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– V. I., ya sé que esto parece una imposición. Pero tú eres como de la familia y no puedo mezclar a extraños en los asuntos de Consuelo.

Yo apreté los dientes. Fabiano era un mocoso medio hosco, medio arrogante, como aquellos con los que yo solía pasarme media vida cuando era abogado de oficio. Me hubiese gustado perderlos de vista cuando me convertí en detective privado ocho años atrás. Pero los Alvarado se lo merecían. Un año antes, en Navidad, Carol se pasó el día cuidándome cuando me di un baño imprevisto en el lago Michigan. Luego, aquella vez que Paul Alvarado cuidó a la niña de Jill Thayer cuando su vida estaba en peligro. Podía recordar un sinnúmero de ocasiones, grandes y pequeñas, así que no tenía elección. Accedí a recogerles en la clínica de Lotty a mediodía.

La clínica se hallaba lo bastante cerca del lago como para que llegase una brisa a disipar algo del terrible calor del verano. Pero cuando llegamos a la autopista y nos dirigimos a los barrios del noroeste, el aire cálido nos golpeó. Mi cochecito no tiene aire acondicionado y el aire caliente que se metía por las ventanillas abiertas acabó incluso con el entusiasmo de Consuelo.

Por el retrovisor la veía pálida y marchita. Fabiano se había alejado al otro extremo del asiento, diciendo huraño que hacía demasiado calor como para acercarse. Llegamos a una intersección de la carretera con la Ruta 58.

– La desviación debe estar por aquí -dije por encima del hombro-. ¿Por qué lado de la carretera es?

– Por el izquierdo -gruñó Fabiano.

– No -dijo Consuelo-. Por el derecho. Carol dijo que era por el lado norte de la autopista.

– Quizá seas tú la que tendrías que hablar con el director -dijo Fabiano enfadado, en español-. Tú organizaste la entrevista, conoces el camino. ¿Te fías de mí como para que vaya, o prefieres hacerlo en mi lugar?

– Lo siento, Fabiano. Perdóname, por favor. Estoy preocupada por el niño. Sé que puedes ocuparte de esto tú solo. -Él rechazó su mano suplicante.

Llegamos a Osage Way. Giré hacia el norte y seguí por la calle durante una milla o dos. Consuelo tenía razón: Canary and Bidwell, fabricantes de pinturas, se encontraba detrás de la carretera, en un moderno parque industrial. El edificio, bajo y blanco, se alzaba en un paisaje que incluía un lago artificial con patos y todo.

Al verlo, Consuelo revivió.

– ¡Qué bonito! Qué bien que puedas trabajar con estos patos tan bonitos y los árboles.

– Qué bonito -asintió Fabiano sarcástico-. Después de haber conducido treinta millas con todo el calor, me va a encantar ver a los patos.

Me metí en el aparcamiento de visitantes.

– Iremos a ver el lago mientras hablas con el señor. Buena suerte.

Puse tanto entusiasmo como pude en el comentario. Si no conseguía el trabajo antes de que naciese el niño, quizá Consuelo se olvidase de él y pidiese el divorcio o una anulación. A pesar de su austera moralidad, la señora Alvarado se ocuparía de su nieto. Tal vez su nacimiento liberase a Consuelo de sus miedos y se decidiese a vivir de una vez su propia vida.

Ella despidió vacilante a Fabiano, deseando besarle pero sin atreverse. Me siguió en silencio hasta el sendero que rodeaba el agua, caminando lenta y dificultosamente con su barriga de siete meses. Nos sentamos en la escasa sombra de los jóvenes árboles y contemplamos, calladas, a las aves. Acostumbradas a las migajas de los visitantes, nadaron hacia nosotras graznando esperanzadas.

– Si es una niña, Lotty y tú seréis las madrinas, V. I.

– ¿Charlotte Victoria? Qué carga más tremenda para un bebé. Tendrías que preguntarle a tu madre, Consuelo. Tal vez eso le ayude a reconciliarse contigo.

– ¿Reconciliarse? Piensa que soy una malvada. Malvada y despilfarradora. Carol, igual. Sólo Paul me apoya un poco… ¿Tú también lo piensas, V. I.? ¿Crees que soy malvada?

