– Su marido y usted tienen pagado todo marzo, así que pueden seguir visitándonos…
¡Nunca! La idea me llena de terror.
– ¿Dónde se van Ray y usted, Joyce?
Tengo la mente en blanco. Me cuesta recordar por qué estoy aquí.
¿Y por qué sola?
– Fuera. No estamos seguros de dónde.
41. «Voy a estar un tiempo sin verte»
9 de marzo de 2008. Desde que lo llevé al hospital no he soñado con Ray. Desde su muerte, no he soñado con Ray. Pero ahora, esta noche, sueño con Ray.
No puedo verle con claridad, estamos demasiado cerca. Está sentado en una cama -creo-, aunque con su querido jersey azul puesto. Tiene el rostro al lado del mío, estamos tocándonos. Me inclino sobre él y contra él. Está enseñándome dos fotografías enmarcadas -o diagramas-, y tampoco puedo verlas claramente. Cuántas veces -¡incontables!- en nuestra vida en común me mostraba Ray materiales relacionados con la prensa, diseños de cubiertas, fotografías, páginas de muestras tipográficas; Ray me pedía mi opinión y me consultaba, pero ahora, como no puedo ver con claridad lo que tiene en las manos, no puedo decir nada; estoy dispuesta e insegura al mismo tiempo, porque se espera algo de mí, pero ¿qué?
Ray tiene una voz grave, tranquila:
– Supongo que voy a estar un tiempo sin verte.
Y entonces se termina el sueño, estoy despierta, asombrada y despierta, es como si Ray hubiera estado en esta habitación conmigo hace un momento, y ahora…
«¡Oh, Dios mío!»
Me invade tal sensación de vacío que apenas puedo soportarla. Parece que estoy medio tapada por la colcha de mi madre y medio vestida. Ahora siempre me pongo calcetines para meterme en la cama -calcetines de lana, calientes-, y tengo los dedos helados incluso con ellos; llevo un albornoz azul de franela sobre el camisón; pero, aun así, tengo muchos escalofríos, y trato de dormir acurrucada, abrazándome mi propia delgadez con fuerza. A veces, dejo encendida la lámpara de la mesilla toda la noche, y la televisión también, sin sonido; si hay un gato durmiendo conmigo, a los pies de la cama, será Reynard, que entra en el dormitorio y salta a la cama como a escondidas por la noche, sólo cuando quiere y nunca -¡nunca!- si le llamo; a veces frota el costado contra mi pie o mi pierna, pero no me hace caso si le hablo o le acaricio la cabeza.
Esta noche -son casi las cinco de la mañana-, la televisión no está encendida, no hay ningún gato que me haga compañía, estoy sola en la cama. Tengo algunos papeles de Ray esparcidos a mi alrededor, aunque no el manuscrito de la novela, que he dejado aparte por ahora. En la mesilla hay manuscritos de alumnos que leí, corregí y anoté hace varias horas. El viento hace ruido en los árboles de fuera, en la distancia, una lechuza blanca, suena como una lechuza blanca, porque el grito apagado también podría ser de la presa de una lechuza.
Uno de los dos diría: «¡Escucha! ¿Oyes a la lechuza blanca?».
Ahora no quiero oír a la lechuza blanca. Sean lo que sean esos chillidos escalofriantes, no quiero oírlos.
Lo que quiero es volver a mi sueño. Eso es lo único que quiero. Lo quiero tanto que es como la sed, la sed más terrible, este deseo de regresar al sueño de Ray, que ha sido el momento más feliz de mi vida desde hace semanas.
42 . «No puedo encontrarte donde estás»
Estábamos en una ciudad extranjera. Estábamos separados. Había un hotel, un hotel grande, teníamos una habitación en este hotel, pero yo no conseguía encontrarla. Iba caminando por una calle, sola, estaba muy angustiada, no iba a poder encontrarte, en el sueño parecía imposible que pudiera encontrarte alguna vez, y no había manera de que hablásemos entre nosotros….
Este sueño recurrente comenzó pocos años después de casarnos. ¿Cuántas variantes de este sueño he tenido a lo largo de los años? No puedo calcular: ¿cientos?, ¿miles?
