«¿Por qué no?»
La música es lo más importante para mí. Tengo mi música. Aún la sigo teniendo. Mi padre, mis abuelos, Sarah-Jane, Raphael, incluso Calvin el Inquilino, tienen mi música.
«Esa norma de no poder preguntar nada sobre su madre, ¿se la han dictado explícitamente o es algo que se imagina?»
Debe de ser… No lo sé. No está en casa para darnos la bienvenida cuando regresamos de Austria. Se ha ido, pero nadie lo acepta. Cualquier indicio de ella en la casa ha desaparecido y, por lo tanto, da la impresión de que nunca vivió aquí. Nadie dice nada. No me hacen creer que se ha ido de viaje a alguna parte. Tampoco hacen ver que ha muerto de repente. Ni siquiera dejan entrever la posibilidad de que se haya fugado con otro hombre. Se comportan como si nunca hubiera existido. Y la vida sigue.
«¿Nunca preguntó nada?»
«Supongo que debía saber que ella era uno de los temas de los que nunca se hablaba.»
«¿Uno? ¿Había otros?»
Tal vez no la echara de menos. De hecho, no recuerdo haberlo hecho. Ni siquiera recuerdo muy bien el aspecto que tenía, salvo que tenía el pelo rubio y que solía cubrírselo con pañuelos de esos que normalmente lleva la Reina. Pero supongo que eso debía pasar cuando iba a la iglesia. Y sí, recuerdo haber estado con ella en la iglesia. La recuerdo llorando. La recuerdo llorando en una de esas misas matinales, con todas las monjas alineadas en los primeros bancos de esa capilla que tienen en Kensington Square. Las monjas están al otro lado de esa especie de pantalla que hay junto al crucifijo, aunque, en realidad, más que una pantalla parece una verja; la usan como separación entre ellas y el resto del público, salvo que en esas misas matinales no hay nadie para hacer de público. Sólo estamos mi madre y yo. Las monjas están delante, sentadas en esos bancos especiales y diciendo sus oraciones; una de ellas va vestida a la forma antigua, con el hábito, mientras que las demás van vestidas de calle, aunque con sencillez y con una cruz sobre el pecho. Durante la misa, mi madre se arrodilla, siempre lo hace, y apoya la cabeza en las manos. Llora sin parar. Y yo no sé qué hacer.
«¿Por qué llora?», es evidente que me preguntará.
Parece ser que siempre llora. Una de las monjas -la que lleva el hábito-se acerca a mi madre después de la comunión pero antes de que acabe la misa y nos lleva a ambos a una especie de sala de estar que hay en la capilla de al lado; una vez allí, la monja y mi madre hablan. Se sientan en una esquina de la habitación. Yo me encuentro en la otra esquina, en la más alejada, donde me han dicho que me siente y que me ponga a leer el libro que me han dado. Sin embargo, yo estoy impaciente por volver a casa, porque Raphael me ha ordenado que haga una serie de ejercicios de perfeccionamiento y, si los hago bien, me llevará al Festival Hall como recompensa. Un concierto. Tocará Ilya Kaler. Aún no tiene ni veinte años y ya ha ganado el Gran Premio del Concurso Paganini de Genova, y quiero oírle porque tengo la intención de llegar a ser más grande que Ilya Kaler.
«¿Cuántos años tiene entonces?», me pregunta.
Unos seis años. Como mucho, siete. Y estoy impaciente por volver a casa. Por lo tanto, me alejo de mi rincón, me acerco a mi madre, le estiro de la manga y le digo: «Mamá, me aburro», porque ésa es la forma que tengo de comunicarme con ella. No le digo: «Mamá, tengo que ir a practicar los ejercicios de Raphael», sino que le digo: «Me aburro y es tu deber de madre hacer algo para evitarlo». Pero sor Cecilia -sí, así se llama, he recordado su nombre- me suelta la mano de la manga de mi madre, me conduce de nuevo a mi rincón y me dice: «Estarás aquí sentado hasta que te llamemos, Gideon, y no me vengas con tonterías», y me quedo sorprendido porque nunca me habían hablado de ese modo. Después de todo, soy un niño prodigio. Soy -si se puede decir así- el más especial de toda la gente que me rodea.
Supongo que la sorpresa que me causó que una mujer vestida con un hábito me riñera de ese modo fue lo que hizo que me quedara quieto en mi rincón un rato más; mientras tanto, sor Cecilia y mi madre hablaban muy juntas en su esquina de la sala. Luego empiezo a darle patadas a una estantería para divertirme, pero le doy con demasiada fuerza y algunos libros empiezan a caer al suelo; también se cae una estatua de la Virgen María y se hace añicos sobre el suelo de linóleo. Mi madre y yo nos marchamos al cabo de un rato.
