Cuando por fin aparcó junto a la acera, Nkata vio que Harriet Lewis había montado un despacho humilde entre una tienda de periódicos y una verdulería que exhibía en la mismísima acera medio brócoli y una coliflor en mal estado. Había una puerta en ángulo oblicuo a la calle que lindaba con la puerta de la tienda de periódicos, y en la parte superior de la ventana translúcida estaba impresa la palabra ABOGADOS y nada más.
En el interior, una escalera recubierta de una gastada moqueta roja conducía a dos puertas que estaban en el rellano, una frente a la otra. Una de las puertas estaba abierta; dejaba entrever una habitación vacía que daba a otra, y un suelo de anchas tablas de madera que estaba cubierto de polvo. La otra puerta estaba cerrada, y una tarjeta estaba prendida en el entrepaño con una chincheta. Nkata examinó la tarjeta de cerca y vio que era idéntica a la que Katja Wolff le había dado. La levantó con el extremo de la uña y miró debajo. No había ninguna otra tarjeta. Nkata sonrió. Las cosas empezaban tal y como él quería. Entró sin llamar, y se encontró en una especie de recepción completamente diferente del barrio, del entorno inmediato y del piso de enfrente. Una alfombra persa cubría la mayor parte del elegante suelo, y sobre éste descansaba una mesa de recepción, un sofá, unas cuantas sillas y mesas de un diseño muy moderno. Todo era de diseño, de madera y de piel, y aunque podría parecer que no pegaba mucho con la alfombra, y mucho menos con el revestimiento y el papel de la pared, sugerían el grado perfecto de modernidad que uno esperaría encontrarse en el despacho de un abogado.
– ¿En qué le puedo ayudar?
La pregunta fue formulada por una mujer de mediana edad que estaba sentada delante de un teclado y de una pantalla; llevaba unos auriculares minúsculos a través de los cuales parecían dictarle algo. Iba ataviada con un traje chaqueta azul marino y crema, llevaba el pelo corto y aseado, y éste empezaba a encanecérsele en un mechón que le salía desde encima de la sien izquierda. Tenía las cejas más oscuras que Nkata jamás hubiera visto, y en un mundo en el que estaba acostumbrado a que las mujeres blancas le miraran con recelo, nunca se había encontrado con una mirada tan hostil.
Le mostró la placa y le informó de que quería hablar con la abogada. No había concertado cita, le dijo a la señorita Cejas antes de que ésta se lo preguntara, pero confiaba en que la señora Lewis…
– Señorita Lewis -replicó la recepcionista, quitándose los auriculares y dejándolos a un lado.
… le vería tan pronto como le dijera que venía a hablarle de Katja Wolff. Dejó su tarjeta sobre la mesa y añadió:
– Désela si quiere. Dígale que esta misma mañana hemos hablado por teléfono. Espero que lo recuerde.
La señorita Cejas le hizo comprender que no cogería la tarjeta hasta que él dejara de tocarla con sus dedos. Luego la cogió y le ordenó:
– Espere aquí, por favor. -Entró en el despacho. Volvió a salir unos dos minutos más tarde y se puso los auriculares de nuevo. Empezó a teclear sin siquiera mirarle, lo que habría podido causar que empezara a hervirle la sangre, si no hubiera sido porque había aprendido a aceptar el comportamiento de las mujeres blancas como lo que en realidad era: obvio e ignorante a más no poder.
Así pues, se dedicó a examinar las fotografías que colgaban de las paredes -viejas fotografías en blanco y negro de rostros de mujer que le hicieron pensar en la época en la que el imperio Británico se extendía por el mundo entero-y, cuando hubo acabado de examinarlas, cogió un ejemplar del Ms. de América y se puso a leer con atención un artículo sobre las alternativas a la histerectomía. Parecía haber sido escrito por una mujer que tenía un orgullo del tamaño de un canto rodado de Blidworth [7].
