IV. Purgatorio, infierno
«Dondequiera que huya es el infierno; yo mismo soy el infierno.»
Lucifer en El paraíso perdido de Milton
«No existe más que un problema filosófico auténticamente serio, y es el suicidio. Juzgar si merece o no la pena vivir la vida equivale a responder la pregunta fundamental de la filosofía.»
Albert Camus, «Un razonamiento absurdo»,
de El mito de Sísifo
44. «Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento»
¡Hola! Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar.
Este mensaje de contestador, grabado por Ray hace varios años con voz algo apagada, recibe a todos los que llaman, porque últimamente -a finales del invierno y principios de la primavera de 2008- no suelo coger el teléfono.
Lo oigo sonar y no puedo moverme.
El timbre del teléfono me paraliza, dejo casi de respirar hasta que para.
Cuando suena el teléfono, tengo que contener el impulso de salir corriendo.
De irme, de esconderme. En alguna parte.
Es cierto que tenemos identificación de llamada -Ray la instaló en el teléfono de mi mesa-, de modo que debería poder filtrar las llamadas que no me interesan y hablar con mis amigos más queridos, pero muchas veces no estoy cerca de ese teléfono y mi instinto es retroceder, no acercarme a toda prisa.
Muchas veces no estoy de humor para hablar ni con mis amigos más queridos.
Miedo a venirme abajo al teléfono.
Miedo a agotar la capacidad de compasión de mis amigos.
Miedo a comportarme de forma inútil, superflua y embarazosa.
Nadie me ha reprochado que siga usando el mensaje del contestador de Ray, todavía. Aunque varias personas lo han comentado.
Una ha dicho que es un «consuelo» oír la voz de Ray exactamente como ha estado en este contestador durante años.
Una ha dicho -con delicadeza- que es «un poco discordante, desconcertante».
Una ha dicho: «La voz en el contestador es la abstracción más extraordinaria que hay que superar».
Yo no he respondido nada a estas afirmaciones.
Con el tiempo, mis mejores amigos me sugerirán -con tacto y delicadeza- que debería cambiar el mensaje. Una amiga se ha ofrecido a que sea su marido el que vuelva a grabarlo.
Es un consejo sensato, pero ni lo oigo. Nunca respondo, simplemente parezco no oírlo.
Pese a que, con rabia, quiero gritar: ¿borrarías la voz de tu marido de tu contestador? ¡Por supuesto que no!
Tardaré más de año y medio en borrar la voz de Ray del contestador, para sustituirlo por una voz de ordenador (femenina) que hiela la sangre. Pero durante el huracanado año de 2008, la voz de Ray seguirá en su sitio.
En la universidad, en mi despacho del 185 de Nassau, llamo con frecuencia a casa. Primero marco el 9 para tener línea y luego el número. Es un consuelo curioso, pensar que el timbre que suena en casa es indistinguible del timbre que he oído durante años, cuando llamaba a Ray desde este teléfono. Solía llamar a mi marido a casa sin ningún motivo especial, sólo para decir hola, para murmurar «¡Te quiero!» y colgar, y ahora que ya no sirve de nada llamar, vuelvo a marcar el número de todas formas.
Cinco o seis timbrazos y luego el clic, y ahí está la voz de Ray, exactamente como la recuerdo, como había sonado en todos esos años en los que había dado por sentada la grabación, como si fuera un elemento permanente del paisaje, del oxígeno que me rodea: ¡Hola! Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar.
A veces, marco el número más de una vez. Mis dedos se mueven con agilidad, como si estuvieran «diciendo» el rosario.
Las palabras de Ray se han convertido en una especie de poesía, la poesía directa y prosaica típica de Estados Unidos, llevada a la perfección por William Carlos Williams en estrofas columnadas. Presto ávida atención al acento de las sílabas de Ray, la pausa entre las palabras; casi puedo oírle coger aire, puedo ver su expresión facial mientras grababa esos preciosos segundos de sus setenta y siete años, once meses y veintidós días de vida:
¡Hola!
Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento,
pero si deja un mensaje detallado
y su número,
le devolveremos la llamada
en cuanto podamos.
Gracias por llamar.
Pero entonces, cuelgo en silencio.
Sin dejar mensaje.
Cuántas viudas han hecho esta llamada inútil, marcado números que son sus propios números; cuántas viudas han escuchado la voz de su marido muerto una y otra vez….
Como lo harás tú, algún día. Si eres el superviviente.
45. La Orden Militar del Corazón Púrpura
«Sigue moviéndote. No incumplas promesas. El duelo es autocompasión, narcisismo. No te rindas.»
Cada día me fijo un objetivo modesto: superarlo hasta el final.
¿No es ése el principio fundamental de Alcohólicos Anónimos? Un día detrás de otro.
Mi amiga Gloria Vanderbilt me ha consolado así: «Respira poco a poco, Joyce. Respira poco a poco».
Gloria Vanderbilt, cuyo hijo Carter murió de una manera atroz, prácticamente en su presencia.
Poco después de morir Ray, Gloria vino a Princeton a pasar un tiempo conmigo, a acompañarme en el dolor, a darme esperanza, y me dejó una estatuilla de Santa Teresa que le había legado hacía muchos años su adorada niñera, cuando, como en un cruel cuento de hadas de los hermanos Grimm, Gloria era una niña que sirvió de peón en una demanda de custodia ante los tribunales de Nueva York que fue objeto de morbo y publicidad.
La estatuilla de Santa Teresa está en la cómoda de nuestro cuarto. En la cómoda de mi cuarto. Donde puedo verla fácilmente desde mi nido en la cama.
«¡Jesús! ¿Qué demonios hace una estatua de Santa Teresa en nuestro dormitorio? -exclamaría Ray, sorprendido y exasperado-. ¿Me voy unos días y metes una estatua de Santa Teresa en nuestro dormitorio?».
Como todos los católicos que se han apartado para siempre de la Iglesia, a Ray le molestaba mucho cualquier intromisión de su vieja «fe» en su vida post-religiosa.
Pero, como todos los ex católicos, Ray sabría distinguir entre Santa Teresa y la Virgen María.
No puedo explicar qué hace esta estatua de Santa Teresa en nuestra casa. Salvo que la estatua está frente a mí, en mi nido, a menos de dos metros.
3 de marzo de 2008
A Gloria Vanderbilt
La estatua de Santa Teresa resulta asombrosa en nuestro dormitorio. Desprende un aire de calma y belleza antiguas. No puedo creer que me hayas dado una parte tan valiosa de tu vida. He dicho a Elaine [Showalter] y otros que han venido a verla que no me siento merecedora de este regalo, y uno de ellos respondió: «Expresa el amor que te tiene Gloria», una frase que me llegó de pleno al corazón.
Muchas gracias,
Joyce
¡El basilisco!
Ojos vidriosos y frío aplomo de saurio. Totalmente quieto, su corazón de reptil no late apenas.