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Una criatura horrible, una especie de lagarto que me invita a la muerte, a morir.

Si duermo a base de pastillas, el basilisco desaparece. Pero cuando me despierto -cuando la consciencia me golpea como un spray antivioladores-, la cosa regresa.

Como el gato de Cheshire en El país de las maravillas: al principio, Alicia ve la exasperante sonrisa suspendida en el aire; luego, poco a poco, el perfil del gato enorme y desgarbado, que va apareciendo.

Así sucede con el basilisco. La mirada fija, que llega lo primero; luego, el resto.

Si tomo Lorazepam en las dosis que me han recetado, estoy segura de que el basilisco desaparecerá. O, si el obsceno monstruo revolotea ante mis ojos, no me trastornará tanto.

Pero si tomo una dosis excesiva del poderoso tranquilizante -o de las pastillas para dormir que me han recetado-, caeré en un sueño profundo, tal vez un coma, y el basilisco triunfará.

Así que estoy decidida a ¡seguir moviéndome!, ¡cumplir mis promesas!

Cuando Ray ingresó en el hospital, anulamos nuestra visita a la Universidad de Nevada en Las Vegas. Pero creo que voy a cumplir el resto de mis compromisos profesionales y mantener el calendario de mi vida anterior hasta donde pueda.

Cleveland, Ohio. Boca Ratón, Florida. Universidad de Nueva York.

Columbia, Carolina del Sur, y Sanibel Island, Florida.

Lecturas, conferencias, visitas para las que me han contratado hace meses. Mi agente ha sugerido cancelar todas mis citas para el próximo medio año, pero le he dicho que no, no puedo hacer eso.

Orgullo de la integridad profesional.

Deseo de que no me consideren débil, rota.

Miedo a quedarme en casa sola.

Miedo a perderme lejos de casa.

Miedo a venirme abajo entre desconocidos.

Miedo a que me «reconozcan»….

5 de marzo de 2008

A Jeanne Halpern

Te llamé hacia las diez de la noche desde una Cleveland envuelta en una tormenta de nieve, después de mi lectura en la Biblioteca de Cuyahoga County, que salió bien a pesar del terrible tiempo; en mi suite en el Ritz -una suite magnífica, con flores-, me inundaron la soledad y el miedo, el hecho de no poder llamar a Ray como hacía siempre en esas ocasiones… Así que te llamé, y contestó Lily; y me alegro de que hubieras salido, porque me habría puesto muy emocional, así que llamé a Edmund White, que inmediatamente me animó con historias de su vida y sus desgracias…

Con mucho cariño,

Joyce

6 de marzo de 2008

A Elaine Showalter

¡Cómo me gustó veros a English y a ti! La mayor parte del tiempo estoy en un estado de angustia, sobre asuntos económicos y legales, y la vida se presenta bastante mal. Ni siquiera con medicación consigo dormir; he tomado una dosis y media de lo que me han recetado y estoy más despierta que nunca, y mañana tengo que dar clase, llevar un coche a Nueva York y ofrecer una lectura… Supongo que, sin Ray, nada de lo que hago parece tener mucho sentido. Pero me encantó veros a English y a ti los dos días. El «día» es mi rato bueno; el resto del tiempo, no estoy tan bien.

Con mucho cariño,

Joyce

Medio en broma medio en serio estoy pensando en enviar un boletín por correo electrónico a mis amigos: «Por favor, no os riáis de mí ni os alarméis, pero ¿podría "contratar" a alguno de vosotros -si pudierais superar los escrúpulos de la amistad y dejar que os pagara de alguna forma- para mantenerme viva un año, por lo menos? Si no…».

Desde luego, esto es sólo medio en serio.

Desde luego, no me atrevo a dejar ver tal desesperación, se dispararían los cotilleos como la pólvora entre nuestro círculo de amigos y más allá, horriblemente más allá, en círculos concéntricos de amigos íntimos, «buenos» amigos, conocidos, colegas, desconocidos, para estallar en internet, relucientes y llenos de morbo para disfrute de todos.

