Como Ray, Robert había ingresado en el hospital de manera «provisional»: había sufrido un ataque al corazón del que parecía estar recuperándose; su condición era «estable»; entonces, una mañana, mientras Gail se disponía a ir al hospital en Kingston para verlo, recibió una llamada de un médico al que no conocía, porque era el que estaba de guardia en ese momento:
– Me temo que Robert no ha conseguido superarlo.
¡No ha conseguido superarlo! Pero si estaba recuperándose…, ¿no?
Protestamos así, incrédulas. Nos aferramos a lo que parecen habernos prometido, como niñas. «¡Pero, pero…! ¡Pero si estaba recuperándose! Usted dijo que estaba vivo todavía.»
Gail también fue hasta el hospital en un trance. Gail tampoco había creído que su marido no iba a estar esperándola en su habitación del hospital. En coche, a primera hora de la madrugada, por una carretera oscura, las dos pensamos: «¿Está muriéndose mi marido? ¿Está muriéndose? ¡No puede estar muriéndose! El médico ha dicho… está vivo…».
Mucho después de que se desvanezca la esperanza, permanecen estas palabras fantasma.
Vivo, todavía… está vivo. Está recuperándose.
Le darán el alta el próximo martes.
Gail me ha ofrecido simpatía y consejo. Estoy tan rota, que me resulta difícil hablar. Ya no suelo hablar por teléfono con nadie, pero puedo hablar con Gail y decirle a Gail que me habría gustado que viviéramos más cerca, que podríamos acompañarnos en nuestra pena, pero no parece probable que ninguna de las dos vaya a mudarse. Quién, sino Gail Godwin, es capaz de decirme:
– Sufre, Joyce. Ray lo merecía.
Así es. Es verdad. Pero la duda es: ¿tengo la fuerza suficiente para sufrir? ¿Y durante cuánto tiempo?
«¿Enviaste el resto del texto a Doug? ¿Y el diseño de cubierta que no pude terminar, puedes prepararlo y enviárselo por FedEx?»
(Doug Hagley es el excelente tipógrafo de Ray, en Marquette, Michigan.)
Lo reconozco, por qué no: si Ray pudiera regresar milagrosamente de la tumba, al cabo de un día o dos -al cabo de unas horas- estaría trabajando de nuevo en Ontario Review.
Estuvo trabajando desde la cama del hospital el último día de su vida. Ahora estaría terriblemente preocupado porque va a retrasarse la fecha de publicación del número de mayo…
«Estoy haciendo lo que puedo, cariño, ¡estoy haciendo lo que puedo!»
Como una persona desesperada en un velero, un pequeño velero que se debate en un mar embravecido, después de que el patrón haya muerto arrastrado por las olas, ahogado, y la acompañante que ha quedado atrás tiene que intentar evitar que se hunda el barco… Es ridículo pensar en completar el viaje cuando a lo máximo que se puede aspirar es a mantenerse a flote.
Así que estoy intentándolo. Voy a hacer lo que Ray querría que hiciera, si puedo.
Por el momento, abrir el correo. La tarea imposible de adjuntar estas pequeñas notas azules de rechazo a los manuscritos. A veces caigo en un trance de ojos abiertos al leer unos versos de un poema, un relato, hasta que mis ojos se desenfocan.
En el hospital habíamos leído juntos algunos originales y los habíamos discutido. Yo había llevado dos relatos breves para que los leyera Ray y le había recomendado que los publicase, dos historias que habían despertado mi entusiasmo, pero ahora, de pronto, todo eso se ha terminado. Me descompone pensar que es posible que los manuscritos se hayan perdido, que nunca los trajera del hospital.
¡Qué terrible pensar que se están perdiendo cosas! Pese a todos mis esfuerzos, las gafas de Ray han desaparecido.
A medida que pasen los días, las semanas, los meses, el esfuerzo de responder a quienes me envían originales para OR será cada vez más irritante. Creía que en la comunidad literaria se habría difundido -a través de nuestra página web de Ontario Review y de las necrológicas- la noticia de que Ray Smith ha muerto y la revista va a cerrar, sin embargo, puntuales como el reloj, siguen llegando originales. Es verdad que en su mayoría son envíos múltiples, como de escritores robot que empiezan a escribir «Estimado director» y no parecen tener ni idea de qué es Ontario Review. (Más de dos años después, todavía siguen llegando originales robóticos, algunos dirigidos a «Raymond Smith, director», pero esta agobiada «directora adjunta» ha dejado de devolverlos, porque supone que a estas alturas puede alegarse que han prescrito. ¡Basta ya!)
