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7 de marzo de 2008

A Jan Perkins y Margery Cuyler

¿Existe algún «grupo de apoyo para casos de duelo» local? Quizá debería probarlo… No estoy segura de poder superar esto sola. Mi personalidad parece desmoronarse. Sobre todo de noche. Normalmente me encuentro bien cuando estoy con otra gente, pero empiezo a venirme abajo en cuanto me quedo sola. Supongo que no acabo de asimilar que Ray no va a volver. Que no está en algún sitio en el que no puedo verlo. Me parece imposible…

Tal vez un grupo como los de AA (qué nabokoviano suena).

¡Perdón por no hablar más que de mí misma! Ésa es la prueba de que estoy desquiciada…

Con cariño,

Joyce

Entre las muchas cosas que no he contado a mis amigos, está que, al día siguiente de la muerte de Ray, esa noche, sin poder dormir, despejé aproximadamente la mitad de mi ropa del armario de nuestro dormitorio.

¡No la ropa de Ray! La mía.

Fui amontonando vestidos, faldas, pantalones, camisas, jerséis, cosas que no me ponía desde hacía un año o más. En algunos casos, desde hacía diez.

Vestidos que había llevado, con Ray, hace mucho tiempo, en Windsor. En Detroit. Cenas, fiestas. Hay fotografías de nosotros dos con nuestra ropa elegante. Con caras de felicidad.

En un frenesí por deshacerme de esa ropa, ropa que había sido nueva, ropa que me había gustado ponerme, de rodillas, con papel de cocina y limpiamuebles, quitando el polvo del suelo del armario.

Tengo el corazón lleno de una rabia ardiente. Por qué me siento tan enfadada, tan cínica: «Ahora estás sola. Todo esto es vanidad, no vale nada. ¡Qué persona tan ridícula eres! Esto es lo que mereces».

La ropa amontonada, metida en una bolsa de basura, para sacarla a la acera. Me parece tan importante deshacerme de estas cosas, sin pensármelo dos veces, que no se me ocurre llamar a ninguna organización benéfica, al Ejército de Salvación; o quizá es que me parece que nadie puede querer mi ropa, nadie puede quererme a .

Al día siguiente, cuando se han llevado la basura, y la ropa, y mi armario está medio vacío, me invade una sensación de pérdida.

¿Por qué he hecho una cosa así? ¿Por qué, con tanta desesperación?

La ropa de Ray la he dejado intacta. El precioso chaquetón de lana gris de Ray, su abrigo de pelo de camello, sus camisas aún envueltas en el papel de la lavandería Mayflower, sus caquis cortos cuidadosamente doblados… Pero hay un cajón de la cómoda lleno de calcetines suyos, creo que voy a regalar los calcetines de Ray, hay una organización de ayuda a los veteranos a la que puedo llamar: la Orden Militar del Corazón Púrpura.

Semanas después, estoy mirando la tarjeta del Corazón Púrpura que han dejado en nuestro buzón. Tiene que ser una coincidencia, pienso.

Necesitamos pequeños artículos domésticos y ropas en buen estado. Recaudamos fondos para ayudar a proporcionar servicios sociales y rehabilitación a los miembros de la Orden Militar del Corazón Púrpura de Estados Unidos. Pueden ser miembros de ella los veteranos heridos, incapacitados y minusválidos, sus cónyuges, sus huérfanos y otros familiares supervivientes.

Me apresuro a colocar los calcetines de Ray (cuidadosamente doblados por Ray después de la colada) en una bolsa de tela. ¡Cuántos calcetines!: calcetines blancos de algodón, calcetines negros de seda, calcetines de cuadros. No soy capaz de regalar las camisas, los jerséis, las chaquetas, las corbatas, pero los calcetines son una cosa mínima, sin identidad ni importancia.

En otras bolsas y cajas pongo más prendas de ropa (mías), artículos diversos como platos, vasos, jarrones, tazas.

No necesito tirar ninguna de esas cosas, pero creo que debo donar algo más que sólo los calcetines a la organización de asistencia a veteranos. Y cuando, a media mañana, aparece una furgoneta en la entrada y el conductor entra a cargar las cosas en el vehículo, siento un destello de terror, la sensación que se tiene cuando uno se da cuenta de que ha cometido un error terrible pero es demasiado tarde; ¡demasiado tarde!

