Qué terrible, el sonido de mi nombre. En esos momentos. Porque ser Joyce es, por definición, ser esa que nadie más querría ser.
Joyce Carol Oates posee un sonido todavía más digno de mofa, más melancólico, por lo presuntuoso que es tener tantas sílabas. ¡Qué ridículo!
Pero voy a comportarme de forma razonable, pueden estar seguros de ello. Intentaré comportarme de forma razonable. En cualquier caso, qué opción tengo más que arrastrarme desde los papeles esparcidos sobre la cama hasta el suelo alfombrado, una o dos galeradas, algún ejemplar suelto de Raymond Smith, viejos ejemplares de bolsillo de Pascal, Nietzsche, la Ética de Spinoza (consultada tanto por su capacidad de ayudar al sueño como por la emoción de ver la mente de un lógico ante el reto de «reducir el caos del mundo a la unidad, el orden, la cordura, el significado») y, aunque mi cerebro se ha convertido en una masa de gasa húmeda en la que las ideas enloquecidas se mueven como gusanos, y debo de tener un aspecto como el de un espantapájaros arrastrado por un camino lleno de surcos detrás de una camioneta, me asomo al pasillo (en esta casa de un piso y paredes fundamentalmente de cristal no hay verdaderos sitios en los que esconderse más que los cuartos de baño, el cuarto de la caldera y uno o dos rincones en sombras de otras habitaciones) y grito una respuesta casual y desesperada:
– ¡Hola! ¡Sí, estoy aquí! ¡Estoy bien, estoy estupendamente! ¡Estoy aquí! -y añado con una risita forzada y estoica-: No puedo verte todavía, lo siento, te llamaré después.
El amigo responde:
– ¿Joyce? ¿Estás bien?
– ¡Sí! ¡Sí, estoy bien! Te llamo después.
Y le ruego en silencio: «Por favor, ahora vete. ¡Por favor!».
Pienso: «¿No hay ningún lugar en el que pueda esconderme? ¿No hay ningún lugar, salvo morir?».
Otra mañana, suena el teléfono después de una noche miserable de insomnio que se ha extendido al día como agua feculenta; el teléfono que suena en el cuarto de al lado es el del estudio de Ray, y por alguna razón, en vez de aferrarme a las sábanas y fingir que no lo oigo, me siento obligada a responder, porque podría ser mi abogado, o mi contable, alguna persona de las que han aparecido en mi vida por las infinitas exigencias de los trámites relacionados con la muerte. Me llena de angustia pensar que debo contestar esa llamada, así que entro tambaleándome en la habitación de al lado, a medio vestir, descalza y tiritando, y es mi hermano Fred, que vive en Clarence, Nueva York, no lejos de nuestra vieja granja familiar, ya destruida, en la desolada Millersport -una comunidad rural a unos quince kilómetros al norte de Buffalo-, y por supuesto me encanta hablar con Fred, mi hermano pequeño, que ha sido un gran consuelo para mí, aunque haya sido por teléfono y desde lejos; mi maravilloso hermano que tan bien cuidó de nuestros padres en la última etapa de sus vidas, cuando se instalaron en una residencia de ancianos de Amherst; pero, mientras estoy al teléfono con Fred, aparece un mensajero en la puerta principal, a menos de tres metros, toca el timbre, golpea con los nudillos, y yo permanezco en cuclillas en el estudio de Ray, intentando esconderme, rogando en silencio: «¡Por favor, vete! ¡Vete y llévate lo que sea que has traído, por favor!».
En mi ejemplar raído de Nietzsche figura el famoso aforismo del filósofo: «La idea del suicidio es un firme consuelo; permite pasar muchas malas noches».
Nietzsche dijo también: «Si uno mira demasiado tiempo un abismo, el abismo le devuelve la mirada».
Y, en la casi visionaria voz de Zaratustra: «Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña la máxima: Muere en el momento apropiado».