Sin embargo, en marzo de 2008, me dedico con diligencia -si es que ésa es la palabra- a abrir el correo. De vez en cuando hay manuscritos del tamaño de un libro, envíos que no hemos solicitado y que devuelvo al remitente con la notita azul de «Gracias por su original». A veces añado unas palabras y firmo con mis iniciales. A pesar de mi aturdimiento, siento el impulso de animar a los escritores o, por lo menos, el deseo de no desanimarlos. Pienso: «Habría sido importante para mí hace años».
Aunque ahora no hay nada que me importe ya mucho. La posibilidad de «animar» a alguien se ha convertido en algo abstracto y teórico. ¿«Animar» para qué?
«Tu trabajo no será tu salvación. Conseguir que te publiquen -¡en la Ontario Review Press!- no será tu salvación. No te hagas ilusiones.»
Igual que no dejo que se acumule la basura, no dejo que se acumule este correo; (casi) se podría decir que el correo es la basura. Lo que más temo, más incluso que las cestas de pésame de Harry & David, es esa subespecie especialmente antipática del paquete de cartón en el que algunos editores insisten en enviar los libros, sujeto con grapas de metal tan gruesas como clavos. Tratar de abrir uno de esos horrores es un ejercicio de masoquismo; me deshago de ellos con la misma prisa con la que alejaría de mí una serpiente venenosa.
«¡No! ¡No más cosas de éstas! Piedad, por favor.»
Cada semana, los cubos de basura están tan llenos que las tapas de plástico se caen y repiquetean contra el suelo cuando los saco a la calle.
¿Por qué subía Sísifo una roca por una colina? Es mucho más probable que el pobre hombre subiera cubos de basura, un día tras otro, en perpetuidad.
En medio de todo esto, qué gracioso -una gracia cruel- que los editores continúen enviándome galeradas y manuscritos para que añada alguna frase de promoción: todavía más correo, más paquetes que abrir y reciclar. En mi estado de lucidez absoluta -que podría confundirse con una depresión vulgar y corriente-, no hay nada que me parezca más patético que esas solicitudes. Nada más triste, más superfluo, más ridículo: una frase de promoción mía.
Si el nombre de «Joyce Carol Oates» en sus propios libros no sirve para que se vendan, ¿cómo puede ayudar «Joyce Carol Oates» a vender el libro de otra persona? ¡Qué ridículo!
El corazón me late de resentimiento y desesperación. Mis esfuerzos parecen inútiles, como limpiar todas las habitaciones de la casa porque iba a volver mi marido del hospital, o como encender todas las luces -o apagarlas-, pero no puedo pararme, y la idea de contratar a alguien para que me ayude, de traer a alguien a casa con ese propósito, es imposible. Lo único que sé es que no puedo decepcionar a Ray. Es mi responsabilidad como esposa suya.
Quiero decir, como su viuda.
Me siento atrapada. Estoy atrapada. Al otro lado de nuestro estanque vimos una vez un joven ciervo, un macho, que sacudía violentamente su cabeza; tenía las astas esbeltas enredadas en lo que parecía un alambre. Así me siento yo ahora: tengo la cabeza enredada en alambre.
La cosa reptiliana -el basilisco- lleva mirándome todo este tiempo con sus ojos redondos y vidriosos, esos ojos asombrados de saurio que penetran hasta el fondo de mi alma. «Sabes que puedes poner fin a esto cuando quieras. Tu ridícula alma basura. ¿Por qué vas a tener que sobrevivir a tu marido? ¿Si le quieres, como dices? ¿No te parece que todos están esperando a que te mueras, a que acabes con esta tontería? Sobrevivir a tu marido es una cosa vulgar, baja, rastrera, y tú no mereces vivir ni una hora más, eres la verdadera basura que tienes que sacar.»