No se sentó, y cuando la señorita Cejas le dijo: «Tardará un buen rato, agente, ya que ha venido sin cita concertada», él le respondió: «Los asesinatos son así, ¿verdad? Nunca avisan con antelación». -Apoyó el hombro en el claro papel a rayas y le dio una palmadita con la mano, a la vez que decía:
– Es muy bonito. ¿Cómo se llama este diseño?
Vio cómo la recepcionista observaba el trozo de pared que había tocado, como si buscara manchas de grasa. No le respondió. Le hizo un amable gesto de asentimiento, abrió la revista bien abierta y apoyó la cabeza en la pared.
– Tenemos un sofá, agente -le informó la señorita Cejas.
– He estado sentado todo el día -le respondió. Luego añadió-: Sobre unos pilotes -y le dedicó una sonrisa como medida de precaución.
Pareció efectivo. Se puso en pie, se adentró en el despacho de nuevo y regresó un minuto más tarde. Llevaba una bandeja con los restos del té de la tarde, y le informó de que la abogada ya podía verle.
Nkata sonrió para sí mismo. Estaba seguro de que así era.
Harriet Lewis, vestida de negro tal y como había ido la noche anterior, permanecía de pie tras el escritorio cuando Nkata entró. Le dijo:
– Ya hemos mantenido nuestra conversación, agente Nkata. Creo que acabaré llamando a los de seguridad.
– ¿De verdad cree que será necesario? -le preguntó Nkata-. ¿Una mujer como usted tiene miedo de enfrentarse a esto sola?
– Una mujer como yo -le imitó-no es ninguna estúpida. Me paso la vida diciéndoles a mis clientas que mantengan la boca cerrada en presencia de la policía. Sería muy estúpida si no siguiera mis propios consejos, ¿no cree?
– Todavía lo estaría más…
– Sería -le corrigió.
– Sería -repitió- si la acusaran de obstruir una investigación policial.
– Que yo sepa, aún no han acusado a nadie -replicó-. No tienen pruebas de nada.
– El día todavía no se ha acabado.
– No me amenace.
– Pues haga su llamada telefónica -le dijo Nkata. Miró a su alrededor y vio que en un extremo del despacho había una zona de diseño que constaba de tres sillones y de una mesa auxiliar. Se dirigió hacia allí poco a poco, se sentó y exclamó-: ¡Qué bien! ¡Qué agradable es descansar un poco después de ir todo el día de un lado a otro! -Hizo un gesto para señalar el teléfono-. Adelante. Tengo tiempo. Mi madre es una cocinera excelente y me guardará la cena caliente.
– ¿De qué va todo esto, agente? Ya hemos hablado. No tengo nada que añadir a lo que ya le he contado.
– Veo que no tiene ninguna socia -apuntó-, a no ser que esté escondida debajo de la mesa.
– Nunca le he dicho que la tuviera. Debe de haber llegado a esa conclusión usted solo.
– Basándome en la mentira de Katja Wolff. Galveston Road, número cincuenta y cinco, señora Lewis. ¿Le gustaría especular conmigo sobre ese tema? En teoría, su socia vive allí, ¿no es verdad?
– Mi relación con mi cliente es confidencial.
– Muy bien. Entonces, una de sus clientas vive allí.
– Yo no he dicho eso.
Nkata se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y dijo:
– Entonces escuche lo que tengo que decirle. -Miró el reloj-. Hace setenta y siete minutos la coartada de Katja Wolff sobre el caso de atropellamiento y fuga de West Hampstead se vino abajo. ¿Lo ha entendido bien? Y al no tener coartada pasa a ser la sospechosa número uno. Según mi experiencia, la gente no suele mentir sobre su paradero en la noche en que se ha perpetrado un asesinato, a no ser que tenga una buena razón. En este caso, la única razón que se me ocurre es que estaba involucrada. La mujer que fue asesinada…
– Ya sé quién fue asesinada -le contestó con brusquedad.
– ¿Lo sabe? Perfecto. Entonces también debe de saber que su clienta podría querer vengarse de esa mujer.
– Esa idea es ridícula. Si eso fuera verdad, sería completamente al revés.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que Katja Wolff quería que Eugenie Davies siguiera con vida? ¿Qué motivo podía tener, señora Lewis?