haberla improvisado fácilmente. Parecía salida de aquellas películas mudas en las que ella había actuado. Una actuación completamente chiflada, una pura y exagerada invención y, no obstante, tan adecuada para ella que la repetiría casi punto por punto sólo al cabo de unas semanas. Uno de sus papeles predilectos. La Suplicante.

Eve se puso de rodillas en medio de la sala y, olvidándose de mí (o tal vez sin olvidarse), exclamó: «¡Te lo ruego! ¡Te lo imploro! ¡No me abandones!», al tiempo que alzaba los brazos enfundados en el abrigo de visón. Le temblaban las manos y lloraba, como si lo que estuviera en juego no fuese un matrimonio sino la redención de la sociedad. Confirmaba así, si la confirmación era necesaria, su absoluto repudio a la racionalidad humana. Recuerdo que pensé: «Bueno, esta vez ha arruinado sus planes».

Pero yo no conocía a mi hermano, no sabía lo que era capaz de aguantar. Durante toda su vida había protestado de que la gente se pusiera de rodillas, pero habría creído que por entonces tendría los recursos para distinguir entre alguien que se arrodillaba debido a las condiciones sociales y alguien que sólo actuaba. No pudo contener del todo su emoción al verla así. O eso creía yo. Su imposibilidad de soportar el sufrimiento ajeno emergía a la superficie (o así lo creía yo), y salí de la cabana para fumar con el taxista hasta que la armonía se hubiera restaurado.

La estúpida política lo impregnaba todo. Eso era lo que pensaba en el taxi. Las ideologías que llenan la cabeza de la gente y socavan su observación de la vida. Pero sólo más tarde, durante el trayecto de regreso a Newark, empecé a comprender de qué manera esas palabras eran aplicables a la apurada situación en que estaba mi hermano con su esposa. Ira no sólo era incapaz de resistirse al sufrimiento de Eve. Desde luego, podía experimentar los impulsos que casi todo el mundo siente cuando una persona con la que está íntimamente relacionado empieza a derrumbarse; y, por supuesto, podía tener una idea errónea de lo que debería hacer al respecto. Pero no es eso lo que sucedió. Sólo cuando regresaba a casa comprendí que eso no era en absoluto lo que había sucedido.

Recuerda que Ira pertenecía al Partido Comunista sin la menor fisura. Obedecía cada giro de ciento ochenta grados en la política. Se tragaba la justificación dialéctica de cada canallada de Stalin. Ira apoyó a Browder [11] cuando éste era su mesías norteamericano, y cuando Moscú lo expulsó y, de la noche a la mañana, Browder se vio convertido en un colaborador de clase y un imperialista social, Ira se lo tragó todo y apoyó a Foster y la postura que éste defendía, la de que Estados Unidos iba por el camino del fascismo. Logró suprimir sus dudas y convencerse de que su obediencia a cada una de las vueltas que daba el partido ayudaba a construir una sociedad justa y equitativa en Estados Unidos. Se consideraba a sí mismo virtuoso, y en general creo que lo era, otro individuo inocente elegido por votación en un sistema que no comprendía. Resulta difícil creer que un hombre que daba tanta importancia a su libertad pudiera permitir ese control dogmático de su pensamiento. Pero mi hermano se rebajaba intelectualmente de la misma manera que todos. Desde el punto de vista político eran unos crédulos, desde el moral también. No se enfrentaban a la realidad. Los Iras cerraban sus mentes al origen de lo que vendían y celebraban. Era aquél un hombre cuya fuerza principal radicaba en la capacidad de decir que no. No temía decir que no, y te lo decía a la cara. Y, sin embargo, lo único que podía decir siempre al partido era que sí.

Se había reconciliado con ella porque ningún patrocinador, ninguna emisora ni agencia de publicidad tocaría a Ira mientras estuviera casado con la Sarah Bernhardt de las ondas. A eso apostaba, a que no podrían perjudicarle, no podrían deshacerse de él mientras tuviera a la realeza radiofónica de su parte. Ella protegería a su marido y, por extensión, protegería a la camarilla de comunistas que dirigían el programa de Ira. Se arrojó al suelo, le imploró que volviera a casa, y Ira comprendió que sería mejor obedecerla, porque sin ella estaba hundido. Eve era su tapadera, el baluarte del baluarte.

Es entonces cuando aparece un deus ex machina con su diente de oro. Eve lo descubrió. Oyó hablar de ella a algún actor quien, a su vez, se había informado a través de una bailarina. Era masajista, probablemente diez o doce años mayor que Ira, cercana a los cincuenta por entonces. Tenía un aire de desgaste, crepuscular, el de la hembra sensual que va cuesta abajo, pero su trabajo la mantenía en buena forma y conservaba bastante firme aquel cuerpo grande y cálido. Se llamaba Helgi Párn, era estonia y estaba casada con un estonio que trabajaba en una fábrica. Una mujer maciza, de clase obrera, a quien le gusta el vodka y tiene algo de prostituta y algo de ladrona. Una mujer corpulenta y sana a quien, la primera vez que se presenta, le falta un diente. Y, cuando vuelve, luce un diente nuevo, de oro, regalo de un dentista al que masajea. Otra vez aparece con un vestido, regalo de un fabricante textil a quien da masajes. En el transcurso del año se muestra con diversas piezas de bisutería fina, un abrigo de piel, un reloj, y no tarda en comprar acciones, etcétera, etcétera. Helgi mejora constantemente, y bromea acerca de todas sus mejoras. «No son más que muestras de agradecimiento», le dice a Ira. La primera vez que Ira le paga, ella le dice: «No acepto dinero, sino regalos». Y él le responde: «No puedo ir de compras. Tome esto y cómprese lo que guste».

Ella y Ira tienen la obligatoria discusión sobre la conciencia de clase, y él le dice que Marx instaba a los trabajadores como los Párn a arrebatar el capital a la burguesía y organizarse como la clase dirigente, controlando los medios de producción, pero Helgi no acepta nada de eso. Ella es estonia, los rusos han ocupado Estonia y la han convertido en una república soviética, por lo que es instintivamente anticomunista. Para ella sólo existe un país libre, los Estados Unidos de América. ¿Dónde si no una chica campesina inmigrante, sin educación, bla, bla, bla? Para Ira, esas mejoras son cómicas. De ordinario, su sentido del humor no da mucho de sí, pero por lo que respecta a Helgi es una excepción. Piensa que tal vez debería haberse casado con ella. Tal vez esta palurda grandullona y bondadosa a quien no espanta la realidad era su alma gemela, a la manera en que Donna Jones fue su alma gemela: debido a su lado bravio, debido a la faceta díscola de su carácter.

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[11] Earl Browder (1891-1973), dirigente del Partido Comunista de EE UU durante casi veinticinco años, hasta que rompió con la doctrina oficial del partido después de la Segunda Guerra Mundial. Se presentó a las elecciones presidenciales en 1936 y 1940. Fue expulsado del partido en 1946. Autor de numerosas obras, entre ellas Marx y América. (N. del T.) ** William Foster (1881-1961), dirigente del Partido Comunista de EE UU, tres veces candidato a la presidencia del país. En 1932, tras sufrir un ataque cardiaco, la dirección del partido recayó en Earl Browder, cuya política durante la Segunda Guerra Mundial Foster desaprobó. En 1945, cuando la dirección internacional comunista mostró su insatisfacción con Browder, Foster fue nombrado presidente del partido. En 1948 figuró entre los dirigentes acusados de actividad subversiva, pero no le juzgaron debido a su precario estado de salud. (TV. del T.)