6 de marzo de 2008

A Mike Keeley

¡Mike, gracias! Cuánto te quería Ray. No tenía ni idea de que no iba a volver a vernos a ninguno nunca más; sus últimas palabras (conservadas en mi buzón de voz) son tiernas y optimistas. Me parece increíble. Echo de menos tener compañía, aunque sea una compañía ilusoria y fantasmal (como Harvey, el conejo invisible) en esta casa, que sólo sugiera, no su realidad de hombre, sino cierta esencia luminosa. La mitad del tiempo pienso que debo de haber perdido por completo la cabeza. Otras veces, como anoche, creo que estoy relativamente cuerda. Espero que las cosas sean cada vez más fáciles. Pero el aspecto legal y económico me abruma, y quizá acabe conmigo antes que el aspecto emocional…

Mucho cariño para los dos,

Joyce

Lo que he descubierto: es posible vivir cada día si se divide en segmentos.

Mejor dicho: es posible vivir cada día sólo si se divide en segmentos.

La viuda pronto se da cuenta de que un día entero, tal como lo viven los demás -ese vasto y espantoso Sahara de tiempo infinito-, es imposible de soportar.

De modo que la viuda recibe el consejo de dividir el día en Mañana, Tarde I, Tarde II, Crepúsculo, Noche.

Las mañanas, que una pensaría que son el peor momento, no son tan malas, en realidad, porque la viuda suele quedarse en la cama más tiempo que la gente «normal». Como la viuda es más feliz -es decir, feliz- sólo cuando está dormida -profundamente dormida- en un pozo de fango y brea anterior, no sólo a cualquier recuerdo de la catástrofe en su vida, sino a cualquier recuerdo de la posibilidad de catástrofe, es muy probable que a la viuda le resulte muy difícil levantarse de la cama.

¿Levantarse de la cama? ¿Qué tal abrir los ojos?

Nadie entenderá -nadie, excepto la viuda- que el acto de abrir los ojos es un acto agotador, un acto que requiere temeridad y abandono, un valor poco frecuente, imaginación; al abrir sus ojos, la viuda se compromete a otro día más del asedio permanente, un huracán de emociones que la deja rota y golpeada pero decidida a ser, o parecer, resistente e incluso «normal». Peor aún, después de abrir los ojos viene el acto de levantarse de la cama, que exige, en este estado debilitado, el impulso fanático y la voluntad de un deportista olímpico.

Al principio, me costaba muchísimo tiempo abrir los ojos, y yacía en un estado casi comatoso; tratando de oír con un miedo creciente los sonidos de los vehículos de los servicios de mensajería en la entrada, los pasos de los mensajeros que traían paquetes (indeseados, invariablemente pesados y llenos de grapas) y el timbre de la puerta; una vez, o más de una vez, amigos bienintencionados que venían a verme entraban en el jardín y tocaban el timbre; cuando yo no contestaba, agazapada en el nido desaliñado de mi cama, lleno de papeles, galeradas, libros de la noche anterior, los amigos bienintencionados, como es natural, llamaban a la puerta, golpeaban con los nudillos, y preguntaban, con voces que pretendían disimular su alarma: «Joyce? ¿Joyce?». A veces me había dormido justo cuando empezaba a amanecer, y la intromisión -es decir, la visita del amigo, el amigo bienintencionado- se producía hacia las nueve de la mañana; a veces, después de mi bruma insomne, cuando me había rendido hacia las cinco y me había tomado una pastilla para dormir -no Ambien, todavía, porque me lo estaba reservando, sino Lunesta-, el golpeteo de los nudillos se producía incluso más pronto y me despertaba del pozo somnoliento de absoluto y anhelado abandono con la fuerza de un mazo en la cabeza, lo cual me dejaba paralizada de desesperación y amargura. En esas ocasiones -y hay muchas ocasiones de ésas en la absurda vida de una viuda-, era evidente que, si hubiera podido reunir el valor suficiente para tragar una «sobredosis» de fármacos, si hubiera conseguido orientar todas mis energías hacia un temerario intento de «acabar con mi sufrimiento», el gesto se habría visto bruscamente interrumpido con la llegada inesperada de un amigo. «¿Joyce? ¿Joyce?»