Esa misma mañana me luzco en mis clases. Raphael me lleva al Concierto, tal y como me había prometido. Lo ha organizado todo para que conozca a Ilya Kaler, y me llevo el violín para tocar con él. Kaler es fantástico, pero yo sé que llegaré más lejos que él. Incluso entonces, lo sé.
«¿Qué sucede con su madre?», me pregunta.
«Se pasa casi todo el día en el piso de arriba.»
«¿En el dormitorio?»
«No. No. En el cuarto de los niños.»
«¿En el cuarto de los niños? ¿Por qué?»
Y sé la respuesta. Sé la respuesta. ¿Dónde ha estado todos estos años? ¿Por qué me he acordado ahora de repente? Mi madre está con Sonia.
8 de septiembre
Tengo lagunas, doctora Rose. Están en mi cerebro como si fueran una serie de lienzos pintados por un artista, pero incompletos y coloreados sólo en negro.
Sonia forma parte de uno de esos lienzos. Ahora me acuerdo de su existencia. Había una Sonia, y era mi hermana pequeña. Murió a una edad muy temprana. También me acuerdo de eso.
Supongo que ésa es la razón por la que mi madre lloraba tanto en las misas matinales. Y la muerte de Sonia debe de haber sido otro de los temas de los que no hablábamos. Hablar de su muerte habría significado hurgar en la llaga del terrible dolor que sentía mi madre, y me imagino que queríamos evitarle ese sufrimiento.
He intentado formarme una imagen de Sonia, pero nada. Sólo el lienzo negro. Cada vez que intento evocarla participando en alguno de los eventos familiares -Navidades, por ejemplo, o Guy Fawkes Night [3], o el viaje anual en taxi con la abuela hasta Fortnum y Mason para celebrar la comida de aniversario en la Fuente… no recuerdo nada en absoluto. Ni siquiera recuerdo el día que murió. Ni tampoco el funeral. Sólo recuerdo el hecho de que murió porque de repente ya no estaba con nosotros.
«Igual que su madre, ¿no es verdad, Gideon?»
No. Esto es diferente. Debe de ser diferente porque lo siento diferente. Lo único que sé con certeza es que era mi hermana y que murió joven. En cambio, mi madre se fue. Lo que no sé es si se marchó inmediatamente después de que Sonia muriera o si pasaron meses o años. Pero, ¿por qué? ¿Por qué soy incapaz de acordarme de mi hermana? ¿Qué le sucedió? ¿De qué mueren los niños: cáncer, leucemia, fibrosis quística, escarlatina, gripe, neumonía… de qué más?
«Según lo que me ha contado es el segundo niño de su familia que murió joven.»
«¿Qué? ¿Qué quiere decir? ¿El segundo niño?»
«El segundo hijo que se le ha muerto a su padre, Gideon. Me contó lo de Virginia…»
Los niños mueren, doctora Rose. Son cosas que pasan. Todos los días de la semana. Los niños se ponen enfermos. Los niños mueren.
Capítulo 3
– No llego a entender cómo se las ha podido arreglar la encargada del suministro de comidas, ¿y tú? -preguntó Frances Webberly-. Está claro que esta cocina es suficientemente grande para nosotros. Supongo que aunque tuviéramos lavaplatos o microondas tampoco los usaríamos. Pero los encargados del avituallamiento… están acostumbrados a todas las comodidades modernas, ¿no crees? ¡Qué sorpresa se debe de haber llevado esa pobre mujer al llegar y ver que aún vivíamos prácticamente en la Edad Media!
Malcolm Webberly, que estaba sentado a la mesa, no hizo ningún comentario. Había oído las palabras intencionadamente alegres de su esposa, pero tenía la cabeza en otra parte. A fin de evitar una conversación potencial que no quería entablar con nadie, se dispuso a cepillar los zapatos en la cocina. Supuso que Frances, que le conocía desde hacía más de treinta años y que, en consecuencia, sabía perfectamente la aversión que tenía por hacer dos cosas a la vez, lo vería ocupado en su humilde tarea y lo dejaría en paz.
[3] La noche del 5 de noviembre, Guy Fawkes Night, se celebra en el Reino Unido el fracaso de la conspiración de la pólvora (Gunpowder Plot), un intento fallido de volar el Parlamento de Jaime I en 1605. Esa noche se lanzan fuegos artificiales y se hacen hogueras en las que se queman unos muñecos de trapo que representan a Guy Fawkes, uno de los cabecillas de la revuelta. Días antes, los niños tienen por costumbre pedir a los transeúntes