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Deseaba decirle que no debería hablar con desprecio de la gente, no porque esa expresión de burla le deformara la cara y le aumentara el tamaño de la cicatriz hasta hacerla florecer, sino porque cuando lo hacía, parecía asustada. Y el miedo era el peor enemigo de las mujeres.

– Lo siento -se disculpó-. Estaba pensando en mi madre.

– ¡En su madre! -Dejó los ojos en blanco-. Lo próximo que me dirá es que le recuerdo a ella.

Nkata se rió abiertamente al pensar en la comparación.

– No se parecen en nada -respondió, y siguió riéndose.

Yasmin entrecerró los ojos. La puerta del ascensor se abrió con un chirrido y ella salió con paso airado.

Al otro lado de una zona de césped reseco, el aparcamiento contenía una pequeña colección de coches que revelaba la situación económica general de la gente que vivía en el edificio Doddington Grove. Yasmin Edwards condujo a Nkata hasta un Ford Fiesta cuyo parachoques trasero colgaba del vehículo cual borracho en una farola. El coche había sido rojo en algún momento, pero ya hacía tiempo que el color se había oxidado y, por lo tanto, era del color del orín. Nkata lo rodeó con cuidado. El faro delantero de la derecha tenía una rotura desigual, pero aparte de eso y del parachoques trasero, el coche no había sufrido ningún otro daño.

Se puso en cuclillas delante del Fiesta y, usando una linterna de bolsillo para iluminar un poco la parte inferior, la examinó. Hizo lo mismo en la parte trasera del vehículo, sin ninguna prisa. Yasmin Edwards permanecía de pie y en silencio, con los brazos alrededor del cuerpo para protegerse del frío, ya que su camiseta de verano era una protección muy pobre para resguardarse del viento que arreciaba y de la lluvia que había comenzado a caer.

Cuando Nkata hubo acabado, se puso en pie.

– ¿Cuándo se le rompió el faro? -le preguntó.

– ¿Qué faro? -Yasmin se dirigió a la parte delantera del coche y lo examinó por sí misma-. No lo sé. -Y por primera vez desde que supiera qué y quién era Nkata, no pareció combativa a medida que pasaba los dedos sobre la desigual rotura del cristal-. Los faros funcionan bien. Supongo que es por eso que no me di cuenta.

Había empezado a temblar, pero era más probable que fuera de frío que de preocupación. Nkata se quitó el abrigo, se lo entregó y le dijo:

– ¡Tenga!

Yasmin lo cogió.

Nkata esperó a que hubiera pasado los brazos por las mangas, a que se lo ajustara a la perfección, a ver qué aspecto tenía con el cuello levantado que se curvaba junto a su oscura piel. Después le preguntó:

– Este coche lo usan las dos, ¿verdad, señora Edwards? Usted y Katjia Wolff.

Se quitó el abrigo de inmediato y se lo tiró a la cara antes de que pudiera acabar la pregunta. Si había habido algún momento entre ellos que no fuera hostil, él consiguió hacerlo pedazos. Yasmin alzó los ojos hacia el piso en el que Katja Wolff estaba preparando el té. Luego se volvió para mirar a Nkata, y con los brazos de nuevo alrededor del cuerpo, le preguntó sin alterarse:

– ¿Desea algo más de nosotras?

– No -le respondió-. ¿Dónde estaba ayer por la noche, señora Edwards?

– Aquí -le contestó-. ¿Dónde iba a estar? Supongo que se ha dado cuenta que tengo un niño que necesita a su madre.

– ¿La señorita Wolff también estaba en casa?

– Sí -respondió-. Katja se quedó en casa. -Sin embargo, lo dijo de tal modo que a él le pareció que podría no ser verdad.

Cuando una persona miente, siempre hay algo que se altera. A Nkata se lo habían repetido un centenar de veces. Le habían enseñado a fijarse en el tono de voz. A estar alerta por si se producían cambios en las pupilas de los ojos. A prestar atención al movimiento de la cabeza, a fijarse en si los hombros estaban relajados o tensos, o si los músculos del cuello estaban rígidos. Busca algo -cualquier cosa-que no hubiera estado allí antes, y eso te indicará con exactitud si la persona está diciendo la verdad.

– Tengo que preguntárselo a ella -afirmó mientras inclinaba la cabeza en dirección al piso.