Ray se reía cuando le contaba este sueño. Ray se tomaba los sueños muy a la ligera, o al menos daba esa impresión.
Por la mañana, en la cocina, era el momento en el que yo contaba a Ray mi sueño recurrente de cómo le perdía. Cada vez que contaba el sueño era ligeramente distinto, pero cada vez que contaba el sueño era evidente que se trataba del mismo sueño.
– ¡Otra vez ese sueño! Sabes que nunca te abandonaré.
– Lo sé, pero…
– Yo nunca soñaría una cosa así sobre ti.
Ray hablaba en un tono de leve reproche, como si eso fuera lo importante -que yo tuviera cierta falta de confianza en él-, y no lo que parece obvio, mi terror ante la perspectiva de perderlo.
Ahora, desde que ha muerto Ray, mi único sueño recurrente parece haberse interrumpido.
En efecto, el sueño recurrente de tantos años de la viuda ha desaparecido del todo. Lo cual parece refutar la teoría de que el inconsciente posee un sentido primitivo del tiempo y confunde caprichosamente el pasado, el presente y el futuro como si fueran la misma cosa.
43. «Lamento informarle»
Gracias por enviarnos su original. Lamento informarle que, debido a la muerte inesperada del director, Raymond Smith, Ontario Review dejará de publicarse tras el número de mayo de 2008.
Mandé imprimir varios cientos de estas notitas azules pocos días después de morir Ray.
De la escasa concentración que tenía en ese momento -a pesar de mi reputación de prolífica- da idea el hecho de que tuve que redactar numerosos borradores para escribir esta melancólica nota de rechazo.
Al principio, había escrito «muerte inesperada», pero entonces, al releer lo que había puesto, pensé que sonaba demasiado melodramático, o demasiado patético. O subjetivo.
Porque ¿para quién había sido «inesperada» la muerte de Ray?; ¿y qué les importa a unos completos desconocidos? ¿Por qué debía informar a unos completos desconocidos?
De modo que quité inesperada, pero luego, al cabo de tantas horas y tantos borradores que me da vergüenza decirlo, inesperada volvió a entrar.
«Lamento informarle de la muerte inesperada de Raymond Smith.»
Como insectos enloquecidos que vuelan atrapados en un espacio pequeño, estas palabras corrieron y dieron tumbos en mi cabeza durante un tiempo totalmente desmesurado.
Porque sabía -el sentido común lo dictaba- que no tenía más remedio, iba a tener que cerrar Ontario Review, que Ray y yo llevábamos juntos desde 1974. Era desgarrador pero no veía alternativa: el 90% de la labor de edición en la revista y el 100% del trabajo editorial y económico habían sido competencia de mi marido.
Habíamos comenzado la revista semestral Ontario Review: A North American Journal of the Arts cuando vivíamos en Windsor, Ontario, y dábamos clase en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de la Universidad de Windsor. Se me había ocurrido que, como las «revistas pequeñas» habían sido un elemento tan fundamental en mi carrera de escritora, debía ayudar a financiar una nuestra; además, tanto Ray como yo estábamos interesados en promocionar el trabajo de escritores excelentes a los que conocíamos en Canadá y Estados Unidos. Nuestra intención era publicar a escritores canadienses y estadounidenses y no hacer distinciones entre los dos, que era el propósito específico de Ontario Review.
Nuestro primer número, en otoño de 1974, fue recibido con gran interés en los círculos literarios canadienses, no porque fuera una extraordinaria colección de artistas norteamericanos de primera categoría (que en nuestra opinión lo era), sino porque, en aquel momento, había en Canadá muchos más escritores y poetas que medios acreditados en los que publicar su obra. Tuvimos la suerte de publicar una entrevista con Philip Roth -que había «hecho» yo- y piezas de ficción de Bill Henderson, que pronto fundaría la legendaria serie de antologías Pushcart Prize: Best of the Small Presses, y Lynne Sharon Schwartz, antes de que publicase su primer libro. Como casi todos los editores principiantes, pedimos a nuestros amigos que escribieran para nuestra revista, y tuvimos una serie de reseñas «breves» -de los libros más recientes de Paul Theroux, Alice Munro y Beth Harvor, entonces prácticamente desconocidos- firmadas por «JCO».