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– ¿Señora Minetti?

– ¿Sí?

– Buenos días, somos del cuerpo de seguridad del general Trujillo.

– Ajá.

– Nos envía la oficina de protocolo a verificar las instalaciones.

– ¿Instalaciones?

– Como lo oye, su casa ha sido seleccionada para una cena que se ofrecerá este sábado. Ésta es la lista de invitados. Como ve usted, funcionarios y empresarios de primer nivel.

– ¿Por qué van a venir acá?

– Usted ha sido distinguida con ese honor por el Benefactor en persona…

– Dígale que se lo agradezco, pero este fin de semana estaremos de viaje.

– Pero es que…

– Muchas gracias, hasta luego.

A veces, esos avisos llegaban sin apenas tiempo para los preparativos. De todos modos, con una excusa u otra, mis padres lograron mantenerse al margen de esas farras.

Quizá los rechazos de mamá contribuyeron a incentivar los problemas que sobrevendrían después entre papá y el dictador. Quizá los complejos del Chivo alimentarían su odio contra mi familia, hasta que ocurrió lo que ocurrió. Y sin embargo, a pesar de todas las peleas entre el dictador y papá, ese mulato resentido de Trujillo debía habernos estado agradecido, porque si finalmente llegó a insertarse en la alta sociedad, fue precisamente debido a mi familia.

El salvaje de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, se hizo novio de mi tía Octavia Ricart, prima de mi madre. Y apenas un par de meses después, se mudaron juntos. La familia de mamá no sabía si sentirse bien o mal. En términos económicos era una pareja siempre conveniente, pero la cuestión ya no era el origen social, sino la depravación de Ramfis.

Quizá si hubiese sido un ser humano normal les habría molestado menos, pero Ramfis andaba todo el día con prostitutas y amigos que parecían sacados de un hospital mental. Por su yate y su cama pasaban desde actrices de Hollywood hasta bataclaras de baja estofa, y sus aventuras eran noticias del periódico. Era completamente incapaz de administrar una empresa (menos aún un país) y sólo servía para derrochar las toneladas de dinero de su padre, es decir, de las arcas públicas. Nunca hizo siquiera el esfuerzo de disimular un poco esa vida, que ostentaba en todas las ocasiones sociales.

Una tarde, en un club de navegación, dos mulatas salieron corriendo del yate Angelita de la familia Trujillo. Atrás de ellas corría Ramfis, el príncipe del país, persiguiéndolas a disparos, muerto de risa, con un revólver en la mano. No les dio, pero agujereó el casco de dos yates y perforó las velas de otros tres. Nadie le pasó al niño una factura por los daños para no ofender a su papá, pero las mujeres de mi familia -a los hombres les pareció muy divertido- iniciaron una campaña para disuadir a Octavia de su noviazgo. Prepararon una larga serie de discursos y argumentos que finalmente le transmitió, como era la costumbre, una prima: mi madre. Octavia la escuchó con atención y mucha calma. Y luego respondió:

– Ese hombre me quiere, sólo hay que reformarlo un poco, tiene muy malas costumbres.

– ¿Y tienes que ser tú quien lo reforme?

– Yo sé cómo es. Siempre haciendo travesuras…

– Octavia, apareció borracho y casi mató a dos prostitutas…

– Es que lo rodean, no le dejan respirar, todo este país quiere acostarse con Ramfis…

– Pero, Octavia…

– Tú misma. ¿Por qué me quieres separar de Ramfis? ¿Tú también quieres algo con él? ¿Quién te has creído que eres?

Mi pobre madre hizo lo que pudo hasta que entendió que la iban a sacar de la casa a rastras. Octavia tenía unos celos tan enfermizos que estaba dispuesta a creer que hasta las paredes se querían acostar con su novio. La política de la familia desde entonces fue ignorar los hechos y no volver a mencionarlos. De todos modos, el resto de la familia no dejó de aceptar las invitaciones a cenar en la Estancia Ramfis, donde, a veces, el yerno hacía ligeros esfuerzos para parecer una persona casi en sus cabales.