– Ya le he contestado yo.

– Sí, ya lo sé.

Nkata se encaminó de nuevo hacia el ascensor y recorrieron el mismo camino que habían recorrido con anterioridad. Pero el silencio que reinaba entre ellos le pareció tenso, mucho más tenso de lo que era normal entre hombre y mujer, policía y sospechoso o ex convicta y amante en potencia.

– Estaba aquí -repitió Yasmin Edwards-. No obstante, no me cree porque no puede, ya que si investigó dónde vivía Katja, seguro que averiguó todo lo demás y que sabe que estuve en la cárcel y, cuando hay problemas, a las convictas y a las mentirosas se las juzga del mismo modo. ¿No es verdad?

Nkata ya había llegado a la puerta del piso. Pero ella se le adelantó y le impidió el paso.

– Pregúntele qué hizo ayer por la noche. Pregúntele dónde estaba. Ella le responderá que estaba aquí. Y para cerciorarme de no interrumpirle, me quedaré aquí afuera hasta que acabe con su interrogatorio.

– Haga lo que quiera -le respondió Nkata-. Sin embargo, si tiene intención de quedarse aquí, como mínimo, póngase esto.

En esa ocasión, él mismo le colocó el abrigo sobre los hombros y le subió el cuello para protegerla del viento. Ella se hizo a un lado. Nkata deseaba decirle: «¿Qué le impele a comportarse de ese modo?», pero se limitó a agachar la cabeza y a entrar de nuevo en el piso para encararse con Katja Wolff.

Capítulo 10

– Encontramos unas cartas, Helen. -Lynley estaba de pie ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio, intentando elegir una de entre las tres corbatas que le colgaban lánguidamente de los dedos-. Barbara las encontró en una cómoda, eran cartas de amor y estaban todas juntas, sobres incluidos. Lo único que les faltaba era el típico lazo azul.

– Quizás exista una explicación inocente.

– ¿En qué demonios estaría pensando? -Lynley prosiguió como si su mujer no hubiera hablado-. La madre de una niña asesinada. La víctima de un crimen. Es imposible encontrar a nadie más vulnerable que ella y, cuando eso sucede, lo mejor que se puede hacer es guardar la distancia. Uno no se dedica a seducirla.

– No sabes si eso es lo que en realidad sucedió, Tomny. -La mujer de Lynley lo observaba desde la cama.

– ¿Qué más podría haber sucedido? «Espérame, Eugenie. Vendré a por ti.» No me parece la típica carta de agradecimiento que mandaría la señora Beeton [5].

– No creo que la señora Beeton se dedicara a aconsejar a las amas de casa sobre cómo tenían que escribir las cartas, cariño.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Helen se puso de costado, cogió la almohada y la meció sobre su estómago.

– ¡Dios mío! – exclamó, con un cavernoso tono de voz que él no podía ignorar.

– ¿Te encuentras mal? -le preguntó.

– Fatal. Nunca me había sentido así en toda mi vida. ¿Cuándo llegará la época dorada de la realización femenina? ¿Por qué en las novelas siempre se dice que las mujeres embarazadas están esplendorosas cuando en realidad tienen la cara hecha un cuadro y el estómago en lucha con el resto del cuerpo?

– ¡Humm! -Lynley consideró la pregunta-. De hecho, no lo sé. ¿Es una conspiración para asegurar la propagación de la especie? Ojalá pudiera soportar ese dolor por ti, querida.

Helen sonrió débilmente y exclamó:

– ¡Siempre has sido un mentiroso patético!

Había algo de verdad en ello y, por lo tanto, se dedicó a examinar las corbatas.

– Creo que me voy a poner la corbata azul oscuro que tiene dibujos de patos. ¿Qué opinas?

– Muy apropiada para fomentar a los sospechosos la falsa creencia de que los tratarás con amabilidad.

– Es justo lo que pensaba. -Se encaminó de nuevo hacia el espejo, dejando por el camino las otras dos corbatas en uno de los pilares de la cama.

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[5] Isabella Beeton nació en Londres el 14 de marzo de 1836. Se hizo famosa por la publicación de El libro de las tareas del hogar (1861). Hoy en día, el nombre de señora Beeton es sinónimo de etiqueta pasada de moda y de una manera de cocinar anticuada. (N. de la T.)