– ¿Qué pasó con eso?… esa investigación…
– ¡Imagínate, el hombre se gastó 80.000 dólares en prostitutas! ¡Se gastó el dinero de campaña en prostitutas!
– Pobre Bernard. Cuando pienso en esa familia…
– ¿Bernard? ¿El padre? ¡Él también es un sinvergüenza!
– ¡No, no lo es! Es un buen padre de familia, un hombre maravilloso, devoto…
– Mi hijo se niega a hablar de su vida familiar, no tiene ni idea de cómo está arriesgando su matrimonio, esas «prostitutas de lujo» son como la cocaína, los hombres casados no saben resistirse.
Mientras todas esas conversaciones apasionadas dan vueltas a nuestro alrededor, Edmund White y yo las oímos fascinados y no nos importa ni pizca que se olviden de nosotros. Lo que más nos impresiona es la excitable mujer que -como si Ethel Merman se hubiera bajado de un escenario de Broadway con todo su maquillaje, sus joyas y sus lentejuelas, vestida con carísima ropa informal de diseño y con un cabello del color y la consistencia del algodón de azúcar- habla tan curiosa y francamente de su hijo a un grupo de desconocidos; a Edmund y a mí, en particular, como si, al ser escritores «literarios», pudiéramos mostrar una comprensión y una capacidad de análisis especiales.
– Quizá esto sirva para hacer entrar en razón a mi hijo, lo que le ha ocurrido a Spitzer. Si sucediera algo así en nuestra familia…
Nadie se da cuenta cuando Edmund White y yo nos alejamos poco a poco de la recepción, después de firmar todos los libros nuestros que vamos a tener que firmar, incluso más ejemplares de los que podíamos haber predicho en un contexto semejante. Porque estamos ante un drama real junto al que las estratagemas de la ficción no son más que meras sombras. Nada como el escándalo de otra persona, la destrucción de otra familia y el derrumbe de una carrera pública para conmover los corazones.
Casi he olvidado por qué me siento tan… vacía.
¿Por qué me siento como si estuviera recuperándome de… una gripe muy latosa?
Una amiga me ha escrito esta conmovedora carta:
Sufrí una crisis nerviosa cuando tenía veintiocho años y, además de los ataques de ansiedad, tenía insomnio agudo. Era porque estaba atravesando un cambio interno trascendental, y recuerdo que el insomnio era un infierno. Duró unos seis meses y apenas podía aferrarme a los flecos de cordura durante el día. Me sentía trastornada y me preguntaba si volvería a ser normal alguna vez. Era aterrador, y los síntomas parecen similares a los tuyos… Me sentía como la fontanela de un recién nacido, con un agujero que se cierra muy despacio, y uno no se siente en terreno firme hasta que las placas del cráneo se han soldado. Mientras el agujero sigue ahí, parece que te vas a caer al abismo, completamente a solas. Así que (creo) quizá te sería útil que tus amigos se turnaran para pasar unos días en tu casa contigo. También creo que un grupo de apoyo podría ayudarte… Debes saber que nuestros corazones están por completo contigo y que nos gustaría apoyarte como sea que podamos ayudar.
¡Pasar un tiempo en mi casa conmigo! Qué palabras tan inquietantes.
Me siento agradecida pero terriblemente violenta -y avergonzada- de pensar que mis amigos hablan de mí; es evidente que están preocupados por mí, y casi no les he dejado ver lo desesperada, frenética e irreconocible que estoy.
¿Es una especie de terapia, o es coincidencia (pero en la vida mental, según indica Freud, no hay coincidencias) que el relato que estoy escribiendo, con una lentitud exasperante, que me costará literalmente semanas, meses, hable del suicidio? Una joven poetisa abandonada por su amante, empujada por la depresión, la furia, la locura, a suicidarse…
¡El romanticismo del suicidio, para los poetas! La intensidad, las extáticas expectativas que no pueden sostenerse, el sentirse devorado por el lenguaje, la «música», el terror de que pare la «música».
O ha parado, sin que el poeta lo sepa.
Pero mi relato no trata de la pérdida de la «música», o no del todo; trata de una mujer abandonada por su amante que es además el padre de su hijo… Un hijo al que ella está pensando en matar, junto consigo misma… De modo que la situación es muy distinta de la mía.
O al menos, eso quiero pensar.
No voy a suicidarme. ¡Ni siquiera tengo un plan claro y coherente!
Porque un amigo filósofo me ha dicho -advertido- que «tomarse unas pastillas» no es buena idea.
No sabes cuántas pastillas tienes que tragar, dijo. Te entran náuseas y vomitas, caes en un coma y, cuando te despiertas, tienes daños cerebrales, y entonces ya nunca tienes la oportunidad de suicidarte.
¡Qué conversación tan extraña y objetiva fue! Y estábamos en un restaurante, rodeados de comensales alegres y amistosos.
Yo no le había dicho nada del alijo de pastillas. Pero él parecía saberlo.
O tal vez -éste es un pensamiento repentino y aterrador- acumular pastillas es de lo más normal, todo el mundo lo hace y por el mismo motivo.
Formas seguras de cometer suicidio, dice mi amigo filósofo, hay pocas. Una bala en el cerebro, podríamos pensar: «Pero puedes fallar, y necesitas un arma»; tomarse unas cuantas pastillas antes de meter la cabeza en una bolsa de plástico que atas lo más fuerte posible: «Pero es complicado e incómodo, puedes sentir pánico y cambiar de opinión».
Es posible que el suicidio sea un tema tabú, pero hablar así de él posee un elemento de humor negro. Intentamos darle un aire demasiado informal, o demasiado sombrío. Incluso la mera insinuación parece falsa, infantil, una forma de llamar la atención.
¡Por supuesto que no lo digo en serio! Muy poco de lo que digo lo digo en serio.
Por supuesto, fantaseo… No puedes tomarme en serio, por Dios.
Hay un filósofo -¿Leibniz?- que aseguraba creer que el universo está constantemente desintegrándose y reagrupándose, durante toda la eternidad. No recuerdo si también creía en Dios; supongo que sí, si es Leibniz, era a finales del XVII. Como metafísica extravagante, ésta no es de las peores. Despreciarla por ilógica, arbitraria e indemostrable no tiene sentido. Así que he empezado a pensar en mi yo -mi «personalidad»- como una entidad que se desintegra cuando estoy sola y sin otros que me perciban; pero luego, como por arte de magia, cuando estoy con otros, mi «personalidad» se reagrupa.
Como alguien que debe avanzar por la cuerda floja, sin red, rápido, antes de que se caiga, pero no demasiado rápido.
Caminando con Edmund White por la playa, andando por la arena húmeda, la víspera de irnos de Boca Ratón, Florida, hablamos de Ray, a quien Edmund conocía bien; y hablamos de Hubert, el amante francés de Edmund, que murió de sida hace unos años, sobre quien escribió en su novela The Married Man con una sinceridad a toda prueba; hablamos de cómo nos parece a los que hemos «sobrevivido» que una parte de nosotros ha muerto con nuestros seres amados y está enterrada con ellos, o hecha cenizas. La muerte es el hecho más obvio, común, banal de la vida y, sin embargo, ¿cómo hablar de ella, cuando nos toca tan de cerca? Cuando uno muere, y otro vive, ¿qué es esta «vida» que nos queda? Durante mucho tiempo, dice Edmund, parecerá irreal. Es irreal, al lado de la intensidad del amor que hemos perdido.
Por eso es maravilloso tener un amigo como Edmund, con quien puedo hablar de estas cosas. Y Edmund es un compañero de lo más alegre y me hace reír. Y me hace olvidar la voz furiosa dentro de mi cabeza: «¡Esto no está bien! No puedes disfrutar esto. Si Ray no puede estar aquí junto al océano, no está bien que tú sí puedas estar. ¡Lo sabes!».
Esa misma noche, oímos al joven y asombroso pianista chino Lang Lang interpretar a Chopin. Más tarde aún, en mi suite del hotel, viendo Lockdown -un documental duro y descarnado de un canal de cable sobre una cárcel de máxima seguridad para hombres en Illinois, que ni Edmund ni yo habíamos visto antes-: «¡Esa gente está peor que nosotros!».