Cuando nació el primer hijo de la pareja, los Ferrusola pensaron que ya era suficiente y empezaron a presionar para que Octavia se casase y formalizase esa relación. Ramfis no quería ni oír hablar de eso. Decía que el amor no necesita papeles. Luego se iba de la casa por días y sólo aparecía cuando caía inconsciente de tanto beber y su guardia de seguridad lo metía en un carro y lo llevaba de vuelta. Entonces Octavia lo despertaba a cachetadas y todo empezaba de nuevo. A veces estas escenas ocurrían enfrente de visitas. La verdad, era un espectáculo muy poco digno de una familia como Dios manda.

Tras el nacimiento del segundo hijo, el caso se volvió más alarmante. Tía Octavia estaba dejando el grado de amante para pasar al de «concubina reproductiva». Afortunadamente, andaba cerca el tío Alfredo, hermano de mamá.

Al principio del régimen, tío Alfredo había odiado a Trujillo, y había llegado a decir que no trabajaría nunca para el dictador porque el solo hecho de darle la mano ya era incompatible con su dignidad y sus escrúpulos. Pero a principios de los años treinta se le olvidaron esos detalles y se volvió un funcionario importante del régimen. Nadie en la familia supo por qué había cambiado de opinión. Nadie lo preguntó tampoco.

Alfredo, que ya gozaba de la consideración del Benefactor cuando Octavia tuvo su segundo hijo, un día no pudo más y le llevó el caso al Chivo en persona. Aprovechó una reunión de trabajo y, cuando el ambiente se distendió un poco, cerca del final, habló del tema que le preocupaba en realidad:

– Excelentísimo Benefactor -comenzó-, sé que no debería importunarlo con mis asuntos personales, que no conciernen a una persona de su rango, pero ocurre que mi sobrina lleva ya dos años y dos hijos con nuestro bienamado Ramfis y la familia cree que…

– Este pendejo no se quiere casar, ¿verdad? -interrumpió Trujillo.

– Bueno… en realidad… Eso es, sí, excelencia.

– Este chico es un dolor de cabeza, Alfredo. Ha heredado todos los atributos viriles de su padre. Pero no sé de dónde ha sacado tanta mala maña.

– Pasa en las mejores familias, Benefactor.

– ¿Sabes qué es lo que me apena a veces? Que este chico tiene que aprender mucho de la vida antes de asumir el gobierno del país. Octavia es una buena chica. Lo ayudará.

– Estoy seguro de que todo mejorará.

– Tú tranquilo -concluyó Trujillo con un par de palmaditas en la espalda-, yo me ocupo.

Cuando uno tenía una conversación así con Trujillo, no podía saber si «yo me ocupo» significaba que resolvería el problema o que mandaría matar a su interlocutor. En este caso, era una buena señal. Trujillo apreciaba a Octavia, a la que consideraba una mujer de carácter que podía reencaminar a su hijo. Y como hombre conservador a fin de cuentas, opinaba que el matrimonio era lo mejor para un temperamento tan voluble como el del príncipe heredero.

Así que fue a buscar a su hijo en el yate, donde Ramfis por entonces pasaba mucho tiempo. Lo encontró tirado en cubierta, rodeado de amigos y amigas, todos desnudos y demasiado inconscientes como para reaccionar a la altura de la visita. A una señal del Jefe, sus guardaespaldas los arrojaron a todos al agua, excepto a los que provenían de familias demasiado amigas del gobierno. Cuando padre e hijo quedaron a solas, Ramfis aún no podía articular palabra. Trujillo en persona tuvo que meterlo bajo agua fría hasta que reaccionase.

– No eres digno de mí -le dijo después, con un café-, ni de este país ni de tu familia.

– No es para tanto. ¿Ahora resulta que no puedo divertirme? ¿Que tengo que estar encerrado en mi casa todo el día?

– Pero si no es eso, Ramfis, es sólo que tienes que mostrarte como un líder del que tu país pueda estar orgulloso. Como tu padre.