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Al final, el presentador del programa mencionó el inminente recital de Sylphid en el ayuntamiento, y Sylphid tocó el arpa. Esa había sido la finalidad, el motivo por el que Eve había accedido a degradarse de aquella manera en la televisión. Lo había hecho por el bien de la carrera de Sylphid, naturalmente. Me pregunté si podía existir una metáfora mejor de su relación: Eve llorando en público por todo lo que ha perdido, mientras la hija, a quien no le importan los sentimientos de su madre, toca el arpa y da publicidad al recital…

Un par de años después, Sylphid la abandona. Cuando Eve se hunde y más la necesita, la hija descubre su independencia. A los treinta años, Sylphid decide que no es bueno para el bienestar sentimental de una hija vivir con una madre de edad mediana que la acuesta y arropa cada noche. Mientras que la mayoría de los hijos abandonan a sus padres a los dieciocho o veinte, viven independientes durante quince o veinte y, con el tiempo, se reconcilian con sus padres entrados en años y tratan de echarles una mano, Sylphid prefiere hacer las cosas completamente al revés. Por las mejores razones psicológicas modernas, Sylphid se va a Francia para vivir a costa de su padre.

Por entonces Pennington ya estaba enfermo, y murió al cabo de un par de años. Cirrosis hepática. Sylphid heredó la finca, los coches, los gatos y la fortuna de la familia Pennington. Sylphid se quedó con todo, incluido el guapo chófer italiano de Pennington, con quien se casó. Sí, Sylphid casada. Incluso engendró un hijo. Tal es la lógica de la realidad. Sylphid Pennington fue madre. Gran noticia para la prensa sensacionalista debido a una interminable querella legal iniciada por un famoso diseñador de decorados francés, cuyo nombre he olvidado, y que había sido amante de Pennington durante largo tiempo. Ese hombre afirmaba que el chófer era un buscavidas, un cazador de fortunas, que sólo recientemente había salido a escena, que él mismo había sido amante ocasional de Pennington, y que de alguna manera había manipulado o falsificado el testamento del actor.

Cuando Sylphid abandonó Nueva York para instalarse en Francia, Eve Frame era una alcohólica sin remedio. Tuvo que vender la casa. Murió sumida en el estupor de la bebida en una habitación de hotel de Manhattan, en 1962, diez años después de la publicación del libro. El público la había olvidado. Tenía cincuenta y cinco años. Ira murió dos años después, a los cincuenta y uno. Pero había vivido lo suficiente para verla sufrir, y no creo que eso le alegrara. No creo que le gustara la partida de Sylphid. «¿Dónde está la encantadora hija de la que todos oíamos hablar tanto? ¿Dónde está la hija para decir: "Te ayudaré, mamá"? ¡Se ha ido!»

La muerte de Eve puso de nuevo a Ira en contacto con las satisfacciones primarias, desencadenó el principio del placer del cavador de zanjas. Cuando a una persona que ha actuado siempre por impulso se le retira la manipulación de la respetabilidad, la construcción social civilizadora, ¿qué es lo que aparece? Un geiser, ¿no es cierto? Empieza a brotar. Tu enemigo destruido… ¿qué podría ser mejor? Cierto, tardó un poco más de lo que él había esperado y, desde luego, esta vez no llegó a hacerlo con sus propias manos, no sintió el chorro de sangre caliente en la cara, pero de todos modos nunca había visto a Ira disfrutar tanto como cuando supo que Eve había muerto.

¿Sabes qué dijo cuando murió Eve? Lo mismo que la noche en que asesinó al tipo italiano y organizamos su huida. «Strollo ha ido a dar su último paseo», me dijo. Era la primera vez que pronunciaba ese nombre en más de treinta años. «Strollo ha ido a dar su último paseo», y entonces soltó la risa entrecortada de muchacho alocado. Aquella risa que decía: «A ver si se atreven a intentar hacerme lo mismo». La risa desafiante que yo todavía recordaba, desde 1929.

