– ¿Profesora Oates? Nos hemos enterado de lo de su marido y queremos decirle que lo sentimos muchísimo… Si hay algo que podamos hacer…
Me siento totalmente sorprendida; no me lo esperaba. Me apresuro a decir a los dos jóvenes que estoy bien, que son muy amables pero que estoy bien…
Cuando se van, cierro la puerta del despacho. Estoy tan conmovida que estoy temblando. Pero sobre todo estoy asombrada. Pienso: «Deben de haberlo sabido todo el día. Deben de saberlo todos».
37. Rodillas heridas
En la luz implacable e inhóspita de las cuatro de la mañana, a gatas sobre el frío suelo de azulejos del cuarto de baño, llorando de desesperación, rabia, vergüenza, se me ha caído de mis dedos temblorosos al suelo un pequeño frasco de plástico con las cápsulas, que han rodado alegremente en todas las direcciones, y estoy intentando encontrarlas como sea, tendiendo la mano para coger una que se ha ido por detrás del retrete -¿seguro?-, entre pelusas de polvo como las ideas más olvidadas y despreciadas -pero ¿dónde está?-, y temo quedarme sin mi Lorazepam, que me ayuda a dormir un poco más de tres horas cada noche, porque todavía no he ido a comprar el Ambien por la aprensión de que me cree una adicción a esta situación, sea la que sea, este semisueño aturdido, esta semivida zombi en la que los perfiles de los objetos están borrosos y las texturas aplanadas como si fueran plástico y las voces suenan a lo lejos, susurrantes y despreciativas, en un oscuro lenguaje -finado, albacea, fiduciarios, codicilo, cartas testamentarias, herencia residual-, atormentada por la visión de un toro herido que cae de rodillas en el ruedo, sangrando de mil heridas con un torrente de sangre, que incita a una muchedumbre enloquecida a rugir; aquí estoy abatida, de rodillas, con el rostro arrebatado en sangre, en esta vida desprovista de significado igual que pierde su significado la basura esparcida en una acera sucia y pierde su significado el joven cornejo del jardín por los estragos del invierno.
Sin significado, el mundo consiste en cosas. Y esas cosas se multiplican hasta el infinito.
Quedan seis cápsulas, falta una, no puedo encontrarla, a gatas, tanteando, llorando, pensando: «Esto es lo que te mereces, tú que habías vivido protegida de toda esta desgracia durante demasiado tiempo. ¡Sufre!».
38 . ¡Un sueño de felicidad!
Mis padres me preguntan: «¿Dónde está Ray?».
Mis padres -apenas de mediana edad y, por tanto, «jóvenes»-, tal como eran cuando, hace no mucho tiempo, vinieron a vernos a nuestra casa de Princeton, cuando durmieron en la «suite de invitados» que habíamos diseñado para ellos. Y mi madre, Carolina, a la que le encantaba ayudarme a hacer la comida en la cocina, y mi padre, Fred, que adoraba la música y tocaba el piano en el salón. Y la casa de cristal, que solía estar tan callada sólo con Ray y conmigo, parecía expandirse e iluminarse de vida.
Sólo que en este sueño -que es un sueño feliz-, mis padres están preguntándome por Ray. Porque, por alguna razón, Ray no está aquí. Y nunca ocurrió que vinieran mis padres y no estuviera Ray. Con seriedad infantil, les aseguro que Ray está bien: «Se unirá a nosotros después».
En particular, mi madre está preocupada, como si no me creyera del todo, pero consigo convencerla.
«Ray estará aquí para la cena.»
O quizá le digo: «Ray estará en casa para la cena».
Ésta es la situación: mis padres querían a Ray como si fuera su hijo, y por eso, en el sueño, no quiero que se enteren de que Ray está en el hospital (porque ése es el secreto del sueño, Ray está en el hospital, está vivo todavía). De todo lo que puede preocupar a mis padres, lo que más temo es lo relacionado con Ray. O conmigo.
No me parece extraño que los rostros de mis padres estén borrosos, como si estuvieran bajo el mar. Ni que las paredes del fondo de nuestro salón hayan desaparecido. La habitación no tiene apenas muebles; en realidad, no parece nuestro salón ni ningún otro que conozca.
Lo sé, soy consciente de que Carolina y Fred, a los que tanto quiero, no están vivos. Pero están aquí conmigo, y me siento muy feliz en su presencia, aunque la felicidad esté teñida de inquietud porque tengo la responsabilidad de impedir que mis padres sospechen que no están vivos y que Ray está en el hospital El sueño transmite la dificultad social de una situación así: debo proteger a mis padres de esas dos informaciones que tanto les disgustarían.
Y pienso: «Menos mal que mamá y papá no pueden saber lo que le ha pasado a Ray. Es la única ventaja de que estén donde están».
