Sopeso el grado de miedo o pánico: ¿me da más angustia la casa o entrar en el gimnasio; es más práctico afrontar la angustia que me da la casa o la angustia que me da el gimnasio?…
Mira. Estás aquí. Debes de estar aquí por algún motivo.
Es lo que me aconsejaría Ray, exasperado.
Oh, pero cuánto me resisto a abandonar la «relativa» seguridad de mi maltratado Honda blanco para entrar en el gimnasio, para ir hasta la enorme sala de aparatos, del tamaño de un salón de baile, a la que iba siempre Ray.
Pronto tendré un nombre para esos lugares. Sumideros.
Unos sitios cargados de recuerdos viscerales, que me provocan terror al acercarme.
En esta fase del asedio -estamos aún a principios de marzo-, no he logrado asimilar mis experiencias con ninguna coherencia, ni mucho menos categorizarlas. La taxonomía es la reacción instintiva a un mundo de fecundidad y complejidad desoladoras, pero no me siento todavía suficientemente fuerte para ninguna taxonomía.
Mi vida me inunda en gran parte como una ola espumosa y sucia. Una ola en la que hay restos: algas, cristales rotos, trozos de barro, peces podridos, objetos sin nombre, una especie de catatonia espiritual como si me hubiera picado una criatura marina venenosa, oculta en el oleaje; una medusa, por ejemplo.
Una vez, en la costa del sur de Jersey, las vimos: cientos -¿miles?- de medusas arrastradas a la playa tras una tormenta.
Transparentes, translúcidas, muertas y moribundas. Incluso muertas era imprudente tocarlas con el dedo desnudo.
Ray dijo: «Vámonos de aquí. Podemos caminar por otro sitio».
(¿Por qué estoy acordándome de las medusas, aquí en el Hopewell Valley Fitness Center? ¿Por qué cada idea que penetra en mi cerebro parece venir de una fuente que no está a mi alcance, y por qué estos pensamientos me causan dolor y placer al mismo tiempo? Habíamos hablado con frecuencia de volver a Cape May. Nunca habíamos visto la migración anual de las aves, que al parecer es espectacular, ni la migración de las mariposas monarca. Llevábamos años hablando de ese viaje al sur de Jersey, que no era precisamente un viaje exótico, un trayecto de sólo unas horas, y, mientras tanto, habíamos viajado a Inglaterra y a Europa varias veces pero nunca habíamos vuelto a la belleza de Cape May, y ahora me angustia pensar: «Es demasiado tarde para Cape May. Nunca volverás a ir a Cape May».)
Lisa está saludando a otra persona en el mostrador. Otra tarjeta de plástico ha disparado el ¡gracias, que tenga una buena sesión!
Han pasado varios minutos y todavía estoy remoloneando en el pasillo hacia la sala de ejercicios, arriba de las escaleras.
Estoy pensando en que venir al Fitness Center con Ray era divertido, o podía ser divertido a veces.
Una diversión dentro de la obligación. Como ir a la compra.
Una vez, mientras hacíamos la compra en uno de los enormes hipermercados sin ventanas que hay en la Route 1, le dije a Ray con auténtica sorpresa:
– ¡Qué divertido es hacer la compra contigo cuando estás de buen humor! No importa dónde estemos.
Ray respondió en tono irónico:
– ¿No importa?
¡El sentido del humor de Ray! Era curioso, seco y a menudo muy divertido. Nunca llamaba la atención en una reunión de amigos para contar historias o anécdotas, le gustaba más hablar en un aparte, a un lado. Su humor era a veces inesperado y desconcertante. Sé que, si Ray pudiera comentar sobre el Hopewell Valley Fitness Center y sobre las horas que había pasado aquí con la esperanza de mantenerse «en forma», es decir, prolongar su vida, se habría encogido filosóficamente de hombros y habría dicho: «Pues la verdad es que fue una maldita pérdida de tiempo, ¿no?».
Sonrío al oírle.
Pero no hay nada más triste.
Éste es el reto: reunir todas mis fuerzas, descender los escalones hasta la planta baja, a la gran sala abierta y de techos altos en la que están las cintas y los aparatos de pesas.
¿Me estoy volviendo catatónica? ¿Estoy catatónica?
