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– Pero el padre no era francés -comentó la señora Schessel-. El padre es Carlton Pennington, con quien ella actuó en muchas películas. Y en una, esa en la que Pennington hacía de barón maduro, se fugaba con él.

– ¿Aquella en la que llevaba el sombrero?

– Nadie en el mundo luce un sombrero como lo hace ella -sentenció la señora Unterberg-. Lo mismo da que sea una boina, un sombrerito de ceremonia con unas flores, un sombrero de paja o uno de esos armatostes negros con velo, cualquier cosa, un fieltro tirolés marrón con una pluma, un turbante de lana, una capucha de anorak forrada de piel… no importa lo que se ponga, tiene un aspecto estupendo.

– En una foto llevaba, nunca lo olvidaré -dijo la señora Svirsky-, un vestido de noche blanco con bordado de oro y un manguito de armiño blanco. No había visto a nadie tan elegante en toda mi vida. Había una comedia… ¿cómo se llamaba? Fuimos a verla juntas, chicas. Llevaba un vestido de lana color vino tinto, la falda y el corpino anchos, adornado con encantadoras volutas bordadas…

– ¡Sí! -exclamó la señora Unterberg-. Y un sombrero con velo a juego. De fieltro, alto, color vino tinto, con el «velo arrugado».

– ¿La recordáis con un vestido de volantes en aquella otra comedia? -preguntó la señora Svirsky-. Nadie lleva los volantes como ella. ¡Una hilera doble de volantes blancos en un vestido de cóctel negro!

– Pero ese nombre, Sylphid… -insistió la señora Schessel-. ¿De dónde procede?

– Nathan lo sabe -dijo la señora Svirsky-. Preguntémosle. ¿No está Nathan aquí?

– Está haciendo los deberes -respondió mi madre.

– Pues pregúntaselo. ¿Qué clase de nombre es Sylphid?

– Se lo preguntaré luego -dijo mi madre.

Pero ella era lo bastante discreta para no hacerlo, aunque en mi fuero interno, desde que tuve acceso al círculo encantado, ardía en deseos de contárselo a todo el mundo. ¿Cómo visten? ¿Qué comen? ¿De qué hablan mientras comen? ¿Cómo es su casa? Es espectacular.

Mi primer encuentro con Ira, ante el domicilio del señor Ringold, tuvo lugar el martes 12 de octubre de 1948. Si la World Series no hubiera terminado el lunes, es posible que, tímidamente, por deferencia a la intimidad de mi profesor, hubiera pedaleado más rápido al pasar ante la casa donde él y su hermano retiraban los marcos de tela metálica y, sin agitar la mano ni decir siquiera hola, hubiese doblado la esquina de Osborne Terrace. Resultó, sin embargo, que el día anterior había escuchado la retransmisión del partido en el que los Indians vencieron a los veteranos Boston Braves en el último partido, y lo había hecho en el despacho del señor Ringold. Aquella mañana, el profesor trajo consigo un receptor de radio y, después de las clases, invitó a los chicos cuyas familias aún no tenían televisión, la gran mayoría de nosotros, a apretujarse en su despachito de director del departamento de inglés para escuchar el partido, que ya había comenzado en el campo de los Braves.

Así pues, la cortesía requería que redujera bastante la velocidad y le diera las gracias por su amable gesto del día anterior. Y la cortesía también requería que saludara y sonriese al gigante que estaba en su jardín. Con la boca seca, rígido, tuve que detenerme, presentarme y responder un tanto simplonamente cuando él me sorprendió al preguntarme: «¿Cómo te va, muchacho?», respondiendo que, la tarde en que él se presentó en el auditorio, fui uno de los chicos que abuchearon a Stephen A. Douglas cuando proclamó ante Lincoln: «Me opongo a que los negros gocen de cualquier clase de ciudadanía. [Buuu.] Creo que este gobierno tiene un fundamento blanco. [Buuu.] Creo que se ha organizado para los hombres blancos [buuu], en beneficio de los hombres blancos [buuu] y de sus descendientes para siempre. [Buuu.] Estoy a favor de limitar la ciudadanía a los hombres blancos… en vez de conferirla a negros, indios y otras razas inferiores. [Buuu. Buuu. Buuu.]».