¡Cuántas veces me han pasado estos aforismos por la cabeza, como descargas eléctricas! Y en momentos inesperados, como descargas al azar.
Sin embargo, incluso en medio de su profunda soledad y la desesperación de su enfermedad y locura prolongada y definitiva, Friedrich Nietzsche no se suicidó.
Tampoco se suicidó Albert Camus. (Según sus principios, Camus murió una muerte peor, una muerte «sin sentido» en un accidente de coche, cuando iba de pasajero. ¡El suicidio habría sido preferible!)
No piensen -si tienen una mente sana y aborrecen la idea del suicidio (como la aborrecía Ray)- que el suicidio es, para otros, una idea «negativa»; en absoluto. El suicidio es una idea consoladora. El suicidio es la puerta secreta por la que uno puede abandonar el mundo en cualquier momento; depende completamente de él.
Porque ¿quién puede impedírnoslo, si el suicidio es verdaderamente lo que deseamos? ¿Quién tiene la autoridad moral, quién puede saber lo que sentimos?
¡La mirada del basilisco! Ésa es la tentación del suicidio. Ése es el rostro de la muerte, el vacío.
Pero, aunque la idea del suicidio es consoladora, también es terrorífica. Porque el suicidio es la puerta secreta que, una vez abierta y franqueada, se cierra detrás y nunca puede volver a cruzarse.
La mirada del basilisco está maldita. Es una tentación a la que debemos resistir.
En este sentido, pensar seriamente en el suicidio es disuasorio. Como lo es pensar en las consecuencias póstumas del suicidio, su efecto sobre las otras personas.
Mi hermano Fred, por ejemplo. Acabo de nombrarle albacea de mis bienes.
Igual que yo soy albacea de los bienes de Ray y he heredado una matriz de responsabilidades muy similar a la responsabilidad que uno siente cuando lleva una pirámide de huevos por un suelo inestable.
Mientras hablo con mi hermano estoy pensando en estas cosas, pero nunca se lo diría a él ni a nadie; nunca impondría una intimidad tan incómoda a nadie. Hace unos días pregunté a una amiga qué haría ella en mi lugar, convencida de que iba a decir: «Me suicidaría, por supuesto», y en cambio hizo una reflexión asombrosa y meditada: «Creo que me iría a vivir a París. Compraría un piso y viviría en París. Sí, creo que eso es exactamente lo que haría».
¡Qué extraño me pareció! Como sugerir a una parapléjica que se dedique al esquí de fondo o a correr maratones.
(El único amigo con el que he hablado abiertamente de estas cuestiones es Edmund White, que ha visto morir de sida a muchos amigos y amantes, y es, cuando escribo esto, la persona de más edad diagnosticada como seropositiva; el querido Edmund, que tiene probablemente un alijo de pastillas fortísimas como el mío, acumulado con los años, y sabe apreciar la advertencia de Nietzsche de que hay que morir en el momento apropiado…)
El mensajero se ha ido. La conversación con mi hermano ha terminado. Ya estoy «levantada» -he salvado el primer obstáculo del día- y me siento casi revivida. Pienso en que Ray solía levantarse entre las siete y las siete y media. Parecía despertarse enseguida, sin ninguna transición; un momento estaba dormido y el siguiente, despierto. Mientras que yo me despertaba poco a poco, despacio, como subiendo de las profundidades marinas a la superficie iluminada; abandonando una región cálida y oscura, compuesta de sueños, para cambiarla por la cruda luz del día. Hasta este último invierno, en el que parecía tener menos energía, Ray había salido a correr unos tres kilómetros todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, además de salir conmigo todas las tardes (a correr, caminar, andar en bicicleta, el gimnasio); pero yo nunca tuve la misma motivación que Ray para madrugar. Ni para correr en medio del frío, a veces bajo la lluvia.
Le regañaba cariñosamente:
– ¡Tienes los pies húmedos! Vas a pillar una neumonía.