(Me pregunto en qué piensan los catatónicos. Encerrados en cemento, quizá no pueden pensar en nada. Quizás en eso consiste la catatonia.)
«Sólo la cinta. Media hora. Puedo hacerlo.»
Sin embargo, ahora me falta el aliento a menudo. Mi corazón parece siempre un poco acelerado. Mientras Ray pasaba diligentemente de un aparato de pesas a otro, yo no solía hacer nada más que correr en la cinta, lo más lejos posible de otras personas. No quería que me distrajeran los resoplidos y los gruñidos de hombres sofocados y sudorosos en sus aparatos, como unas imágenes sacadas del Infierno de Dante con sus cuerpos retorcidos, sus rostros deformes y sus ojos saltones.
(¿Era Ray uno de esos hombres diligentes y decididos? La verdad es que no. Los ejercicios de mi marido tenían cierta «languidez obstinada», difícil de definir, que no solía hacerle sudar ni mucho menos perder el aliento. Ray nunca había sido deportista ni se había interesado demasiado por el deporte, el alma del varón estadounidense y, junto con la política, el «vínculo masculino» fundamental en nuestra cultura.)
En la cinta, que solía poner en 4,5 y luego ir subiendo poco a poco hasta 6 (para los no iniciados, eso quiere decir seis millas por hora, nueve kilómetros, nada rápido para un corredor), me sumía en un estado de ensoñación, liberaba mi mente de las mil distracciones de mi vida cotidiana -lo que podríamos llamar «vida real» y ahora llamaría la inexpresablemente valiosa vida real-, y repasaba las páginas que había escrito esa mañana, revisándolas, reescribiéndolas, «corrigiéndolas»; en esos momentos, mi memoria es muy visual -¿fotográfica?-, y da la impresión de que correr la intensifica; mi metabolismo se «normaliza» cuando corro… Pero ahora, tengo miedo de hacia dónde se orientarán mis pensamientos si corro en la cinta. Tengo miedo de que la ola espumosa me ahogue, llena de un montón de cosas que no puedo soportar.
En el anodino interior del gimnasio, estaré a merced del destello de memoria que veo casi sin cesar. Esté donde esté, mire lo que mire -lo que observe-, veo en realidad a Ray en la cama del hospital, en aquel momento en el que entré corriendo en la habitación, en el instante en el que supe que llegaba demasiado tarde.
¡Qué tranquilo tiene el rostro! Le han quitado las gafas, como si estuviera durmiendo. El goteo intravenoso en el brazo amoratado, la máscara de oxígeno que le desfigura, el monitor cardiaco: todo ha desaparecido.
Se han dado por vencidos con él. Sus máquinas, se las han quitado, lo han abandonado.
He llegado demasiado tarde. Yo también lo abandoné.
Es como si sobre el mundo hubiera descendido una pantalla de tela. Y en esa tela, el recuerdo de Ray. Mi última imagen de Ray…
La rubia y alegre Lisa se sorprende al verme sola. O a lo mejor es que no la saludo con una sonrisa tan brillante como la suya.
Antes de que la recepcionista del Fitness Center pueda preguntar si pasa algo, le digo -las palabras salen a borbotones, con un ligero tartamudeo- que mi marido y yo hemos decidido «darnos de baja».
Cualquiera pensaría que he corrido a la recepción a informar de un fuego.
– ¡Oh! ¿Hay algún motivo?
Le explico que nos mudamos.
Hemos estado muy a gusto en el Fitness Center -«Ha sido un sitio maravilloso, lo echaremos de menos»-, pero nos vamos a mudar.
Lisa parece verdaderamente apenada al oírlo. Quizás ve algo en mi rostro -los ojos húmedos, la tensión en la boca- que le inquieta. Vacilante, dice que hace tiempo que no ve a Ray, unas cuantas semanas, y yo me apresuro a decirle:
– Bueno, no, no exactamente. Ray ha estado aquí hace menos tiempo.
Por qué me parece importante corregir a la recepcionista sobre una cuestión tan trivial, no tengo ni idea.
Pronuncio con cuidado nuestros nombres para que los entienda Lisa: «Raymond Smith», «Joyce Smith». Con media sonrisa y el ceño fruncido, Lisa saca nuestras tarjetas del archivador. Escribe algo en un ordenador. Supongo que está eliminándonos. Borrándonos. Pero: