Poco a poco, «JCO» regresa, o se rehace; el momento más delicado ha pasado.
Estoy pensando en hacerme una camiseta que diga:
SÍ, MI MARIDO HA MUERTO.
SÍ, ESTOY MUY TRISTE.
SÍ, MUCHAS GRACIAS POR SU PÉSAME.
¿PODEMOS CAMBIAR DE TEMA?
Me llevan junto con otras ocho o diez personas, en su mayoría mujeres, a cenar a un club privado próximo al Ohio Theater; nuestra anfitriona -claramente una donante adinerada- me mira casi de forma grosera durante la cena, mientras me interroga sin piedad sobre mi novela La hija del sepulturero, por lo visto el único libro mío que ha leído. Hay personas para las que una obra de ficción es una especie de obstáculo, un reto, un retrato de unas vidas o unas concepciones de la vida diferentes de la suya y que, por tanto, exigen este tipo de agudo interrogatorio. La situación se complica más porque es evidente que la mujer es dura de oído, así que mis respuestas en corteses murmullos caen en el vacío, y levanta la voz hasta un volumen estridente cuando pregunta por qué la familia judía de mi novela, que era de «clase media» en Alemania, se había «rendido» tan deprisa en Estados Unidos y había pasado a ser una familia «de campesinos». Me desconcierta tanto esta pregunta y su curiosa estridencia que tengo que pensar con cuidado mi respuesta. Porque estaban traumatizados por sus experiencias en Alemania, digo. Porque los obligaron a huir de su hogares, a vivir desarraigados, aterrorizados, sufriendo. Los nazis perseguían a los judíos, imagino que lo sabe, ¿verdad? La mujer me mira sin apartar los ojos. ¿Está completamente sorda? ¿Tiene ganas de llevar la contraria? ¿Es una esnob? ¿Una antisemita? ¿O tan sólo obtusa? Sí, dice, con expresión de desdén, pero se empobrecen demasiado deprisa, viven en la miseria. El padre había sido profesor de instituto, tenía que haber estado mejor preparado… Qué extraña conversación, qué desagradable, me recuerda un comentario asombroso que nos hizo un traductor polaco a Susan Sontag y a mí en una conferencia literaria en Varsovia a principios de los ochenta: «Los judíos podrían haberse salvado de los nazis. Pero fueron demasiado perezosos».
Los demás invitados a la cena y las bibliotecarias escuchan en silencio. Me gustaría estar sola, donde fuera, mientras intento explicar a la mujer escéptica que un escritor no presenta a los personajes como deberían ser en un mundo ideal, sino como podrían ser en la realidad; no voy a decirle que La hija del sepulturero está basada en la vida de mi propia abuela -mi abuela judía, la madre de mi padre-, mucho antes de conocerla. Es evidente que la mujer que me hace estas preguntas está acostumbrada a que la tomen muy en serio, porque pronto sale a relucir que su marido y ella han «cenado con los Bush» -es decir, George W. y Laura- en una cena para recaudar fondos, a 25.000 dólares el cubierto; su marido es un «republicano acérrimo», un hombre mayor. Reconoce a regañadientes:
– Supongo que no era fácil encontrar trabajo aquí. En los años treinta.
Sí, respondo. Eso es. No era fácil.
– Jacob Schwart se hizo sepulturero porque no tuvo más remedio.
Sin embargo repite, como si fuera el dato más significativo:
– Sí, pero se rindieron enseguida. Eso es lo que no entiendo.
Me siento furiosa, con ganas de decirle: «¿Y cuánto habría tardado usted en rendirse? ¿Un mes, una semana? ¿Un día?».
Las demás mujeres parecen violentas. Cambiamos de tema. Por primera vez pienso que tal vez ha sido un error venir aquí. Salir de casa en medio de un temporal de nieve para participar en un acto a beneficio de una biblioteca pública en Ohio, en medio de otra tormenta de nieve. Está claro que no tengo la cabeza bien. Esta estúpida conversación con una desconocida, una «republicana acérrima», ¿qué me importa a mí? ¿Qué más me da lo que piense esta mujer? No voy a volver a verla jamás, no voy a volver a Cuyahoga County jamás.
La cena continúa, en tono más ligero. Puedo contar algunas historias, no sobre mí, ni mis desgraciados antepasados judíos, sino sobre otros escritores, amigos, nombres conocidos para los demás comensales, que están deseosos de pasárselo bien y no dejan de decirme lo «agradecidos» que están de que mi avión no se haya estrellado ni yo haya anulado el viaje en el último minuto. «Es lo que esperábamos, la verdad.»
Todo el mundo asiente con vehemencia. Incluso la mujer que tanto ha criticado a mi familia judía. Ellas habrían anulado en circunstancias semejantes, por supuesto.
No puedo explicarles que anular el viaje no era una opción para mí. Porque si lo hubiera hecho, quizá habría anulado el próximo compromiso. Y el siguiente. Y una mañana, no me levantaría de la cama.
Al acabar la cena, he olvidado la desagradable conversación con la donante sorda y me siento casi alegre, satisfecha. Es como si Ray estuviera aquí y me recordase: «Si te ha disgustado, debe de querer decir que puedes sentir. No estás completamente derrotada, deprimida. Una persona deprimida no se enfadaría. ¡Es buena señal!».
Mi conferencia resulta irónicamente oportuna: «La vida (secreta) del escritor: heridas, rechazo e inspiración», centrada sobre todo en las heridas, especialmente en la niñez. Los escritores de los que me ocupo -Samuel Beckett, las Brontë, Emily Dickinson, Ernest Hemingway, Sam Clemens, Eugene O'Neill entre otros- son brillantes ejemplos de individuos que convirtieron sus heridas en arte; no son escritores geniales porque estaban heridos, sino porque, después de estar heridos, supieron transformar su experiencia en una cosa rica, extraña, nueva y maravillosa. Se me llenan los ojos de lágrimas cuando cito la conmovedora frase de Ernest Hemingway, tan profunda que la cito dos veces:
De las cosas que han ocurrido y de todas las cosas que sabes y de todas las que no puedes saber, extraes algo mediante tu capacidad de invención que no es una representación sino una cosa totalmente nueva, más real que cualquier cosa viva y real, y le das vida y, si lo haces bien, le das inmortalidad. Por eso escribes, y no por otra razón.
(Hemingway tenía casi sesenta años, estaba cercano al final de su vida, cuando hizo esta apasionada declaración al joven George Plimpton, que estaba entrevistándole para uno de los primeros números de la revista Paris Review. El sonoro idealismo no encaja con el yo tan herido -incluso mutilado- de Hemingway, su espíritu amargo y resentido, pero ¡qué palabras tan poderosas!)
Durante la charla me sentí sostenida, como siempre, como si se hubieran quedado atrás mis particulares heridas, entre bambalinas; pero después, a solas, al terminar los aplausos, y la firma de libros, y volver a mi hotel sola, ése es el instante peligroso.
Haría una broma sobre ello, si pudiera: «¿Cariño? Estoy aquí en Parma, Ohio. En medio de una tormenta de nieve, y en Snow Road. ¡No preguntes por qué!».
O: «Hay un ramo de flores gigantesco en mi habitación, un fuerte olor a lilas, como en un tanatorio».
Si llamara a Ray, como solía hacer a estas horas, le diría esas cosas, para hacerle reír. Y Ray contestaría:
No te quedes trabajando hasta muy tarde.
¡Vuelve pronto!
Te quiero.
Es verdad que estoy en Parma, Ohio, pero no que estoy, en estos momentos, en el 2111 de Snow Road, que es la dirección de la biblioteca de Cuyahoga County; estoy en un hotel muy agradable en este barrio de Cleveland.
Tampoco es verdad que sepa lo que habría dicho Ray. Seguramente habríamos hablado de las cosas más prosaicas… como solíamos hacer.
Es el primer viaje de trabajo que tengo desde que murió Ray y, por tanto, la primera noche que estoy fuera de casa y no puedo llamarle.
¡Qué implacable, la nieve que cae sobre las ventanas del hotel! ¡Los aullidos del viento! Es muy amable por parte de mis anfitrionas bibliotecarias haber encargado el gran arreglo floral, con sus lilas blancas que emiten un olor exquisitamente dulce… Qué pena me da no tener a nadie con quien compartir estas flores, igual que no hay nadie con quien compartir la lujosa suite ni la cama «king size», del tamaño de un campo de fútbol.