– No, cara. Creo que estás asustada. Quieren que vayas tú sola a Gringolandia y ganes premios para ellos. Es difícil hacerlo sola.

Ella me cogió la mano, como una niña pequeña.

– ¿Entonces serás la madrina?

No me gustaba su aspecto: demasiado blanca, con rosetones en las mejillas.

– No soy cristiana. Puede que vuestro párroco tenga algo que decir al respecto… ¿Por qué no te quedas aquí descansando y yo voy a un bar y traigo algo fresco para beber?

– Yo… no te vayas, V. I. Me siento muy rara, me pesan las piernas…, creo que el bebé viene.

– No puede ser. ¡Sólo estás en el séptimo mes!

Le palpé el abdomen, sin saber qué tenía que encontrar. Su falda estaba empapada y cuando la toqué sentí un espasmo.

Miré a mi alrededor aterrada. No se veía un alma. Por supuesto, estábamos más allá de O'Hare [2]. No había calles, ni vida urbana, ni gente; sólo millas y millas de centros comerciales y puestos de comida rápida.

Traté de dominar el pánico y hablé con calma.

– Voy a dejarte sola unos minutos, Consuelo. Necesito entrar en la fábrica y averiguar dónde está el hospital más cercano. Tan pronto como lo sepa, vendré a buscarte… Intenta respirar despacio, contén la respiración y exhala el aire -le apreté la mano y practiqué con ella unas cuantas veces. Sus ojos pardos estaban muy abiertos y aterrorizados y su cara muy cansada y blanca, pero me sonrió débilmente.

Dentro del edificio, me detuve un momento, desorientada. Un débil olor acre llenaba el aire, y se oía una especie de rumor, pero no había ningún mostrador, ni recepcionista ni nada. Podía haber sido la entrada del infierno. Me metí por un pasillo en dirección al ruido. Una habitación enorme se abría a la derecha, llena de hombres, barriles y una espesa niebla. A la izquierda vi una verja en la que se leía RECEPCIÓN. Detrás de ella estaba sentada una señora de mediana edad con pelo desteñido. No era gorda, pero tenía esa barbilla fláccida que provoca la falta de ejercicio y una dieta inadecuada. Se ocupaba de varios montones de papeles, con aspecto poco esperanzado.

Levantó la vista, agobiada y brusca, cuando la llamé. Le expliqué la situación lo mejor que pude.

– Necesito llamar a Chicago para hablar con su médico. Para saber a dónde la llevo.

La luz se reflejaba en las gafas de la mujer. No le podía ver los ojos.

– ¿Una chica embarazada? ¿En el lago? ¡Debe estar usted equivocada!

Tenía el acento nasal del sur de Chicago: Marquette Park trasladado a las afueras.

Respiré profundamente y lo volví a intentar.

– He traído aquí a su marido. Está hablando con el señor Héctor Muñoz. Acerca de un trabajo. Ella vino con nosotros. Tiene dieciséis años. Está embarazada, de parto. Tengo que llamar a su médico, tengo que encontrar un hospital.

La barbilla colgante tembló un poco.

– No estoy segura de entender lo que me está diciendo. Pero si quiere usted hablar por teléfono, bonita, venga por aquí.

Apretó un botón junto a su escritorio, que levantó la verja que había ante la puerta, señaló un teléfono y volvió a sus montones de papeles.

Carol Alvarado contestó con la calma anormal que las crisis provocan en algunas personas. Lotty estaba operando en Beth Israel; Carol podía llamar al departamento de obstetricia de allí y averiguar a qué hospital debería llevar a su hermana. Sabía dónde estaba yo; había ido varias veces a visitar a Héctor. Me dijo que esperase.

Me quedé allí, con el teléfono húmedo en la mano, las axilas empapadas, las piernas temblando, luchando contra el impulso de gritar de impaciencia. Mi compañera de la barbilla colgante me miraba de reojo mientras revolvía sus papeles. Yo respiraba con el diafragma para tranquilizarme y me concentraba en cantar mentalmente Un bel dì. Cuando Carol volvió al teléfono, yo respiraba más o menos con normalidad y podía concentrarme en lo que me estaba diciendo.

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[2] El aeropuerto de Chicago. (N. de la T.)