Y Van Tassel Grant, la adorada viuda de Bryden, ese abnegado funcionario, gozaba de su importancia y charlaba por los codos. Durante toda la ceremonia fúnebre, la boca de la malignidad temeraria habló atropelladamente, debido a su aflicción televisada, acerca de nuestra pérdida nacional. Lástima que no hubiera nacido en China en lugar de en los Estados Unidos. Aquí tenía que conformarse con ser una novelista de best sellers, una famosa personalidad radiofónica y una anfitriona de la alta sociedad washingtoniana. Allí podría haber dirigido la Revolución Cultural de Mao.
En mis noventa años de vida, Nathan, he presenciado dos funerales causantes de una hilaridad sensacional. En el primero estuve presente cuando tenía trece años, y el segundo lo vi en televisión hace sólo tres, a los ochenta y siete. Dos funerales que vienen a ser como los paréntesis entre los que transcurre mi vida consciente. No son acontecimientos misteriosos. No requieren un genio que descubra su significado. Son tan sólo unos acontecimientos naturales que revelan, tan claramente como Daumier reveló las características peculiares de la especie en sus caricaturas, las mil y una dualidades que tuercen su naturaleza y forman el nudo humano. El primero fue el funeral del canario del señor Russomanno, cuando el zapatero remendón se hizo con un ataúd, portadores y un coche fúnebre tirado por caballos, y enterró majestuosamente a su amado Jimmy, y cuando mi hermano menor me rompió la nariz. El segundo fue cuando enterraron a Richard Milhous Nixon con un saludo de veintiún cañonazos. Ojalá los italianos del distrito primero hubieran podido estar allí, en Yorba Linda, con el doctor Kissinger y Billy Graham. Ellos sí que habrían sabido disfrutar del espectáculo. Se habrían desternillado de risa al oír lo que se proponían aquellos dos individuos, las indignidades a las que descendían para dignificar aquel alma flagrantemente impura. Y si Ira hubiera estado vivo para oírles, se habría vuelto loco de nuevo ante el hecho fehaciente de que el mundo lo entendía todo mal.
8
– Ira siguió desbarrando, pero ahora contra sí mismo. ¿Cómo era posible que aquella farsa le hubiera arruinado la vida? Todo cuanto era accesorio, la materia periférica de la existencia contra la que le había prevenido el camarada O'Day. El hogar, el matrimonio, la familia, las queridas, el adulterio. ¡Toda la mierda burguesa! ¿Por qué no había vivido como O'Day? ¿Por qué no había recurrido a prostitutas como O'Day? Auténticas prostitutas, profesionales fiables que comprendían las reglas, y no aficionadas chismosas como su masajista estonia.
Entonces empezaron a acosarle las recriminaciones. No debería haber dejado a O'Day. Abandonar la fábrica de discos, irse a Nueva York, casarse con Eve Frame, considerarse pomposamente el señor Iron Rinn… no debería haber hecho nada de todo eso. El mismo era consciente de que no debería haber vivido jamás como lo hizo cuando se marchó del Oeste Medio. No debería haber tenido el apetito de experiencia de un ser humano ni la incapacidad humana de conocer el futuro ni la propensión humana a cometer errores. No debería haberse permitido perseguir una sola de las metas que se propone un hombre viril y ambicioso. Ser un trabajador comunista, vivir solo en una habitación en Chicago Este, sin más luz que la de una bombilla de sesenta vatios… tal era la altura ascética de la que había caído al infierno.
La clave de todo aquello era la acumulación de humillaciones. Lo que le habían lanzado encima no era un simple libro, sino una bomba en forma de libro. McCarthy tendría los doscientos, trescientos o cuatrocientos comunistas en sus listas inexistentes, pero alegóricamente una persona debería representarlos a todos. Alger Hiss es el ejemplo principal. Tres años después del caso Hiss, Ira se convirtió en otro. Aún más: para el ciudadano de a pie, Hiss seguía siendo el hombre del Departamento de Estado y Yalta, y, por tanto, muy alejado del norteamericano corriente, mientras que Ira representaba el comunismo de la cultura popular. Para la confusa imaginación de la gente, él era el comunista demócrata. Era Abe Lincoln. Se trataba de algo muy fácil de entender: Abe Lincoln como el malvado representante de una potencia extranjera, Abe Lincoln como el mayor traidor que tuvo Norteamérica en el siglo XX. Ira llegó a ser para la nación la personificación del comunismo, el comunista personalizado: Iron Rinn era el comunista que había traicionado al hombre corriente, de una manera como jamás podría haberlo hecho Alger Hiss [16].
Era un gigante de gran fortaleza, y en muchos aspectos insensible, pero al final no pudo encajar las calumnias que amontonaban sobre él. Los gigantes también son derribados. Sabía que no podría ocultarse de lo ocurrido y, a medida que transcurría el tiempo, pensó que nunca podría esperar a que todo pasara. Empezó a pensar que, una vez alzada la tapadera, siempre le acecharían desde una u otra parte para atacarle. El gigante no podía encontrar nada adecuado con que hacer frente a la situación, y fue entonces cuando se dio por vencido.
Fui a buscarle y lo traje a vivir con nosotros hasta que no pudimos seguir soportando la situación, y entonces lo ingresé en el hospital de Nueva York. Allí se pasó el primer mes sentado en una silla, restregándose las rodillas y los codos y abrazándose la caja torácica porque le dolían las costillas, pero por lo demás estaba inerte, con la vista fija en el suelo y deseando morirse. Cuando iba a verle apenas hablaba. De vez en cuando decía: «Todo lo que he querido hacer…». Eso era todo. Nunca fue más allá, por lo menos en voz alta. Eso fue lo único que me dijo durante semanas. En un par de ocasiones musitó: «Estar así…», «nunca me propuse…». Pero lo que decía sobre todo era: «Todo lo que he querido hacer…».
En aquella época no había demasiada ayuda para los pacientes mentales. Las únicas püdoras que les daban eran sedantes. Ira se negaba a comer. Estaba sentado en aquella primera unidad (a la que llamaban unidad de desequilibrados) de ocho camas, con bata, pijama y zapatillas, y cada día que pasaba se parecía más a Lincoln. Demacrado, extenuado, con la expresión triste de Lincoln. Yo le visitaba, me sentaba a su lado, le tomaba la mano y pensaba: «Si no fuera por ese parecido, nada de esto le habría ocurrido. Si no hubiera sido responsable de su aspecto».
Transcurrió un mes antes de que lo trasladaran a la unidad de semidesequilibrados, donde los pacientes vestían con normalidad y recibían una terapia recreativa. Algunos de ellos jugaban a voleibol, otros a baloncesto, pero Ira no podía debido a sus dolores articulares. Llevaba un año viviendo con un dolor que era intratable, y es posible que eso le trastornara más que la calumnia. Tal vez el adversario que destruyó a Ira fue el dolor físico, y el libro no habría bastado para destruirle de no haber tenido la salud tan debilitada.
[16] Alger Hiss (1904), funcionario del Departamento de Estado que asistió a la conferencia de Yalta como consejero de Roosevelt. Condenado en 1950 por perjurio, tras haber sido acusado de pertenecer a un grupo de espionaje comunista. A pesar de que él siempre se proclamó inocente, pasó en la cárcel tres de los cinco años a los que fue sentenciado. Su caso parece haber servido para que el senador McCarthy sostuviera la afirmación de que los comunistas se habían infiltrado en el Departamento de Estado. (N. del T.)