El cajón de Ray ya está vacío. No tengo ni idea de por qué he hecho lo que he hecho. (¿Pensé que necesitaba el cajón?) Me siento mareada, atontada. Podría haber salido corriendo detrás de la furgoneta para pedirle que se detuviera, podría haber recuperado los calcetines (tal vez), pero me ha invadido una especie de parálisis, me he quedado en la ventana mirando, impotente, igual que, junto a la cama de Ray, después de llegar demasiado tarde, me quedé mirándole impotente, con el cerebro repentinamente vacío incluso de desprecio y recriminación hacia mí misma.

El lagarto, el basilisco, que quiere que me rinda, que me muera, me mira fijamente, decidido, a la espera, a sólo unos metros de distancia, pero yo no le miro. No pienso hacerlo.

46. ¡En movimiento!

¡Mantente en movimiento! Ésa es la salvación.

De modo que, en estas semanas de alucinación tras la muerte de Ray, estoy decidida a encarnar a «JCO» con tanta perfección como los replicantes encarnaban a seres humanos en el film de culto Blade Runner. Estoy decidida a encarnar a «JCO» no sólo porque me he comprometido a hacerlo, sino porque -cosa que no creo que confiese en las tandas de preguntas después de mis lecturas y conferencias- es la forma más eficaz de escapar del basilisco.

Y ahí está la cruda realidad. Qué más da dónde estés, no hay ningún sitio en el que no vayas a estar sola y todos los lugares son equidistantes de la muerte.

Cuyahoga County, Ohio. 4 de marzo de 2008. En medio de una tormenta de nieve y vientos que aúllan, hay una atmósfera casi festiva -risas, alegría- cuando el avión con unos sesenta pasajeros empalidecidos que viene desde Filadelfia como una embarcación en un mar tormentoso aterriza -a trompicones, pero sin consecuencias desastrosas- en la pista nevada del aeropuerto de Cleveland.

Voy a tratar de sentirme bien con esto. Voy a tratar de no oír el estribillo burlón que se repite en mi cabeza: «Había una vez un barco, que se hizo a la mar. Y el nombre de nuestro barco…».

Por alguna razón, en contra del consejo de mis amigos y la agente que se encarga desde siempre de mis conferencias, Janet Cosby, he venido a Cleveland a pronunciar una -«La vida (secreta) del escritor: heridas, rechazo e inspiración»- en una velada para recaudar fondos patrocinada por la Biblioteca Pública de Cuyahoga County en un barrio de las afueras de Cleveland, Ohio. No hablo en la biblioteca, sino en el Ohio Theater, un cine de los años veinte curiosamente restaurado, con un techo azul oscuro lleno de estrellas: es la sugerencia de inmensidad, transformaciones mágicas como en un cuento infantil, un enorme espacio con mil butacas, de las que sólo se van a llenar la mitad, por culpa de este terrible tiempo.

– ¡Señora Oates! ¡Muchas gracias por venir! Hemos sabido lo de su marido, lo sentimos muchísimo…

Mis anfitriones son anfitrionas, las bibliotecarias. Muy simpáticas.

En cualquier parte, inevitablemente (¡y pueden citar mis palabras textuales!), las personas más agradables que conozco son siempre bibliotecarias.

No obstante, qué difícil es esto, mantener mi aplomo como «JCO» cuando me hablan con tanta franqueza como a una mujer cuyo marido ha muerto, una viuda.

Qué difícil también es cambiar de tema -desviar el tema-, porque no debo desmoronarme, no en este momento. Sé que estas mujeres tienen buena intención, por supuesto que tienen buena intención, quizá alguna de ellas sea también viuda, pero sus palabras me dejan afectada, incapaz de hablar, al principio. Debo aceptar sus condolencias con cortesía y agradecimiento. Debo comprender que su preocupación es sincera, que no tienen ni idea de hasta qué punto no quiero que me recuerden mi «pérdida», sobre todo en estos instantes.