39. «Queremos verte pronto»
Es una mujer encantadora, una colega de la universidad, no una amiga cercana, sino de esa nebulosa de conocidos que, tras la muerte de Ray, han enviado tarjetas y flores; me ha mandado un correo electrónico para decir que su marido -que da clase en otra universidad- y ella quieren invitarme a cenar en su casa, pronto, y pregunta qué noches puedo; así que he respondido que en marzo, porque hay muchas noches vacías en mi agenda; en esas noches vacías está al acecho el horror vacui que tanto aterrorizaba a los antiguos egipcios, ese horror vacui que se filtra desde las habitaciones más alejadas y oscuras de la casa hacia el dormitorio iluminado; qué mejor remedio, aunque sea provisional, que una cena con amigos, para disipar ese horror.
Es verdad: veo con frecuencia a mi pequeño círculo de amigos. Mis amigos, que son mi familia más querida. Hablamos con frecuencia, con mucha frecuencia, por teléfono, intercambiamos correos electrónicos. Aun así, sigue habiendo noches vacías, en el nido, intentando concentrarme, leyendo, intentando leer copias de los ensayos literarios y las reseñas de Ray de hace veinte años, galeradas que me han enviado los editores para pedirme frases promocionales (¡una frase promocional!, ¡me la piden a mí!, qué broma tan cruel), mi viejo ejemplar desgastado de los Pensées de Pascal, en la edición de Modern Library, que se abre por las páginas que leo y anoto más a menudo:
El silencio eterno de estos espacios infinitos me atemoriza. Es horrible sentir que todo lo que poseemos se nos escapa. Entre nosotros y el cielo o el infierno sólo hay vida, que es la cosa más frágil del mundo.
El último acto es trágico, por muy feliz que sea el resto de la obra; al final arrojan un poco de tierra sobre nuestras cabezas, y ése es el final definitivo.
Navegamos en una vasta esfera, siempre a la deriva y en la incertidumbre, empujados de un extremo a otro. Cuando pensamos en atarnos a cualquier punto, se tambalea y nos abandona; y, si lo seguimos, se nos escapa de las manos, se escabulle y desaparece para siempre. Nada se queda a nuestro lado. Ésta es nuestra condición natural y, sin embargo, es completamente opuesta a nuestras inclinaciones; ardemos de deseos de encontrar un terreno firme y una base definitiva y segura sobre la que construir una torre que llegue hasta el Infinito. Pero nuestros fundamentos se agrietan, y la tierra se abre hacia el abismo.
Trato de ignorar a esa especie de lagarto que revolotea por la periferia de mi visión y me mira con sus ojos leonados, tranquilos e impasibles. «Soy paciente, puedo esperar. Puedo esperar más que tú.»
Por consiguiente, qué mejor remedio que una cena con amigos, pero la encantadora C. responde a mi correo diciendo que, de las fechas que he nombrado, ninguna le viene bien.
Porque, por lo visto, C. aspira a organizar una cena de proporciones heroicas. Yo pensaba que iban a ser simplemente C. y su marido y quizás otra pareja, pero resulta que C. quiere invitar a X, Y, Z -«Todos amigos tuyos, Joyce, que también quieren verte»-, pero esos otros, uno de ellos un rector de universidad con una agenda muy apretada, no pueden los días que hemos señalado, tal vez otros, quizás ese mismo mes más adelante, o a principios de abril; mando a C. un correo en el que sugiero que sea una cena íntima, ella y su marido y una o dos parejas más, pero C. insiste en que «¡Hay tanta gente que quiere verte, Joyce!», tiene «comprometidos» a diez invitados para un sábado de principios de abril, pero R., un amigo común, no puede ese día, tampoco S., que estará en Roma en una conferencia sobre derecho internacional, así que ¿podría volver a mirar mi agenda?; intercambiamos más correos; al final, C. ha invitado a dieciocho personas, varias de ellas «amigos» a los que no veo desde hace muchísimo tiempo, pero de ellos, uno o dos son «tentativos», así que C. tiene que volver a cambiar la fecha; el nuevo día sugerido es uno en el que yo no puedo; C. tiene que volver a cambiarlo de nuevo; empiezo a darme cuenta de que, aunque C. ha dicho que su marido y ella están «deseando» verme, en realidad les aterra verme; por eso C. está colocando obstáculos para nuestra cena, como en una prueba ecuestre de saltos en la que cada obstáculo tiene que ser más alto y más peligroso que el anterior; me imagino una mesa de diez metros y a la viuda sentada en un extremo, como una leprosa, lo más lejos posible de la encantadora C. «Preferiría mucho más una cena íntima, sólo tu marido y tú y quizás otra pareja, creo que es lo que más me gustaría», un correo de súplica que C. no parece recibir jamás o que, si lo recibe, prefiere ignorar; de pronto, se interrumpe nuestra correspondencia sobre el tema; la épica cena prevista por la encantadora C. nunca se hace realidad.