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– Ja.

No hubo ninguna insinuación esa noche. Ni besos ni sexo. Mejor así. Volví a casa de Madame con el último metro. Me sentía aliviado y contento.

A la mañana siguiente, me despertó el ama de llaves con el desayuno: croissants, jugo de naranja, café. El ama de llaves se llamaba Rose, y era una anciana soltera irlandesa con aire de abuelita que hablaba un inglés imposible y nada más. Trabajaba con Madame desde que vivió en Nueva York y se había mudado con ella a París, pero no entendía ese país en donde nadie hablaba inglés. Le pregunté si sabía algo del litigio por la herencia de la familia Minetti. Dijo que era una pena.

– Tienen dinero suficiente para repartírselo y vivir felices, pero la familia está destruida. A esta casa no llegan tarjetas de Navidad familiares y nunca hay una visita de nietos o hijos. Es muy triste. Por cierto -cambió de actitud-, la señora lo espera en la terraza en cuanto esté usted listo.

Cuando bajé, hacía un día soleado y cálido. Madame estaba con sus invitados. Me volvió a ofrecer una copa. Como los mejores escritores, tengo una terrible debilidad por el alcohol. Quizá sea lo único que tengo de ellos. A mediodía ya había tomado tres cócteles de champán con naranja. A la una almorzamos. Yo miraba cómo comían los demás, para hacerlo iguaclass="underline" el orden de los cubiertos, la manera de llevárselos a la boca, cualquier detalle podía desbaratar mi mejor argumento para conseguir el trabajo: la supuesta nobleza de mi origen. Pero debo decir con orgullo que estuve perfecto.

Expliqué cómo veía el libro. Dije que, aunque contase el caso de la herencia, debíamos hacer sobre todo una memoria de vida de Madame Minetti, porque conocía muchos países y muchas personas importantes. En realidad, no estaba seguro de eso, pero así se prolongaría el proceso de escritura. Además, necesitaba que la idea del libro se fuese imponiendo con naturalidad en la conversación, que todos fuésemos dando por sentado que yo escribiría esa historia. Madame Minetti escuchó mis ideas, y sólo añadió que, si fuera escrito en inglés, le gustaría titularlo For Myself with Love. Pero lamentó lo mal que sonaba en español Con amor para mí.

– Quiero que tenga cuatrocientas páginas por lo menos -dijo luego.

Me pregunté si su vida podría realmente llenar cuatrocientas páginas, y me respondí que yo me ocuparía de que las llenase. Para mí, lo mejor sería que tuviese seiscientas, mil, una enciclopedia de personajes, memorias y pagos mensuales.

Después de almorzar, María Eugenia Aliaga de la Puente subió a su habitación y me quedé a solas con Juan Armando y Madame. Debatimos sobre qué es más bello en verano: la Toscana o la Costa Azul. Yo, que nunca había estado en ninguno de los dos sitios, me incliné por la Toscana. De repente, como en un guión cuidadosamente estructurado, Madame se disculpó y abandonó la habitación. Y entonces Juan Armando recondujo la conversación:

– Diana está interesada en contratarte.

Traté de no saltar de felicidad demasiado evidentemente. Me alegré con moderación, sin sorpresa. Él continuó:

– Quiero saber cuáles son tus exigencias económicas para redactar un contrato. Espero que sean razonables, claro. Además, deberás firmar una cláusula de confidencialidad. Nada de lo que te sea revelado durante la redacción de las memorias podrá ser publicado sin la autorización expresa de Diana, ¿ok?

– De acuerdo.

– Nada.

– Nada.

Pedí dos mil dólares al mes más viáticos. Juan Armando no regateó. Comprendí que podía haber cobrado el doble. Según nuestro acuerdo, yo visitaría a Madame dos fines de semana por mes y cobraría cada segunda reunión.

Una vez cerrado el acuerdo, Juan Armando me mostró otros recortes de periódicos, muy distintos a los del día anterior. Esta vez eran las páginas sociales de revistas inglesas y francesas, en las que Madame aparecía como siempre radiante al lado del barón de Rothschild, el alcalde de París y otras figuras de la política y la nobleza europeas. También figuraban menciones a ella en el libro de memorias del jardinero de Buckingham, y hasta en el Who is Who?, la Biblia de la vida social de los Estados Unidos.