Ayudé a Murray a bajar los tres escalones de la terraza y lo llevé por el oscuro sendero hasta donde mi coche estaba aparcado. Avanzamos en silencio por la carretera de montaña llena de curvas, pasamos junto al lago Madamaska y llegamos a Athena. Cuando le miré, vi que tenía la cabeza echada atrás y los ojos cerrados. Primero pensé que estaba dormido, y entonces me pregunté si habría muerto, si, tras haber recordado toda la historia de Ira, tras haberse oído a sí mismo contar la historia completa de Ira, incluso aquel hombre tan resistente había perdido la voluntad de seguir adelante. Volví a recordarle cuando nos leía en clase, sentado en el ángulo de su mesa, pero sin el borrador amenazante, nos leía escenas de Macbeth, dando una voz distinta a cada personaje, sin temor a caer en la teatralidad y la actuación, y me impresionaba lo viril que parecía la literatura representada de aquella manera. Recordé haber oído al señor Ringold leer la escena al final del acto cuarto de Macbeth, cuando Ross informa a Macduff que Macbeth ha matado a la familia de Macduff, mi primer encuentro con un estado espiritual que es estético y deja de lado todo lo demás.

En el papel de Ross leyó: «Tu castillo ha sido asaltado; tu mujer y tus hijos han sido bárbaramente destrozados…». Entonces, tras un largo silencio en que Macduff al mismo tiempo comprende y deja de comprender, Murray leyó con la voz de Macduff, una voz serena, sorda, casi como un niño en su réplica: «¿También mis hijos?».

«Mujer, hijos, criado», dijo el señor Ringold/Ross, «todos los que pudieron encontrar». El señor Ringold/ Macduff volvió a quedarse mudo, lo mismo que los alumnos: la clase como tal se había desvanecido del aula, todo se había desvanecido excepto las palabras de incredulidad que seguirían. Entonces el señor Ringold/Macduff dijo:

«¿También mataron a mi mujer?». Y el señor Ringold/ Ross respondió: «Ya lo he dicho». El gran reloj avanzaba hacia las dos y media en la pared del aula. En el exterior, el autobús 14 avanzaba por la cuesta de la avenida Chancellor. Faltaban pocos minutos para que terminara la larga jornada escolar. Pero lo único que importaba, más que lo que sucediera después de la escuela o incluso en el futuro, era el momento en que el señor Ringold/Macduff comprendiera lo incomprensible. «El no tiene hijos», dijo el señor Ringold. ¿A quién se refería? ¿Quién no tenía hijos? Algunos años después supe cuál era la interpretación habitual, que Macduff se refiere a Macbeth, que éste es ese «él» que no tiene hijos. Pero, tal como lo leía el señor Ringold, ese «él» a quien Macduff se refiere es, horriblemente, el mismo Macduff. «¿Todos mis queridos pequeños? ¿Has dicho que todos? ¿…Todos? ¿Qué, todos mis lindos polluelos y su madre, bajo su garra feroz?» Y entonces Malcolm dice, el señor Ringold/Malcolm, ásperamente, como para hacer que Macduff volviera en sí: «Piénsalo como un hombre». «Eso haré», responde el señor Ringold/ Macduff.

Entonces el sencillo verso que, en la voz de Murray Ringold, se impondría cien, mil veces durante el resto de mi vida: «Pero también debo sentirlo como un hombre».

«But I must also/eel it as a man», nos dijo el señor Ringold al día siguiente. «Diez sílabas, cinco compases, pentámetro… nueve palabras, el tercer acento yámbico recae con naturalidad y perfección en la quinta y más importante palabra… ocho monosílabos y la única palabra de dos sílabas tan corriente y tan útil como cualquiera del inglés cotidiano… y sin embargo, todas juntas, y en el lugar donde se encuentran… ¡qué fuerza! Sencillo, muy sencillo, ¡y como un martillo!»