Algo mucho más arraigado que la mera cortesía (la ambición de ser admirado por mi convicción moral) me impulsó a superar la timidez y decirle, decirle a la trinidad de Ira, a las tres personas que se daban en él (el mártir patriota del podio, Abraham Lincoln; Iron Rinn, el norteamericano de las ondas aéreas, dotado de talento natural y audacia; y el matón redimido del primer distrito de Newark, Ira Ringold), que fui yo quien instigó el abucheo.

El señor Ringold bajó las escaleras desde el segundo piso, sudando copiosamente, sin más indumentaria que unos pantalones de color caqui y unos mocasines. Le seguía la señora Ringold, quien, antes de regresar arriba, dejó una bandeja con una jarra de agua fría y tres vasos. Y así, a las cuatro y media de la tarde del 12 de octubre de 1948, un ardiente día de otoño y la tarde más asombrosa de mi adolescencia, dejé la bicicleta en el suelo y me senté en los escalones del pórtico de mi profesor de inglés con el marido de Eve Frame, Iron Rinn, de Los libres y los valientes, hablando de una World Series en la que Bob Feller perdió, increíblemente, dos juegos y Larry Doby, el pionero de los jugadores negros en la Liga Americana, a quien todos admirábamos, pero con una admiración distinta de la que sentíamos por Jackie Robinson, había salido vencedor.

Entonces hablamos de boxeo, de que Louis había dejado fuera de combate a Joe Walcott de Jersey, cuando éste iba muy por delante en puntuación; de que el junio pasado Tony Zale había recuperado el título de peso medio, arrebatándoselo a Rocky Graziano allí mismo, en Newark, en el estadio Ruppert, derribándole con un gancho de izquierda en el tercer asalto, y luego lo había perdido a manos de un francés, Marcel Cerdan, en Jersey City, un par de semanas atrás, en septiembre… Iron Rinn me estaba hablando de Tony Zale y de repente se puso a hablar de Winston Churchill, de un discurso que Churchill había pronunciado pocos días antes y que le había sulfurado, un discurso en el que aconsejaba a Estados Unidos que no destruyera su reserva de bombas atómicas porque el arma atómica era lo único que impedía que los comunistas dominaran el mundo. Se refería a Winston Churchill en el mismo tono en que hablaba de Leo Durocher y Marcel Cerdan. Llamó al político inglés cabrón reaccionario y fomentador de la guerra sin el menor titubeo, exactamente como llamaba bocazas a Durocher y holgazán a Cerdan. Hablaba de Churchill como si éste estuviera al frente de la gasolinera de la avenida Lyons. No era así como nosotros hablábamos de Churchill en casa, sino más bien la manera en que nos referíamos a Hitler. Al igual que su hermano, Ira no establecía en su conversación ninguna línea de corrección, y carecía de tabúes convencionales. Podías mezclar y revolver todo cuanto quisieras: deportes, política, historia, literatura, opiniones osadas, citas polémicas, sentimientos idealistas, rectitud moral… Todo esto producía una extraordinaria sensación tonificante, evocaba un mundo distinto y peligroso, exigente, honesto, agresivo, liberado de la necesidad de complacer. Y liberado de la escuela. Iron Rinn no era sólo un astro de la radio, sino alguien fuera del aula que decía lo que pensaba sin ningún temor.

Yo acababa de leer una obra acerca de un hombre que también decía lo que pensaba sin ningún temor, Thomas Paine, y ese libro, una novela histórica de Howard Fast titulada El ciudadano Tom Paine, figuraba entre los que estaban en el cesto de mi bicicleta y que iba a devolver a la biblioteca. Mientras Ira me hablaba mal de Churchill, el señor Ringold se había acercado a los libros que habían caído al suelo, junto al pórtico, y examinaba los lomos para ver qué leía yo. La mitad de los libros, escritos por John R. Tunis, trataban de béisbol, y la otra mitad, de Howard Fast, eran de historia norteamericana. Estaba formando mi idealismo, y mi idea del hombre, a lo largo de unas líneas paralelas: una, alimentada por novelas acerca de campeones del béisbol que ganaban sus juegos con grandes dificultades, sufrían adversidades, humillaciones y muchas derrotas en su esforzado camino hacia la victoria, y la otra, por novelas sobre norteamericanos heroicos que lucharon contra la tiranía y la injusticia, paladines de la libertad de Estados Unidos y de toda la humanidad. Un sufrimiento heroico. Ésa era mi especialidad.