Pero con el nacimiento de ese segundo hijo deficiente, las cosas no debieron de ser tan fáciles para Jack. Porque si el viejo Jack Davies forzaba a esa madre para que se fuera con despiadadas súplicas de «que la quitaran de su vista, que escondieran a esa criatura en alguna parte», existía la posibilidad de que esa madre también se llevara al otro hijo. Y eso significaría despedirse de Gideon y de poder disfrutar de la fama que Gideon iba a conseguir.
«Cuando Sonia Davies fue asesinada en la bañera, ¿tenía conocimiento la policía de la existencia de Virginia? -se preguntó Barbara-. Y si así era, ¿había conseguido la familia mantener en secreto la actitud del viejo Jack?» Era muy probable.
Lo había pasado muy mal en la guerra, nunca se había recuperado, era un héroe militar. Pero también parecía que era un hombre al que le faltaban cinco notas para ser una sonata completa, y ¿cómo podía nadie saber qué sería capaz de hacer ese hombre cuando sus planes se vieran frustrados?
Barbara se encaminó de nuevo hacia la acera, cerrando la verja a sus espaldas. Lanzó el cigarrillo al suelo y volvió sobre sus pasos hacia el convento de la Inmaculada Concepción.
Esa vez se encontró a sor Cecilia Mahoney en el enorme jardín que había detrás del edificio principal. Junto con otra monja, estaba recogiendo las hojas secas de un gigantesco sicómoro que podría haber dado sombra a una aldea entera. Hasta ese instante, habían hecho cinco montones de hojas; formaban unos coloridos terraplenes sobre el césped. A lo lejos, donde un muro delimitaba el final de las propiedades del convento y lo protegía de los vagones de metro que retumbaban bajo tierra a lo largo de todo el día, un hombre ataviado con un mono y un gorro de lana vigilaba una hoguera en la que ya ardían algunas hojas secas.
– Debería tener cuidado con eso -le sugirió Barbara a sor Cecilia mientras se le acercaba-. Un despiste y todo el barrio de Kensington arderá en llamas. Supongo que no desea que suceda una cosa así.
– Y no tendríamos a Wren [6] para construir los nuevos edificios.-apuntó sor Cecilia-. Sí, lo estamos haciendo con sumo cuidado, agente. A George no se le ocurriría dejar de vigilar la hoguera. Y creo que George es el que sale ganando. Nosotras recogemos las hojas secas y hacemos una ofrenda que Dios recibe con sumo placer.
– ¿Cómo dice?
La monja pasó el rastrillo sobre la hierba; las púas asían grupos de hojas.
– Si me lo permite, era una alusión bíblica. Caín y Abel. La hoguera de Abel causó un humo que fue directo al cielo.
– ¡Ah, sí!
– ¿No conoce el Antiguo Testamento?
– Sólo los trozos en los que hay relaciones y engendramientos. Esos me los sé casi todos de memoria.
Sor Cecilia se rió y cogió el rastrillo para apoyarlo en un banco que rodeaba el sicómoro del centro del jardín. Volvió hacia Barbara y le respondió:
– Seguro que en aquella época había muchos emparejamientos e hijos, ¿no es verdad, agente? Pero no les quedaba más remedio, ya que les habían ordenado poblar la tierra.
Barbara sonrió y le preguntó:
– ¿Podría hablar un momento con usted?
– Por supuesto. Supongo que prefiere que vayamos dentro.
Sor Cecilia no esperó respuesta. Simplemente le dijo a su compañera: «Sor Rose, ¿sería tan amable de ocuparse de esto durante un cuarto de hora…?», y cuando la otra monja asintió, se encaminó hacia un corto tramo de escalones de hormigón que conducían a la puerta trasera del pardo edificio de ladrillo.
Anduvieron a lo largo de un pasillo con el suelo de linóleo hasta llegar a una puerta en la que ponía: SALA DE VISITAS. Al llegar, sor Cecilia llamó a la puerta, y como no respondió nadie, la abrió de par en par y le preguntó:
– ¿Le apetece una taza de té, agente? ¿De café? Creo que aún nos queda alguna que otra galleta.
Barbara declinó la invitación. Le explicó a la monja que sólo deseaba hablar con ella.