– Diana se codea con lo mejor de la alta sociedad europea -enfatizó Juan Armando-, los mejores apellidos, los mejores salones. Tienes que estar a la altura, ¿entiendes?

Le aseguré que haría mi mejor esfuerzo. Mininos después, como si hubiese cronometrado nuestra conversación, Madame volvió a entrar y hablamos de encuadernación de libros en cuero repujado. Por la noche, antes de ir al aeropuerto, me alcanzó un sobre cerrado con los viáticos en francos. Era el primer dinero que recibía desde la liquidación que había cobrado en Perú un año antes. Me metí al baño a contarlo y lo besé. Los billetes franceses eran hermosos, y uno de ellos tenía un dibujo del Principito. Ni en ese momento, ni durante el resto de nuestra relación, Madame se rebajaría a hablar de dinero.

El contrato me llegó al día siguiente por fax a la cabina de Internet del turco de la esquina. Yo había dado ese número como «mi fax». Lo firmé y lo envié de vuelta por la misma vía. Durante los siguientes días, me comuniqué con Madame Minetti por teléfono. Se iría de vacaciones a la Toscana, yo tenía razón, era mucho mejor que el sur. Había alquilado una casa de campo. Si yo aceptaba, podía darle el alcance ahí y empezaríamos a trabajar. No me costó mucho aceptar.

Al día siguiente, fui con Paula a comprar ropa para verme decente. Paula quería ropa moderna, pero yo compré las camisas más conservadoras que encontré y pantalones de pana. Tenía que verme como un niño rico y afeitarme todos los días. Odio afeitarme, me parece una pérdida de tiempo. Pero en vez de una barba de verdad tengo una pelusita de esas que a los tres días parece simple mugre. A Madame no le habría gustado eso.

Los pasajes volvieron a llegarme por correo. Ida y vuelta a Roma-Fiumicino. Ahí tomaría un tren a Toscana. Mientras atravesaba una campiña verde como de cuento de hadas, pensé que en adelante mi vida sería así: un prado fresco y amable.

La casa de verano de Madame estaba fuera de cualquier centro urbano, casi oculta en medio del bosque. Tenía dos pisos, un jardín en el que se podía jugar fútbol y una piscina de veinte metros. La noche de mi llegada, hubo visitas: un pintor italiano, un inglés dueño de varios campos de golf y una nieta de Caruso, que vivía sola con un perro ciego (así se presentó, al menos). Madame explicó que yo era un periodista español que estaba escribiendo su vida y a todos les pareció realmente exótico. Percibí que ella de verdad creía que yo era español. Lo prefería así. Y su mundo estaba hecho sólo de las cosas que ella prefería.

La cena se realizó en cuatro idiomas. Madame era encantadora y hablaba con fluidez los cuatro. Yo habría preferido quedarme con la servidumbre, que comía aparte, porque estaba realmente aburrido ahí. Como la vez anterior, comí cosas que ni siquiera podría describir y bebí todo lo que pude. Con la práctica, uno desarrolla la habilidad de alcoholizarse sin hacer papelones. El único momento tenso fue cuando mencionaron una reunión del G-8, que se realizaba en Génova por esos días. Por la tarde, un manifestante antisistema había muerto acribillado por la policía italiana.

– No entiendo a esos manifestantes -dijo la nieta de Caruso-. La globalización es un proceso inevitable. Lo demás es utopía.

– La protesta es una excusa para la delincuencia callejera -dijo el pintor.

– Pues no sé yo quiénes son los delincuentes -dije con mi copa de vino y mi bocota-. El único muerto ha sido víctima de la policía, no de los manifestantes.

Se hizo un silencio mortal en la mesa hasta que Madame cambió de tema con un encanto indecible. No se habla de muertos en esas mesas. Ni de dinero. Tomé nota mental y, tras los postres, me fui a dormir.