– ¿No le importa si yo…? -Sor Cecilia señaló una tetera eléctrica que estaba sobre una bandeja desportillada de plástico junto a una cajita de té Earl Grey, además de varias tazas y platillos que no hacían juego. Enchufó la tetera, y de la parte superior de una pequeña cómoda extrajo una caja con terrones de azúcar; dejó caer tres dentro de la taza, y con toda serenidad le dijo a Barbara-: Soy muy golosa. Pero Dios perdona los pequeños vicios en todos nosotros. Sin embargo, no me sentiría tan culpable si, como mínimo, aceptara comerse una galleta. Son bajas en calorías. Pero con eso no quiero decir que necesite…
– No me ha ofendido en absoluto -la interrumpió Barbara-. Me comeré una.
Sor Cecilia, con una mirada traviesa, le comentó:
– Vienen en paquetes de dos, agente.
– Pues páseme uno. Ya me las arreglaré.
Con el té a punto y las galletas en su pequeño paquete sobre el plato, sor Cecilia ya se encontraba dispuesta a prestar atención a Barbara. Se sentaron en unas sillas con funda de vinilo, junto a una ventana que daba al jardín en el que sor Rose todavía estaba recogiendo las hojas secas con el rastrillo. Las separaba una baja mesa de chapa, sobre la que había una gran variedad de revistas religiosas y un ejemplar de Elle, muy manoseado.
Barbara le explicó que había conocido a Lynn Davies y le preguntó si tenía conocimiento de ese matrimonio y de esa otra hija de Richard Davies.
Sor Cecilia le confirmó que hacía mucho tiempo que lo sabía, ya que Eugenie le había contado la historia de Lynn Davies y de su «pobre hija» poco después del nacimiento de Gideon.
– Le puedo asegurar, agente, que causó un gran efecto en ella. Ni siquiera sabía que Richard estaba divorciado, y pasó una buena época reflexionando sobre lo que podría implicar que no se lo hubiera contado antes de casarse.
– Supongo que se sintió traicionada.
– ¡Ah, ella no estaba preocupada porque no se lo hubiera contado antes! O, como mínimo, si lo estaba, nunca hablamos de eso. Eran las implicaciones espirituales y religiosas con las que Eugenie luchaba en los primeros años posteriores al nacimiento de Gideon.
– ¿Qué clase de implicaciones?
– Bien, la Santa Iglesia considera el matrimonio como una unión permanente entre un hombre y una mujer.
– ¿Le preocupaba que la Iglesia pudiera considerar legítimo el primer matrimonio y que, por lo tanto, el suyo no tuviera validez? ¿Y que los hijos de su matrimonio se consideraran ilegítimos?
Sor Cecilia tomó un sorbo de té y respondió:
– Sí y no. La situación era aún más complicada, ya que Richard no era católico. De hecho, el pobre hombre no era de ninguna religión. Nunca se había casado por la Iglesia; en consecuencia, lo que de verdad preocupaba a Eugenie era si Richard había vivido en pecado con Lynn y si la hija de esa unión, que por lo tanto habría sido concebida en pecado, llevaba la marca de la sentencia de Dios. Y si ése era el caso, ¿estaba ella misma corriendo el riesgo de ser castigada con la sentencia de Dios?
– ¿Por haberse casado con un hombre que había vivido «en pecado», quiere decir?
– No. Por no haberse casado con él por la Iglesia.
– ¿Fue la misma Iglesia la que no lo permitió?
– Nunca fue una cuestión de lo que la Iglesia estaba dispuesta a permitir o no. Richard no quería una ceremonia religiosa y, por lo tanto, nunca hubo ninguna. Sólo contrajeron matrimonio por lo civil.
– Pero como católica que era, ¿la señora Davies no quiso casarse por la Iglesia? ¿No se sentía obligada a hacerlo? Quiero decir, para sentirse en paz con Dios y el Papa.
– Es así cómo son las cosas, querida. Pero Eugenie no era católica del todo.
[6] Cristopher Wren (1632-1723): Arquitecto inglés al que se le encomendó un plan de reconstrucción de Londres tras el incendio que devastó la ciudad en 1666. Entre sus obras más conocidas se encuentra la nueva construcción de la catedral de San Pablo y el palacio de Hampton Court, además de la creación una nueva planta de cincuenta y cuatro iglesias.